“Il
trovatore”, ¿un de Chirico metafísico?
Il trovatore. Óleo sobre lienzo, c 1958 |
Nada resultaría
desconcertante en esta obra, por lo demás tan manifiestamente dechiriquiana, si
no fuera porque, como afirman los especialistas, fue pintada hacia finales de
los años cincuenta y no en el segundo decenio del siglo XX, como a simple vista
parece querer demostrar.
A simple vista
decimos, porque si la comparamos con dos de sus más emblemáticos cuadros de ese
decenio con los que tanto tiene, en principio, que ver ( “El profeta” de 1915 y
“Héctor y Andrómaca” de 1917) una diferencia sustancial la singulariza de forma
incontestable: la opulenta calidad de la materia pictórica que ahora utiliza
como un clásico, a la manera del virtuoso pintor que hace tiempo decidió
regresar a los seguros amores del oficio. ¿De qué otro modo sino entender la
gracia casi aérea del inconfundible maniquí armado, la osada maestría en los
contrastes de color entre fondo y figura, el sutil juego de luces y sombras, la
fina pincelada que arrebata al ensamblaje corporal delicadísimos reflejos de
luz, la oblicua lisura de las sombras arrojadas en el suelo, el aire limpio de
la escena?
Cierto es que todo
indica que estamos ante uno de los mejores cuadros metafísicos de Giorgio de
Chirico, pero solo si aceptamos que lo ha pintado un de Chirico absolutamente
comprometido con la ciencia de la pintura tal y como la entendían los viejos
maestros.
Es de sobra
conocido el episodio de la tan cacareada por la crítica apostasía del pintor de
su juvenil etapa metafísica, apostasía, dicho sea de paso, siempre desmentida
por el propio artista (ver página 217 de sus “Memorias de mi vida” en la que
afirma sin ambages no haber repudiado de ninguna manera dicha etapa, y añade:
“yo no he tenido ni primer, ni segundo, ni tercer, ni cuarto estilo; siempre he
hecho lo que he querido hacer, desentendiéndome por completo de las habladurías
y de las leyendas creadas a mi costa por personas envidiosas e interesadas”).
En realidad, el
origen de la mistificación de su pretendido repudio obedece a un empeño absurdo
y malevolente de Breton y sus adláteres surrealistas que, dolidos por la pronta
deserción de de Chirico, no se cansaron de ridiculizar su posterior evolución
artística hasta el extremo pueril de contraprogramar sus exposiciones
individuales parisinas con la exhibición de obras “ortodoxamente metafísicas”
del pintor que obraban en poder del mismísimo Breton en calidad de
coleccionista de arte.
Lo que nunca quiso
entender ni estuvo dispuesto a aceptar el círculo más vehementemente
surrealista fue que la evolución personal y artística de de Chirico no puede
resolverse como un simple cambio de estilo sino, como muy bien supo ver
Maurizio Calvesi, el crítico italiano que con mayor finezza lo ha estudiado, como un completo cambio de paradigma
poético y de visión del mundo.
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