Es un texto reciente. Lo escribí para el catálogo de la exposición homenaje a Pérez Aguilera que el Museo de Alcalá de Guadaíra ha organizado este otoño y que se ofrece hasta mediados del próximo mes de diciembre. Investigar y escribir sobre Pérez Aguilera es bucear en lo mejor de la pintura sevillana de la segunda mitad del siglo XX.
MIGUEL
PÉREZ AGUILERA, PINTOR DE PINTORES
Si en algo
está de acuerdo todo el mundo es en que Miguel Pérez Aguilera fue un gran
pintor. No he oído a nadie, ni entre las sucesivas hornadas de sus alumnos ni
en el gremio de sus colegas (no siempre bien dispuesto para la alabanza) ni
tampoco entre los profesionales de la crítica de arte, que disintiera
significativamente de este común acuerdo. A lo largo de mis muchos años ya en
Sevilla he pulsado múltiples opiniones y he procurado leer todo cuanto en mis
manos ha caído sobre el pintor y siempre me ha sorprendido la unanimidad de
criterio en ese sentido. Así, la capacidad para la pintura, su entrega a ella y
el profundo conocimiento de sus códigos son méritos que nadie le discute a
Miguel Pérez Aguilera. Si a esto añadimos su faceta como profesor y maestro de
pintores - providencial fue su presencia para muchos de ellos- la dimensión del
personaje cobra proporciones extraordinarias, poco acostumbradas por estos
lares. Entonces, ¿por qué su figura, su magnitud y su huella como artista no
han encontrado aún –no sólo en la ciudad sino en el conjunto de la pintura andaluza
contemporánea- su merecido lugar?
Es ya un
estribillo cascado reiterar sus encrespadas relaciones con la élite artística
que siempre ha regido las instituciones de la ciudad –especialmente la Academia
y la Escuela de Bellas Artes- a las que criticó sin medias tintas hasta el
final[1] o hablar
de la falta de generosidad y exceso de sectarismo del poder político que le
negó reiteradamente la Medalla de Andalucía [2], por no
mencionar la incomprensión generalizada de su viraje a la abstracción por buena
parte de sus propios colegas.
Puede
decirse que Pérez Aguilera se hizo a sí mismo como pintor y como maestro de
pintores de Sevilla a pesar de Sevilla. A la ciudad llegó en 1946 como flamante
catedrático de dibujo con el prometedor bagaje de su formación madrileña en la
Escuela Superior de Bellas Artes de San Fernando y un incipiente currículum que
lo situaba en el ámbito de la “Joven Escuela Madrileña”, tan vinculada a la
galería Buchholz, entre cuyos miembros destacaban un Pablo Palazuelo, un José
Guerrero o un Álvaro Delgado todavía practicantes de una figuración de un
cromatismo lindante con lo arbitrario y subyugada por la plural herencia de la École de Paris.
Llegó con
una técnica y una práctica que a sus treinta años ya tenía convenientemente
interiorizadas a través de sus principales maestros y referencias de aquel
entonces: Vázquez Díaz y Benjamín Palencia. Del primero aprendió a componer de
forma analítica y con un rigor claramente postcubista mientras que del segundo
le atrajo el uso exaltado del color (de raíz fauvista) tan alejado de los
betunes de la pintura académica dominante. Con esos pertrechos como equipaje y
con su insobornable y constante compromiso con el ejercicio de la pintura y el
dibujo –y su correspondiente enseñanza- el encontronazo con una Sevilla
lastrada por el doble peso de lo clerical y lo cuartelero iba a ser inevitable.
No es ahora la ocasión más propicia para extendernos en el tema. Baste citar
estas palabras del propio artista que hablan por sí solas:
“El clima
artístico de la ciudad, entonces, no era ni mucho menos el que yo deseaba y en
el que había intervenido en Madrid. Muy poco propicio para las novedades, los pintores
estaban anclados en un impresionismo valenciano y, en lo personal, con más
ínfulas que talento artístico (…) Hubo momentos muy tristes y descorazonadores
en los que hubiera dado el salto”.[3]
Fue, sin
duda, la enseñanza y el contacto diario con sus alumnos lo que terminó por
fijar a Pérez Aguilera a la ciudad. Alumnos de distintas promociones muchos de
los cuales han llegado a cuajar importantes carreras como pintores, desde
Carmen Laffón, José Luis Mauri o Luis Gordillo hasta Curro González, Patricio
Cabrera o Antonio Sosa, que unánimemente coinciden en reconocer el enorme
influjo que en su formación significó el magisterio de un artista de la talla
de Pérez Aguilera, quizá la única ventana a través de la cual podía uno
asomarse con garantía a lo mejor y más vivo del arte contemporáneo.
