lunes, 22 de junio de 2020
martes, 16 de junio de 2020
Indefensos ante la Calamidad
De nuevo nos ha golpeado la calamidad. Y, como lo ha venido
haciendo a lo largo de la historia, volverá otra vez a golpearnos en el futuro
cuando menos lo esperemos. Nuestra sociedad occidental no está preparada moral
ni intelectualmente para las calamidades. El racionalismo, por una parte,
interpreta cualquier contratiempo existencial como un problema para el que hay que encontrar una oportuna solución
aplicando, sin más contemplaciones, el principio lógico de que cada pregunta
concreta exige una respuesta determinada. Y, por otra parte, sostiene que la eficiencia
económica y el desarrollo tecnológico harán realizable la utopía de la de la
satisfacción general de las necesidades básicas de la población.
Hasta el siglo XIX las sociedades humanas han estado
preparadas para la calamidad gracias a los viejos asideros trascendentales de
la realidad. Tradicionalmente el asidero por antonomasia fue la religión, que
lograba proyectar un orden cósmico sobre el plano de la experiencia humana.
Pero, desde el Renacimiento, las sociedades modernas han ido sustituyendo la
religión por distintas utopías en absoluto trascendentes, utopías que, muy al
contrario, deben realizarse a lo largo de la historia a través,
fundamentalmente, del avance científico y del progreso tecnológico.
El problema real de la modernidad ha sido el de la creencia.
Y por eso las distintas crisis que hemos ido encadenando desde, al menos, la
segunda mitad del siglo XVIII han sido crisis del espíritu, pues los nuevos
asideros han demostrado ser ineficaces e ilusorios mientras que los viejos han
quedado inservibles por inverosímiles. Una situación que, como sociedad, nos ha
llevado al nihilismo. A falta de un pasado donde apoyarse y de un futuro en el
que poder creer solo nos ha quedado el vacío. Todavía en época de Nietzsche el
nihilismo podía ser una filosofía provocadora y de poderes casi taumatúrgicos
pero hoy, que ya no queda nada por destruir ni nada significativo en que creer,
el nihilismo posmoderno ha demostrado ser el aliado cultural más eficaz de
nuestra indefensión ante la calamidad.
domingo, 31 de mayo de 2020
Poussin, el equilibrio
POUSSIN, EL EQULIBRIO
![]() |
Apolo y Dafne, 1664. El Louvre. |
Con la obra de ciertos artistas creo que se necesita mucho
tiempo para alcanzar un juicio definido. Ocurre especialmente si has
frecuentado desde joven ciertos cuadros que te interesaban o ejercían sobre ti
una extraña seducción pero no sabías muy bien cómo explicarla. Pasan los años
–a veces debe pasar más de media vida- y entonces un día empiezas a darte
cuenta del verdadero valor de su belleza. Con Poussin me ha pasado eso. De
joven lo admiraba, sabía delante de
él que estaba ante la obra de un maestro, pero solo ha sido mucho después
cuando he logrado comprender, de una forma íntima pero definitiva, por qué
Poussin era un maestro. No me extraña nada que un pintor tan reflexivo y
concienzudo como Cézanne sintiera profunda admiración por su obra, una
admiración, dicho sea de paso, no tan generalizada entre sus compatriotas,
enamorados entonces del Impresionismo aún en toda su potencia, como entre
algunos destacados "connaisseurs” ingleses y alemanes de
la época. La crítica francesa, ya digo, vio en este artista poco más que a un
pintor aburrido y no fue hasta el público entusiasmo de Cézanne por él que la
cosa empezó a cambiar. Tildado muchas veces de “pintor intelectual” ha debido
esperar hasta bien entrado el siglo XX para que se le reconociesen sus indiscutibles
valores plásticos. Citaré en este sentido, sin ánimo de erudición, los canónicos
estudios de Friedländer, Grautoff o Blunt, todos ellos importantes valedores de
su legado.
