viernes, 17 de octubre de 2025

Tres meditaciones en torno a la obra de Paco Lara-Barranco

 



El ejercicio de biografiarse a través de procedimientos artísticos no supone necesariamente la búsqueda concienzuda de lo que podríamos llamar rasgos idiosincráticos sino también la voluntad de practicar una representación o autorrepresentación subjetiva, condicionada y, hasta cierto punto, azarosa. El artista sabe mejor que nadie de la eficacia de la extimidad1 como oportuno conector con lo íntimo de cada uno debido a su natural tendencia a producir subjetividad. Una subjetividad que no solo la construye nuestro yo sino que se reconoce asimismo en la forma en que nos relacionamos con los demás. Lo íntimo resulta entonces paradójicamente significativo por la necesidad de revelarlo al otro. A fin de cuentas, la extimidad se regula en un constante juego de equilibrios entre las cosas que queremos expresar –y no sabemos muy bien cómo- y aquellas que desearíamos, en cambio, silenciar, pero terminamos por exhibir sin remedio.

Hacer sentir a los otros lo que uno siente no es tarea fácil, quizá porque ni siquiera uno sabe nunca a ciencia cierta lo que, en el fondo, desea expresar y cuánto menos lo que los otros inferirán de lo expresado. Todo lo que el artista puede esperar es acaso compartir una cierta resonancia de sus genuinas emociones en el ánimo del que contempla su obra. En proyectos como Georges Pompidou, Carpe Diem o A través del tiempo (todos aproximaciones al “binomio arte=vida” como bien los llama el propio artista) Paco Lara-Barranco desarrolla una particular poética de la existencia, en línea con lo que artistas como On Kawara o Roman Opalka comenzaron a hacer en los años sesenta del pasado siglo, cuya evidente carga conceptual queda oportunamente aliviada por el despliegue de posibilidades imaginativas que terminan por hacer de la experiencia vivida del tiempo algo cuya propia secuencialidad convierte en enigmático.

Si nos detenemos por un instante en su serie de autorretratos (proyecto A través del tiempo, comenzado el 11 de junio de 1994 y en curso hasta su muerte) nos daremos cuenta de que esa larga serie de fotografías se concibe no tanto como una forma seriada de reproducir la apariencia física de cada día cuanto como una sucesión de espejos donde el yo puede proyectarse en evolución. Se trataría así de intentar capturar el ser llamado Paco Lara-Barranco (un ser vitalmente problemático) y no la máscara bajo la que se esconde dicho ser. Es algo inevitable: en el autorretrato –y más cuando se trata de un archivo- ocurre que al observarte como sujeto terminas por convertirte en objeto de tu propia observación. Y de la observación surge el análisis y la reflexión.

Al ver en perspectiva la obra de PL-B nos salen al encuentro cuestiones tales como ¿qué significa que una persona se convierta en artista de su propia vida?, ¿de qué y cómo sirve el arte a la vida? o ¿en qué circunstancias podemos considerar la posibilidad de tomar la vida como génesis de una producción artística? En este sentido, me gustaría rescatar aquí unas palabras que M. Foucault pronunció en una conversación que mantuvo en la Universidad de Berkeley con dos colegas suyos:

Vale la pena recordar en nuestra sociedad la idea de que la principal obra de arte que hace falta cuidar, la zona a la que con mayor esmero se deben aplicar valores estéticos es a uno mismo, a la propia existencia (…) La existencia es la manera primera más frágil del arte humano, pero es también su dato más inmediato”.2

Creo que el cometido al que se refería Foucault no es otro que el intentar escribir la historia de la existencia como arte y como estilo. En otras palabras, considerar la vida como una suerte de síntesis ético-estética de la creación de uno mismo, una actitud vital consistente en vivir la vida con una poderosa conciencia de cuanto sea posible elaborar con ella, a partir de lo inmediato, de lo recibido e incluso de los imprevistos y azares que en ella acontecen.

Para un artista de voluntad autopoietica –y P L-B lo es- el deseo tanto de experimentar procedimientos y materiales como de desarrollar ideas hace que se conviertan en poco eficaces las convenciones, las rutinas y las reglas del arte pues tanta o más importancia adquiere todo aquello que sucedió en el proceso vital y artístico de la elaboración de la obra como la obra conclusa y lista para su exhibición. Hay, por lo demás, una curiosa y significativa aspiración en gran parte de la producción artística de P L-B –me refiero específicamente a sus proyectos- derivada de intentar hallar lo permanente en lo efímero y pasajero, una aporía a la que solo el arte puede enfrentarse con ciertos visos de acuerdo puesto que solo en su territorio el trivial discurrir de las horas y los días cobra algún sentido metafísico susceptible de poder ser compartido, pues no de otra manera soportaríamos el irreparable paso del tiempo que todo lo cancela.