El alto reconocimiento
del que su obra, además de su labor docente, goza y ha gozado entre los
artistas, incluso por encima del que la crítica especializada le ha querido
otorgar, sigue siendo probablemente su mejor aval y una prueba más de la
solidez de su pintura y de su coherente trayectoria como artista.
De la
figuración a la abstracción
Todo el
itinerario pictórico de Pérez Aguilera es un avance hacia la forma. Una forma
incardinada en una estructura. Que esas formas remitan a lo tangible,
mensurable y específico (lo que llamamos “real”) o a lo metafísico e ideal (lo que
llamamos “abstracto”) es lo de menos, una cuestión menor. Si algo recorre su
obra y late en su pintura es una constante y cada vez más presente preocupación
por indagar en la arquitectura del cuadro.
Esto ya
podía observarse en sus primeras composiciones, tanto a la hora de concebir un
paisaje (“Arenas de San Pedro” podría ser un buen ejemplo) como cuando se trata
de su propio retrato (y en este sentido su célebre “Autorretrato” de 1942 es un
ejemplo canónico).
Autorretrato, 1942 |
Arenas de San Pedro, 1942 |
Tanto
en uno como en otro el análisis formal y el rigor constructivo, muy atentos a
la interiorización que de las enseñanzas cubistas logró reelaborar Vázquez
Díaz, saltan a la vista. En este punto, convendría no pasar por alto la
autonomía artística de la obra de arte que el cubismo lleva implícito. Un
crítico de la época como Santiago Lagunas no dudó en defenderlo como la técnica
idónea para demostrar que “la obra de arte tiene intrínsecamente una naturaleza
propia, una belleza esencial que pide ser captada directamente”[4]. No hace
falta subrayar que el verismo academicista no estaba entre las prioridades doctrinarias
de la figuración de Pérez Aguilera. En su gramática artística la construcción
rigurosa del espacio entendido como un todo homogéneo y armónico es el
principio que gobierna al resto de recursos y constituyentes del cuadro. La
clara intencionalidad a la hora de eliminar los elementos anecdóticos del
cuadro y, en cambio, concentrarse en las formas plásticas elementales
testimonia la absorción por parte del artista de ciertos preceptos cubistas. Un
cubismo que, dicho sea de paso, todavía estaba vigente en buena parte de la
figuración más renovadora que se hacía en aquella España de posguerra. Es
sintomático que alguien como José Guerrero, compañero y amigo de Pérez
Aguilera, le confesara a Francisco Ortuño que “yo con mis conocimientos de
aquel entonces (hablaba de los años 40)… un poco del cubismo de Vázquez Díaz…
trataba de hacer unos bodegones y unos paisajes planos… es decir, yo había
comprendido ya que el hueco en la pintura no es bueno ni el claroscuro tampoco…
me daba cuenta de que tenía que eliminar las cosas que no me servían”[5]. Las
cosas que no le servían a Guerrero eran las mismas que tampoco terminaron por
servirle a Pérez Aguilera, y que básicamente se resumen en el rechazo a la
tridimensionalidad del cuadro. De este modo, no puede extrañar a nadie que una
vez disuelta la clásica diferencia entre fondo y figura y asumido el espacio
que rodea al objeto como una realidad plástica más, el protagonismo del cuadro
lo asuma la propia pintura, esto es, aquello que llamamos “lo pictórico”. De
ahí a la abstracción queda apenas un salto.
Pero antes de darlo el pintor pasará por París. En 1948 recibe una beca del Ministerio de Asuntos Exteriores francés y allí conocerá en directo la obra de los grandes maestros del impresionismo. De todos ellos serán, según sus palabras, Monet y Bonnard (éste ya postimpresionista) los que más le atraigan. “De este baño de color -afirma- mis pinceladas se aligeran, se yuxtaponen, se distorsionan, dejando en un segundo lugar la preocupación de la obra técnicamente construida y acabada”[6]. El fuerte impacto inicial de este encuentro hace que su pincelada se aligere, se desinhiba y busque la expresividad y la emoción. Viendo algunas de las obras más características de esta etapa comprobamos cómo la preocupación constructiva, sin necesidad de desaparecer, convive con una mayor preocupación por aspectos como el color, la luz y la captación del instante. Es una época marcada por su interés por la infancia y adolescencia como tema pictórico, muy celebrada en amplios sectores sevillanos como su mejor momento artístico y, sin embargo, de la que el propio pintor salió francamente decepcionado.