Del mismo modo que
Cézanne se convierte en un artista clásico al saber reprimir todo
impulso romántico en su obra, también en la evolución de Poussin observamos
cómo de sus conocidas imágenes del amor festivo pasa, en su producción final, a
practicar una meditación más desapasionada e incluso pesimista del sentimiento
amoroso. El Apolo y Dafne del Louvre
es, por ejemplo, una buena prueba de ello y quizá el último mensaje de Poussin
a sus contemporáneos. Así, sus paisajes y escenas mitológicas finales rezuman
una sabia melancolía ligada a ese obligado dominio de las pasiones y al
reemplazo del ideal panteísta por una cierta resignación estoica. Y eso hoy, a
mi edad, lo entiendo mucho mejor y me toca en lo hondo.
Poussin conecta el arte francés con el Alto Renacimiento y el
arte de la Antigüedad en su conjunto, proporcionando el punto de partida para
una tradición en la que incardinar luego tanto a un Ingres como a un Balthus.
Como ellos, pinta escenas pensadas, hasta sus paisajes son
imágenes vestidas de pensamiento. Creo que la voluntad de ser clásico se funda
en la búsqueda del equilibrio entre la expresión y la idea, sin énfasis, sin
añagazas. Lo que me gusta, lo que en verdad me emociona de Poussin es su
persistente esfuerzo por alcanzar la clasicidad, ese inequívoco equilibrio
emocional, en un tiempo que ya empezaba a dar señales de desvarío. No hace
falta subrayar que sus pinturas fueron hechas por un artista culto, imbuido de
literatura fabulosa y legendaria, antigua y moderna, para clientes inmersos asimismo
en la cultura clásica. Un artista que se movió con comodidad en ese mundo de
mitos que, con el progreso, se ha vuelto cada vez más oscuro para nosotros.
Pero aun habiéndose perdido el contacto con el mundo imaginario del humanismo y
haciéndose, por tanto, la interpretación de sus imágenes una tarea difícil para
la mayoría de nosotros, lo que me sigue pareciendo emocionante –y también
significativo- es que esa supuesta dificultad no interfiere en absoluto en el
disfrute de la obra, en el placer de su pintura. Uno se da cuenta delante de
los cuadros de Poussin –especialmente de los de su larguísimo periodo romano-
de que no fue un ilustrador de mitos (ya fueran las Metamorfosis de Ovidio como
Los Siete Sacramentos del Catolicismo) sino, muy al contrario, un filósofo de
la pintura, por así decir. Para él la pintura parece el resultado de profundas
reflexiones, unas veces motivadas por la lectura y otras, seguramente, por
conversaciones con sus conocidos y colegas.
Los últimos diez años de su vida son una verdadera apoteosis.
Sensible a la belleza de la naturaleza, sirviéndose del mito no como un fin
sino como un medio, modulando la expresión y madurando sus ideas, realmente
termina por expresar la genuina serenidad de un mundo olímpico. Y lo que pinta,
entonces, ya no es la tierra que ve ni siquiera la alegórica que imagina sino
lo más parecido a un jardín ideal, posesión exclusiva de los dioses.
martes, 10 de marzo de 2020
La Piedra de los Siete Guerreros o Borges en su sitio
La
piedra de los siete guerreros o Borges en su sitio.
Amenazaba lluvia
pero la lluvia se demoraba en caer y en esa amable demora anduvimos recorriendo
el cementerio. Era la hora del almuerzo de un día terroso en Suiza y en el
céntrico cementerio de Plainpalais no
había un alma, excepto nosotros dos. Aunque el motivo de mi visita era Borges
el recinto nos pareció tan agradable que más que encaminarnos hacia su tumba
convinimos en deambular por sus límpidos senderos de grava sin urgencias, hasta
encontrar su lápida. Yo llevaba una precaria imagen de ella en mi recuerdo
(vista en alguna fotografía) y cuando creí reconocerla desde lejos sentí un
primer escalofrío. Resultó no ser la del autor de “El inmortal” pues semejantes
a la de él había otras lápidas por su zona. La hallé en un segundo intento y al
leer su nombre en la piedra me quedé plantado y me interrumpió la emoción.
