No sé si Jesús Zurita es el “primus inter pares” de la
dilatada nómina de pintores barrocos en trance de madurez en España o el más
romántico artista germano con pasaporte y genealogía española. Nunca me he
parado a pensar sobre el asunto y, es más, sospecho que a los auténticos
hacedores de mundos tales categorías les importan un rábano. Lo que sí tengo
para mí es que la obra que desde hace década y media viene realizando es una de
las propuestas figurativas más estupefacientes y perturbadoras que uno puede
llevarse a los ojos en el panorama de las artes en nuestro país. A estas
alturas es ya lugar común, constatación trillada, ponderar tanto su prodigioso
dominio de la técnica del dibujo como su extraordinaria capacidad para levantar
mundos extraños y paralelos. Habilidades, ambas, en las que intuimos ha ido
entrenándose con calculada tenacidad desde su adolescencia como lector
fascinado de cómics y tebeos. Magma plástico que el adiestramiento y
la sensibilidad de un talento como el suyo ha conseguido elevar hasta niveles
de gran arte o arte complejo.
Las suyas suelen ser narraciones visuales y como nato narrador que es sabe del valor concluyente de lo que no se cuenta, de lo que intencionadamente queda sugerido o en suspenso y que solo el ojo y la mente del que mira podrán traducir como desenlace. En eso consiste el valor de lo poético y, al cabo, es ese recurso el que faculta que el grueso de su obra se abra al misterio.
Si muestro este dibujo es simplemente
porque ahora me pertenece y aunque entiendo que el hecho no añade ningún mérito al dibujo es, en cambio, del único del que puedo hablar con más causa.
En él se dan, por otra parte, algunas circunstancias que lo hacen singular: me
consta que, de alguna manera, fue la espita que abrió su última serie de
dibujos titulada “Todos mellados” en la que empieza a aparecer con profusión la
figura humana. Y hay algo en él, además, que me atrevería a calificar si no de
novedoso al menos de infrecuente: la convivencia de lo “sublime” romántico con
una suerte de patetismo freak en la estela del Tod Browning de
“La parada de los monstruos”.
No me apetece desentrañar lo que se
escenifica en este cuadro de personajes con boscaje (un inquietante arbusto de
guindillas), pero salta a la vista que nada bueno está a punto de acontecer en
él, y que todos temen lo que aun no conocen pero acaso sospechen –tanto las
mujeres en cueros como los hombres vestidos a la estrambótica-: que oculto en
la espesura palpita lo ignoto, ese agujero negro donde, a lo peor, nada se
esconde y que su solo vislumbre te empuja al averno.
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