Niño con jirafa de papel, 1953 |
Campanilleros, 1956 |
“Por
estos años, finales de los 50, una apatía absoluta llenó por completo mi
actividad artística, de tal manera que apenas trabajaba. Crisis y decepciones,
ya que dentro de los cuarenta años, considerábame totalmente acabado. No
concordaba mi obra realizada con mi inquietud y deseos de libertad".(7)
Vista
en perspectiva, con el auxilio de los años transcurridos y de las propias
confesiones del artista, queda claro que buena parte de la década de los 50 la
emplea Pérez Aguilera para tantear vías de salida, experimentar con el color,
la luz y sus interacciones, con el clima cromático del cuadro, por así decirlo,
(a veces, tan parecido a los que supo crear Bonnard, especialmente en sus
fondos) y darse cuenta, al fin, de que
para él la figuración era un campo demasiado trillado, demasiado angosto y
falto de estímulos. El mismo hecho de que se refugie en la infancia como
argumento es ya todo un síntoma revelador. Y en un doble sentido: como vuelta
al origen, a una suerte de Arcadia en la que por su corta edad el hombre no
tiene la menor conciencia aún de su desarraigo y, al tiempo, como refugio y
asilo en lo natural, puro y verdadero frente al artificio y la corrupción de lo
adulto-adulterado.
Como,
incluso, el mismo pintor llega a afirmar en su citada memoria de homologación
académica estos años tuvieron mucho de “reclusión voluntaria” que aprovecha para desarrollar un intenso trabajo de
investigación y análisis “a base de renuncias y soledades” en un ambiente
cultural bastante hostil. Y así, a finales de los 50 empieza a vislumbrar una
salida lo suficientemente estimulante como para volver a sentirse espoleado por
la pintura. Esa salida lo conducirá a la abstracción. Una abstracción, por
tanto, fabricada a fuego lento y desde un punto de vista psicológico, muy
meditada, como no podía ser menos en un pintor tan reflexivo y racional como
Pérez Aguilera. De nuevo será el propio protagonista el que nos exponga los
principios rectores de su inminente apuesta estilística a modo casi de
manifiesto. Estos son los dos primeros:
“1.
No caer en el informalismo, en la pintura acción o técnica casuística de
impulsos vitales no racionales.
2. Abandono de la figuración, incluso de una
figuración expresionista”[8].
A
ellos les suma su experiencia como delineante, diseñador y topógrafo así como
la denuncia de falta de impulso cromático de la pintura española contemporánea,
falta que él se propone remediar. Con unos presupuestos teóricos así es
evidente que Pérez Aguilera se coloca desde el principio en una posición, como
mínimo, disidente de la habitual en la pintura abstracta española de esos años,
dominada por el informalismo y la gestualidad de los primeros grattages de Saura, por los tanteos
abstractos de Canogar y Feito y por el papel cada vez más preponderante de la
figura de Tàpies como gurú nacional de un informalismo matérico deudor, en
cierta medida, del expresionismo abstracto american [9]. Nuestro
pintor, en cambio, parece querer situarse desde un principio en una posición lo
más alejada posible de esa manera de entender la abstracción de la que Michel
Tapié se convertirá en portavoz con la publicación de su célebre libro Un Arte Autre en el que abogaba por
crear sin plan preconcebido y huyendo de nociones convencionales como “forma,
orden, ritmo o composición”[10].
Conocedor
del ambiente artístico parisino por su año como becado en la Casa de España de
la capital francesa en el 48, su educación artística va a verse fuertemente
impulsada por las continuas visitas a museos y galerías de arte. La importancia
de París en el contexto de la pintura abstracta internacional seguirá siendo
decisiva incluso una vez concluida la Segunda Guerra Mundial. La huella,
todavía fresca, de Kandinsky, la enérgica irrupción de Vasarely[11], la
proliferación de exposiciones de arte abstracto como las organizadas por el Centre de Recherches de la rue Cujas en
las que participaron pintores como Hartung, Kandinsky, Poliakoff o Schneider y
la fundación del Salon des Réalités
Nouvelles a partir de 1946 fueron, sin duda, acontecimientos que no
pudieron pasar desapercibidos para un joven y curioso Pérez Aguilera,
consciente de su necesidad de información y referencias lo más actualizadas
posible. Destaco la existencia de este Salon
des Réalités Nouvelles como hecho central en el París artístico de finales
de los cuarenta por cuanto tiene de posible germen de la posterior abstracción
de nuestro pintor. En los estatutos de este Salon,
aparte de afirmar su explícita vinculación con el movimiento Abstraction-Création de 1931, se aclaran
sus objetivos entre los que destaca:
“La
organización en Francia y en el extranjero de exposiciones de obras de arte
comúnmente llamado arte concreto, arte no-figurativo o arte abstracto; esto es,
de un arte totalmente desligado de la visión directa y de la interpretación de
la naturaleza”[12].