Había llegado hasta aquí para mostrarle mi respeto y mi agradecimiento de
lector maravillado. El intenso placer intelectual y las impagables enseñanzas formales
de su lectura eran razones más que suficientes para, ahora que tenía ocasión,
acercarme hasta su nombre tallado en granito y darle las gracias.
Carlos debió de
observar mi turbación y con gran tacto decidió alejarse unos metros fingiendo
atender otras tumbas. Yo, mientras reparaba en un triste ramo seco –sus flores ya
del color de la ceniza- dejado sobre un vaso de cristal desvaído por alguna fervorosa
mano entre la piedra y el seto de boj, aproveché para bisbisear unos versos del
maestro como si de una oración laica se tratara. Y así recité en voz muy baja
los últimos versos de “Las cosas”, ese asombroso soneto borgiano que así
termina: “¡Cuántas cosas/limas, umbrales, atlas, copas, clavos,/nos sirven como
tácitos esclavos,/ciegas y extrañamente sigilosas!/Durarán más allá de nuestro
olvido;/no sabrán nunca que nos hemos ido”. La discreción y la mesura marcaron
la vida pero también la muerte del escritor. Por eso decidió irse a morir a
Ginebra. “En Ginebra me siento extrañamente feliz” dijo, y luego añadió: “soy
un hombre libre. He resuelto quedarme en Ginebra porque Ginebra corresponde a
los años más felices de mi vida”. Se refería a su adolescencia, cuando en 1914
llega con su familia para una breve estancia y por causa de la Gran Guerra se
ven obligados a pasar allí cuatro años. Años decisivos en su formación en los
que aprende alemán y refuerza su francés y, creo yo, ve nacer su vocación
literaria.
Borges aspiraba,
a un tiempo, a la invisibilidad (“he tomado, como cierto personaje de Wells, la
determinación de ser un hombre invisible”) y a la universalidad y Ginebra le brindaba ambas dones. El anonimato y un ecumenismo cultural de distintas lenguas
y religiones en grata convivencia. La misma lápida que ahora tenía frente a mí
lo declaraba sutilmente. Y también su entereza. En el frente, debajo de su
nombre, un círculo en el que se inscriben siete guerreros con sus armas
blandidas y, fuera de él, aún más abajo, un verso en el inglés antiguo de un
poema del siglo XI que conmemora la batalla de Maldon contra los vikingos. “Y
que no temieran” sería la traducción. Es parte de lo que les dice el líder
sajón a sus hombres antes de la batalla donde saben que van a morir y aún así
libran. Y es también lo que a buen seguro se repetiría voluntariosamente Borges
los meses que decidió pasar en Ginebra antes de morir. Pero por detrás la piedra también habla;
tiene tallada otra frase más larga, esta vez sacada de una saga nórdica (Völsunga saga), que dice: “Él toma la
espada Gram y la coloca entre ellos desenvainada” y debajo, una talla de un
barco vikingo que, sin duda, simboliza la eternidad y el viaje del que no se ha de volver.
Cuando terminé
de dar la vuelta a su tumba y de hacer las fotos comprendí que Borges estaba en
su sitio, donde él quiso estar para siempre. Solo espero que en esta discreta
tierra suiza haya encontrado paz en el sueño.
lunes, 2 de marzo de 2020
El jardín medieval del Maestro del Alto Rin
![]() |
Pequeño Jardín Medieval. Maestro del Alto Rin, c 1415 |
Cuando hablamos de arte medieval no conviene
olvidar que lo perdido es abrumadoramente más extenso que lo preservado y aun
esto, por desgracia, mucho menos abundante que lo conocido. Sucesivas e
innumerables destrucciones han ido asolando un patrimonio que, a buen seguro,
convierte lo que resta en una mínima parte de lo que en su día hubo de existir.
Destrucciones, en unos casos, fortuitas, pero las más de las veces provocadas
por el impulso destructor del hombre. Si a ello añadimos la deprimente falta de
documentación y la anonimia que afecta a más del 90% de los artistas románicos
y a una parte no muy inferior de los góticos, el panorama final se asemeja
mucho a un ruinoso jeroglífico sin esperanza de resolución.
