La serpiente de bronce, óleo sobre tela, 2015 |
La pintura de
Antonio Montalvo nos traslada a un mundo sin tiempo, a una acronía vaga que
termina por desdibujar también los mismos límites del espacio. La visión de sus
cuadros impone entonces el silencio del desconcierto y, en todo caso, nos
obliga a bajar la voz y refrenar el paso por unos terrenos para los que no hay
mapas.
Montalvo es un
superdotado bisbiseador de historias únicas, cautelosas y reservadas, con
principio y fin en el propio lienzo, y ante las cuales conviene estar siempre
un poco precavidos. Su realismo es una máscara y también una coraza: disfraza
de posible lo que, en verdad, es imposible y con él se protege de la fatuidad
de su tiempo. Sus cuadros suelen ser lecciones de cultura y en todos acecha una
ligera advertencia.
En este, por
ejemplo, de tan bíblico título, toma prestado un relato del Antiguo Testamento
que el lienzo apoyado frente al desnudo sedente manifiesta a las claras y sin
ninguna reserva. Una bella copia de un fragmento del gran cuadro que Anton van
Dyck pintara sobre idéntico asunto. Dios castiga a su pueblo por su poca fe
enviándoles serpientes venenosas y Moisés termina por salvarlo levantando una
vara con una serpiente de bronce a modo de antídoto redentor. Quien la mire se
salva. Sin embargo, no parece ser ése el caso de la figura desnuda de espaldas,
herida en el costado quizá por mordedura, que bien por desconocimiento o bien
por incredulidad no solo no mira al ídolo metálico sino que agacha la cabeza
hasta hacerla desaparecer por detrás de sus hombros y así nos oculta su
identidad y su derrota.
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