Tanto
en la galería de Denise René como en las exposiciones organizadas por este Salon pudo ver Pérez Aguilera una rica
selección de obras de abstractos como Lissitzky, Mondrian, Malevich, Delaunay,
Kupka o Kandinsky, todos ellos de la línea abstracta más ortodoxa y geométrica,
muy distante de la llamada “abstracción lírica” de un Hartung o un Schneider.
Precisamente
a finales del 48 (año de nuestro pintor en París) el comité organizador del Salon des Réalités Nouvelles publicó un
manifiesto del que quiero destacar estas líneas:
“¿Qué
es el arte abstracto no-figurativo y no-objetivo? Sin relación con el mundo de
las apariencias exteriores, se trata, en la pintura, de un cierto plano o
espacio animado por líneas, formas, superficies, colores y sus relaciones
recíprocas (…) La no representación del mundo de las apariencias exteriores
conlleva una técnica que no tiene nada en común con la técnica derivada de la
concepción figurativa. Ambos mundos, el objetivo y el no-objetivo, se oponen
formalmente en lo profundo. El valor emotivo del mensaje resultará necesaria y
exclusivamente del valor emotivo intrínseco de las líneas, planos, superficies
y colores en sus relaciones recíprocas; y de los planos, llenos y vacíos exaltando
la luz”[13].
Unos
principios que, sin duda, vienen a coincidir en lo fundamental con la
abstracción que Pérez Aguilera buscó y practicó unos años después de su regreso
a España. Una concepción del arte que no es más que un apartarse a conciencia
de todo contenido al margen de la expresividad de los elementos formales
primigenios. Una pintura que evita el mundo de las apariencias visibles para
centrarse en el análisis de su propia realización como sistema integrado. Una
abstracción racionalizada y deductiva hasta la obsesión. Y una abstracción, en
definitiva, que no es sino una celebración de la pintura.
Himno a una competición atlética, 1975 |
Así pues, resulta patente que desde un principio nuestro pintor va a situarse a contracorriente de la modalidad predominante de la pintura abstracta que se practicaba en España, el informalismo, y a años luz de lo que por aquel entonces Sevilla entendía como arte contemporáneo. No hace falta subrayar la soledad y la incomprensión en las que tuvo que desarrollar su labor como artista. Soledad e incomprensión que a buen seguro contribuyeron a aislarlo de su ambiente natural y a hacer de él un auténtico exiliado en la propia ciudad donde trabajó, enseñó y vivió hasta el final.
[1]
Todavía en 2003 más de 50 profesores de la Facultad de Bellas Artes reclaman
para él la Medalla de Oro de la Facultad sin que la dirección del centro
considere adecuado el trámite.
[2]
En 2002 una comisión formada por destacados artistas e instituciones culturales
andaluzas solicitan al Presidente de la Junta de Andalucía la Medalla de la
Comunidad. No hubo respuesta.
[3]
Estos comentarios personales y otros muchos pueden consultarse en su memoria de
homologación como catedrático de Universidad “Vida, obra y experiencia de una
profesor de Bellas Artes. Miguel Pérez Aguilera”.
[4]
Lagunas, Santiago. “El mundo y el arte abstracto”, Cuadernos Hispanoamericanos, t. XVIII, nº 51. Madrid, III-1954, p.
418.
[5]
Ortuño, Fco. “Conversación con José Guerrero”. José Guerrero (cat. expo.) Madrid, edificio Arbós, 1980, p. 95.
[6]
Pérez Aguilera, M. “Vida, obra y experiencia de un profesor de Bellas Artes.
Miguel Pérez Aguilera”. Op. cit.
[7] Pérez
Aguilera, M. “Vida, obra y experiencia de un profesor de Bellas Artes. M.P. A.”
Op. cit.
[8] Pérez
Aguilera, M. “Vida, obra y experiencia de un profesor de Bellas Artes. M.P.A.”
Op. cit.
[9]
En este sentido, conviene recordar la primera exposición individual del artista
catalán en la Martha Jackson Gallery
de Nueva York en 1953.
[10] Tapié,
Michel. “Un arte autre”. Gabriel Giralud et Fils. Paris, 1952.
[11]
La primera exposición de la famosa galería de Denise René en la rue La Boétie
se dedicó a Victor Vasarely en la primavera de 1944.
[12]
Para todo lo relacionado con este Salon
consultar la obra de Viéville, Dominique, “Vous avez dit géométrique? Le Salon
des Réalités Nouvelles. 1946-1957”. Cat. expo. Paris-Paris. 1937-1957, Centre George Pompidou-Gallimard, 1992, pp.
407-422.
[13]
Viéville, Dominique, “Vous avez dit géométrique?...” Op. cit.,p. 415.
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