Por no abrumar con demasiados detalles solo
recordaremos que más de la mitad de la obra de un artista de la talla de Roger
van der Weyden ha sido pasto del infortunio sin apenas memoria hoy de lo
perdido; o que dos de las manifestaciones más excelentes de la pintura de la
Baja Edad Media en Occidente como son el Díptico
de Wilton (c. 1395) de la National Gallery de Londres o este Pequeño Jardín del Paraíso (c. 1410), que
ahora nos ocupa, siguen condenados a la lega orfandad por falta del más mísero
documento acreditativo.
Nada sabemos de su autor excepto –y no de forma
concluyente- su procedencia y años en activo. Después de ímprobas investigaciones
y cotejos que a menudo derivaron en inevitables querellas entre historiadores y
especialistas por fijar una atribución o arriesgar incluso una identificación,
tenemos que seguir refiriéndonos al autor de esta admirable obra con el desalentador
título de “maestro”. Maestro del Alto Rin, por ser un poco más precisos, al
menos en su área de actuación. El arte del Medievo, ya lo hemos dicho, está
lleno de “maestros” sin nombre. Las investigaciones de eruditos como Carl
Gebhardt o Ernst Buchner son las que más cerca han estado de desentrañar el
misterio llegando incluso a arriesgar el nombre de Hans Tiefenthal. Sin
embargo, tal paternidad no termina de lograr el consenso de la cauta y recelosa
comunidad académica internacional. Sea como fuere, lo que no parece en
entredicho es que el autor de esta tabla vivió y trabajó del 1410 al 1448 en
ciudades como Basilea, Estrasburgo, Colmar o Sélestat, todas ellas conectadas
por el Rin. Del mismo modo, tampoco se cuestiona su adscripción a lo que se ha
dado en llamar estilo “gótico internacional”. La expresión es del historiador
de arte francés Louis Courajod y por ella entendemos una inclinación por las
líneas graciosas y refinadas, el movimiento elegante y una rica ornamentación
dispuesta a confundir lo sacro con lo profano que se desarrolla entre finales
del XIV y las primeras décadas del siglo XV. A todo ello habría que añadir el
gusto por los colores puros, encarnados aquí en la elección de verdes, azules,
rojos y blancos. Un estilo que, en definitiva, debe mucho a la costumbre de
iluminar los salterios o libros de horas y que hay que situar dentro de un
contexto cortesano, especialmente sensible al lujo y dispuesto a evadirse de una
realidad a menudo desoladora. En buena parte de la pintura de estilo gótico
internacional las escenas, incluso de carácter religioso, están concebidas para
el placer de los sentidos y los recursos pictóricos se dirigen a la expresión
de la belleza, evitando con cuidado todo detalle que pueda connotar drama o
excesivo desánimo. La presencia de la Virgen María con su hijo en el jardín del
Paraíso se convertirá, por tanto, en un tema perfectamente adecuado al espíritu
que animaba la estética tardomedieval, como demuestra el significativo número
de obras que lo aborda. El propio Maestro del Alto Rin según parece lo trató,
que se sepa, en otra ocasión logrando, de nuevo, una obra maestra: la gran
tabla de La Virgen de las fresas (c. 1420) del Museo de Bellas Artes de Soleura
(Suiza), en la que Nuestra Señora vuelve a aparecer rodeada de flores y pájaros
con corona dorada y un libro rojo entre sus manos.
El motivo del “jardín cerrado o secreto”, del mismo modo que ocurrió con
“la adoración de los Reyes”, se convertirá para los artistas de la Baja Edad
Media en una magnífica oportunidad de “profanizar”, gracias a las licencias que
permite el arte, un tema sacro. Cuestión, esta última, que estudió con gran
profundidad Johan Huizinga en su imprescindible “El otoño de la Edad Media”. Este
jardín en el que vemos a la Virgen y a su hijo en compañía de seis santos aparece
protegido por un muro blanco almenado, lo que nos remite no sin fundamento al
tópico del “hortus conclusus”, tradicionalmente asociado a la virginidad de
María. Ya el mismo origen de la expresión es religioso pues su fuente
bibliográfica es nada menos que “El Cantar de los Cantares”, uno de los más
bellos libros del Antiguo Testamento: “huerto cerrado eres, hermana mía, esposa mía,
huerto cerrado, fuente sellada” dice la traducción clásica, (Cantares, 4:12).
Ahora bien, si su fuente bibliográfica la encontramos en el Antiguo Testamento,
su más que probable fuente artística o iconográfica la hallamos, sin embargo,
en otro jardín medieval, el “Hortus Deliciarum”
de Herrada de Landsberg, una monja alsaciana del siglo XII que llegó a ser madre
abadesa de la abadía del monte Saint
Odile en la región de los Vosgos. Este “Jardín de las delicias” (primera
enciclopedia de la que se tiene noticia escrita por una mujer) se convirtió en
uno de los manuscritos iluminados más célebres de su época ofreciendo, no solo
a las pupilas de abadías y conventos de Centroeuropa sino también a artistas de
toda condición, un precioso inventario de imágenes y significados del concepto
de “paraíso terrenal”. Así, podemos decir que el jardín ideal de la Baja Edad
Media se ajustaba perfectamente a la imagen del “hortus conclusus”. Por otra
parte, la presencia del muro almenado era una constante iconográfica en la
ilustración de los libros de horas de los siglos XIII y XIV, sobre todo en los
territorios franceses y en la región de Bohemia. Un muro de trazado ideal, no
ajustado a ley alguna de proporción o escala y, por tanto, no integrado en el
paisaje de la escena. Su papel era de mero delimitador espacial, generador de
un marco que acota y subraya el episodio narrado. En este caso, el episodio
narrado no es más que una representación simbólica de la virginidad de María,
como ya se ha dicho. La Virgen aparece leyendo (por el gesto de sus dedos,
diríase hojeando) un códice de rojas cubiertas, que bien pudiera ser una Biblia,
con la cabeza inclinada en paralelo al libro y envuelta en manto azul mientras
su hijo, justo debajo de ella, parece disfrutar pulsando un salterio en
compañía de santa Catalina, aunque en esto no hay acuerdo. Nos parece aquí
oportuno recordar que el salterio era el instrumento de cuerda que se utilizaba
tradicionalmente en la Edad Media para acompañar la liturgia de las horas. Así
lo refleja, por ejemplo, una hermosa ilustración protagonizada por el rey David
en el Salterio de París, códice del
siglo X que guarda, como una de sus joyas, la Biblioteca Nacional de Francia.
Llama también nuestra atención el discreto lugar reservado a María que,
contrariamente a lo habitual, no ocupa el centro de la tabla ni siquiera su eje
vertical, configurando, en cambio, un vacilante círculo con las restantes
figuras femeninas a su derecha y con su propio hijo. Círculo que se inscribe
dentro de un triángulo escaleno que abarcaría a las ocho figuras representadas
en el jardín y del cual María sería su vértice superior. Algunos estudiosos de
la obra han pretendido identificar a la mujer que recoge cerezas en el hueco de
su faldón para luego trasladarlas a un gran cesto de mimbre como santa Dorotea,
quizá por ser el emblema de ésta una cesta de frutas y flores y estar
relacionado su martirio con la presencia de rosas y manzanas frescas en pleno
invierno. No pasa desapercibida la cita al árbol bíblico de la vida –aquí como
cerezo- por el movimiento serpentino de su doble tronco trenzado. Debajo de él,
por último, nos encontramos con quien podría ser santa Margarita o santa
Bárbara (ambas miembros del Cuarteto de
Vírgenes Capitales junto a las santas antes mencionadas) que en tierras alemanas
solía formar pareja con santa Catalina. Quienquiera que fuese, su labor
consiste en extraer agua de una pila rectangular con un cucharón de madera
sujeto a la pila por una cadena dorada. Pareciera que con tal acción quisiera
dar de beber a unas libélulas que revolotean a su alrededor. Si nos fijamos con
atención observamos que la pila tiene practicado en uno de sus extremos un
orificio de forma rectangular por donde fluye el agua a través de una rústica
canalización de madera en la que un pajarillo se ha posado con la clara
intención de beber. Fuera de su tradicional ámbito religioso estas tres mujeres
aparecen entregadas a labores más propias de los placeres sensuales y de la
instrucción infantil. Lo sacro y lo profano conviviendo en perfecta armonía en
un decorado encantador en contraste con la dura realidad del mundo.
Por lo que respecta a las tres figuras masculinas
del lado izquierdo, lo primero que salta a la vista son dos cosas: la actitud
meditabunda y descansada y la mayor precisión en el detalle de sus vestimentas.
Su identidad, al menos en dos casos, ofrece menos dudas y también su
significado. Las alas iridiscentes junto al mono oscuro a sus pies indican que
el personaje que apoya su rostro en una mano no puede ser otro que el arcángel
san Miguel. A su lado, también sentado, está san Jorge con el pequeño dragón
que yace muerto a su espalda. El significado no parece entrañar mayores
dificultades: los dos hombres derrotaron al mal y de ese modo hicieron del
mundo (simbolizado en el jardín) un lugar más agradable y seguro. Sin embargo,
la filiación del hombre de pie apoyado en el árbol (de nuevo un elemento
decorativo ideal más, fuera de proporción) sigue ofreciendo resistencia y aun a
día de hoy no hay acuerdo entre los estudiosos y especialistas. Yo, si se me
permite, me inclinaría por la opción de san Bavón, santo de gran predicamento
en Flandes y los territorios de Alsacia y Lorena, amante de la vida en los
bosques y de los pájaros, por lo cual se le considera patrono de la cetrería.
Detrás de sus piernas, picoteando en el tupido prado, se distingue un pájaro
negro así como podemos ver otro en la copa del árbol sobre el que se apoya.
Resulta significativo el detalle de que mientras
las mujeres actúan (incluida la Virgen), los hombres parecen meditar. Dejo la
observación aquí por si alguien estuviera interesado en tirar del hilo. Entre
ambos grupos, no obstante, se encuentra una mesa hexagonal de piedra blanca
sobre la que se han dispuesto, a cada lado de un paño asimismo blanco que la
cruza, una copa y un plato hondo con frutas en su interior y restos de otras
esparcidas a su vera. Tanto si son granadas como si son manzanas el simbolismo
cristiano resulta indiscutible. La mesa parece tener una doble función espacial
de hiato y diptongo a la vez, al actuar tanto de linde separadora como de nexo
de unión entre dos mundos: el femenino y el masculino. Además de ser soporte de
los alimentos sensuales en clara connivencia con los del espíritu como pueden
ser la música y la lectura del libro sagrado. Alianza de referencias profanas y
sacras que hacen de este jardín un lugar ambiguo: por un lado, Jardín del
Paraíso; por otro, Jardín del Amor. Jardín, por lo demás, ubérrimo, tratado al
estilo mille-fleurs tan popular en
los tapices y otras artes aplicadas de la Baja Edad Media. Pero aunque este
tratamiento fuera un recurso “idealizante”, tanto de la flora como de la fauna
no puede decirse que sean productos de la imaginación del pintor. Por el
contrario, las muchas flores que aparecen florecieron en los jardines
medievales: rosas, lirios, margaritas, violetas, alhelíes, claveles o peonías,
todas ellas presentes e identificables en esta obra y algunas cargadas de
simbolismo mariano, así como los numerosos y distintos pájaros e insectos: las
ya nombradas libélulas, las mariposas, el carbonero común, el petirrojo, el
martín pescador, el pinzón, el jilguero y así hasta un total de trece aves que
pueblan el jardín aportando encanto y placer visual a la escena.
Por último, recordar el pequeño formato de la
obra (26,3x 33,4 cm) que nos sugiere un encargo privado como imagen devocional
portátil, probablemente comisionada por una influyente y culta abadesa en la
medida en que el tema mariano fue muy solicitado a finales de la Edad Media por
abadías y conventos femeninos.
domingo, 26 de enero de 2020
El Salón de Té de Saeki Shunkô, 1936
El
Salón de té de Saeki Shunkô, 1936.
(una
aproximación a la pintura japonesa de la primera mitad del siglo XX)
Durante la primera
mitad del siglo XX el arte y la estética tradicionales de Japón se vieron
invitados a convivir con la cultura y
las formas de vida occidentales, lo que produjo una era de palpitante
modernidad en el país y la creación de una pintura, arquitectura, diseño y moda
de un muy singular estilo art-decó (recuérdese, sin ir más lejos, los numerosos
trabajos de Frank Lloyd Wright en diferentes lugares del Gran Imperio). De
hecho, desde principios de la década de 1920 hasta finales de los años 30 Japón
desarrolló una cultura de consumo que caló sin dificultad en las grandes ciudades
e hizo de sus habitantes usuarios deseosos de las nuevas tecnologías
extranjeras. Así, numerosas capitales fueron sometidas a intensas
remodelaciones urbanas y empezaron a presentar calles bulliciosas repletas de
los nuevos signos del confort urbano: grandes almacenes, estaciones de trenes y
autobuses, cafeterías, salones de baile o de té, cines, etc.
Ya desde el periodo
Meiji (1868-1912) se pueden distinguir dos grandes tipologías de pintura
japonesa: la nacional (nihonga),
ejecutada en tinta o a color sobre papel o seda y la pintura de estilo más
occidental (yôga), en óleo sobre
lienzo. No hace falta subrayar que el primer tipo de pintura fue considerado
allí un apoyo importante a la tradición vernácula mientras que el segundo se ha
relacionado con la modernidad extranjera. En cualquier caso, lo cierto es que a
partir del periodo Meiji el foco de influencia externa pasa de ser China,
paradigma tradicional del arte nipón, a ser Europa, que impondrá sus novedades
generando un enorme entusiasmo en el sector más “progresista” del mundo del
arte japonés. El ansia de aprendizaje es tal que, en muchas ocasiones, se llega
a una acrítica imitación de todo lo europeo, por ejemplo en el vestir; como lo
demuestra la novedosa combinación del paraguas europeo con el kimono
tradicional entre las mujeres.
Pero el entusiasmo
por lo occidental que marcó las primeras décadas de la era Meiji fue pronto
sustituido por una reacción antagónica que lideraron el historiador y crítico
de arte Okakura Kakuzô y el erudito en historia del arte nipón Ernst Fenollosa
(por cierto, de origen español), promotores del estilo “nihonga” y, por tanto, empeñados en una revalorización de lo autóctono
como recreación de un estilo japonés antitético a Occidente y “lo moderno”.
Grandes espacios vacíos, énfasis en la línea del dibujo, rígida geometría como
matriz generadora de la composición y personajes de un hieratismo algo
aurático, en el sentido benjaminiano, serían sus rasgos distintivos.
No será hasta 1907,
con la creación del “Buten” (Academia Oficial de Arte Japonés), bajo la tutela
del Ministerio de Educación, que los dos grupos artísticos (nihonga y yôga) alcancen una especie de pacto de cohabitación que, de facto, supondrá el inicio de un
proceso de síntesis entre ambos. De esta manera, a lo largo de la era Taishô
(1912-1926) van a convivir los dos estilos sin recelar demasiado del contagio
mutuo. No obstante, fue el estilo yôga (promovido
por el Estado) el que predominó en estos años e hizo que muchos artistas
adoptaran técnicas propias de impresionismo y el postimpresionismo europeos.
Por una serie de
razones económicas, políticas y sociales (que ahora no es momento de
desarrollar) la vida artística de Japón se vio profundamente alterada en el
siguiente periodo Shôwa, en especial en los años que van desde 1926 a 1945,
etapa marcada por un creciente militarismo que se intensificó a partir de los
años 30. La atmósfera se fue enrareciendo no solo por los efectos de la Gran
Depresión de 1929 (muy virulentos en Japón) sino por una serie de factores
políticos y militares que desembocaron en la hecatombe atómica del 45. Son
estas circunstancias las que explican el amplio eco, en los ambientes
intelectuales y artísticos de esos años, del movimiento cultural “Retorno a
Japón”, inspirado en el famoso poema de homónimo título de Hagiwara Sakutaro (Nihon e no kaiki), publicado en 1938 y
en el que se lamentaba de que sus compatriotas se hubieran rendido al
consumismo y materialismo occidentales. Fue, en realidad, este poema
extremadamente influyente el que sirvió a los nostálgicos de un Japón
tradicional una metáfora oportuna y adecuada para expresar sus vagos anhelos de
una vuelta a las esencias. En paralelo, la política cultural de los sucesivos
gobiernos de esta década se propuso revitalizar ese mismo sentimiento y optó
por eliminar de las exposiciones y muestras artísticas oficiales cualquier
signo de hedonismo o liberalismo asociados a muchas obras de arte del anterior
periodo Taishô, lo cual allanó el camino para el sistema de producción oficial
del arte de guerra en los años posteriores. Ahora, un pintor como Yukihiko
Yasuda (1884-1978), quizá el más excelente de los pintores “nihonga”, pasara a
convertirse en el artista ejemplar del movimiento “Retorno a Japón”. Líneas muy
marcadas capaces de crear espacios planos y bidimensionales serían el sello
distinguible del estilo de Yasuda, primitivo, espiritual y convenientemente
alejado del arte occidental, que adolece de un ilusionismo pretendidamente
científico.
No obstante, fuera
del alcance de este estilo nostálgico, una serie de pintores, entre los que
destaca, Tsuchida Bakusen (1887-1936) siguieron frecuentando los lenguajes
visuales vanguardistas, tanto en el estilo como en la temática. En este
sentido, resulta muy reveladora la tendencia surgida a finales de los años 20
que celebraba la modernidad incorporando al campo pictórico tradicional del
estilo “nihonga” temas significativamente modernos, en concreto, mujeres
vestidas a la europea en actitudes asimismo “modernas” (moga). Muchas de estas pinturas, deudoras de las estéticas art-decó
y Bauhaus, se interesan en retratar objetos como automóviles, telescopios o
mobiliario moderno. “Salón de té” que la pintora Saeki Shunkô realiza en 1936
(y que reelaborará en otra versión tres años después) es un logrado ejemplo de
este nuevo estilo “maquinista”. Dos camareras de salón de té con el cabello
corto y ondulado (signo “moga” por
antonomasia) aparecen ataviadas con uniformes idénticos de estilo occidental (falda
larga y chaquetilla corta en doble pico y abotonada). Parecen posar, con las
bandejas de acero inoxidable medio ocultas detrás de sus faldas, en una actitud
entre cauta y servicial. Aunque se observan ligeras variaciones en sus poses
(la del flequillo de campana muestra los dos brazos al completo al tiempo que
retira con discreción la pierna derecha hacia atrás) ambas se nos presentan
como réplicas. Como si hubiesen sido capturadas en una instantánea, se
enfrentan al espectador de pie frente a una barra de bar y junto a un gran macetero
de cemento blanco que contiene unas vistosas cintas. Detrás, dividiendo buena
parte del enorme espacio vacío del fondo, un estante de forja alberga varias
macetas con cactus de distintas especies. La solería romboidal, los bordes
angulares de las plantas y las formas ovoides de las caras y las faldas dotan
de armonía geométrica a la composición y subrayan el interés de la artista por
la estética modernista. La propia colocación de las dos figuras,
ostensiblemente descentradas, es sin duda otro signo de modernidad que invita
al espectador a la sugerencia de un protagonismo compartido. No son tanto ellas
como el propio espacio, el salón de té con su sofisticada decoración, lo que
Saeki Shunkô ha querido –y sabido- representar de una manera delicada y moderna
a la vez.
Suscribirse a:
Entradas (Atom)