Aun siendo cierto que la obra de arte es el resultado de la ejecución de una idea o proyecto, una de las características principales de la modernidad es subrayar el factor procesual, la capacidad para integrar en él lo azaroso y lo imprevisto. Así, entre proyecto (más o menos pre-visto) y proceso (más o menos im-previsible) la obra artística se debate en un escenario que hace de ella un producto ni del todo teleológico ni del todo perfecto. En esto, por cierto, tampoco el trabajo artístico se diferencia mucho del resto de las cosas que dependen del hombre.

Por otra parte, desde la modernidad más temprana las estrategias artísticas más aplaudidas se han opuesto de forma sistemática a los presupuestos establecidos del virtuosismo técnico, las habilidades manuales y a cualquier norma aceptada de los modelos históricos precedentes. En definitiva, niegan a lo estético su supuesta posición dominante y, por consiguiente, intentan rebajarlo por distintas vías: a través del sabotaje de toda destreza3, del recurso a la iconografía suburbial o infantil o a través de la utilización de procedimientos y materiales explícitamente no artísticos.

Bajo estos presupuestos habría que acercarnos a los dibujos diarios que componen, por ejemplo, el proyecto Carpe Diem, unos dibujos de modesta aspiración y de factura casi automática donde los elementos iconográficos se repiten: formas espirales, una tromba, la huella dactilar o el número secuencial del propio dibujo. Y es que lo definitorio del artista no es tanto la pericia en el saber hacer, para lo cual bastaría con ser un buen técnico o artesano, sino saber hacer a la manera propia. Y no necesariamente aportando un plus de originalidad –que también- sino abundando en aquello que lo hace singular y auténtico. Imbricar vida y obra en un mismo destino implica contraer una responsabilidad con lo vivido, es decir, dar la cara por lo que se hace y por lo que se es con lo que se hace. Una actitud vital y artística que parece sostener lo más significativo de la producción artística de P L-B.


Como “autobiografía visual seriada” el corpus artístico de P L-B está atravesado por un irrebatible carácter meditativo. Un carácter que invita, por tanto, a una narrativa lenta y al que el formato secuencial le viene como anillo al dedo. Ya sean fotografías, dibujos o numerales pintados su disposición seriada invita a la contemplación pausada, a un recorrido visual moroso en el que a fuerza de repetir formatos y motivos el ánimo del espectador queda como en suspenso, en una suerte de embeleso, como en una letanía.

Es evidente que para aquellos artistas que operan con el tiempo y la memoria el archivo resulta un recurso no solo atractivo sino también muy provechoso. En el mundo del arte el interés por el archivo cobra una enorme importancia a partir de mediados del pasado siglo. Artistas ya mencionados como On Kawara o Roman Opalka y otros como Andy Warhol, Ed Ruscha, Sol Lewitt o el mismo Gerard Richter han hecho de la idea de archivo un modus operandi con el que poder expresar asuntos de distinta índole pero siempre como si de una memoria externa se tratara. Una memoria que permite, en ciertos casos, recuperar y reinterpretar el pasado y, en otros, registrar el presente de una manera más o menos notarial. En concreto, en el arte conceptual la apelación a la biografía ha supuesto, en numerosas ocasiones, un auxilio para el artista atrapado en el círculo vicioso de los juegos conceptuales. Así, no resulta extraño que muchos artistas hayan intuido en el factor autobiográfico una alternativa válida para su necesidad de inventariar no solo su propia vida sino también los distintos modos de vivirla. El trabajo con la memoria, actividad ligada sin remedio al tiempo, lleva aparejado, de alguna manera, el concepto de archivo, entendido éste como una especie de aditamento mnemotécnico apropiado para preservar y ordenar los recuerdos.

Me gustaría señalar aquí, a modo de nota breve, la importancia, en este sentido, de un precedente tan emblemático como el Atlas Mnemosyne4 de Aby Warburg. Planteado como archivo visual y temático el Atlas de Warburg invoca por medio de cientos de imágenes aleatorias la idea de la historia como recuerdo. Mnemosyne, la titánide que personifica la memoria, delega en el montaje del propio Warburg la capacidad de descubrir un nuevo enfoque de la cultura occidental a través de una sucesión de imágenes sugestivamente interconectadas.

De una manera similar P L-B, desde muy temprano, parece haber decidido erigirse en archivero de su propia vida y, por consiguiente, del tiempo que la va conformando. Y así como en el Atlas de Warburg lo más significativo no era la historia del arte sino la manera en que ésta se leía, en la obra de P L-B, aun siendo de naturaleza manifiestamente autobiográfica, lo importante no es el contenido de la vida (de la que poco se trasluce) sino la manera de escenificarla, de organizarla en proyectos seriados, de archivarla, en definitiva.

Fijémonos, en este sentido, en uno de sus proyectos en curso, Doble Tiempo, donde conjuntos de cuatro líneas verticales y una diagonal que las cruza, hechas de tiza blanca sobre papel de lija, aluden metafóricamente al tiempo vivido y contado a la manera en que el preso lo vive y lo cuenta en su prisión.

Esas líneas existenciales, días sin fecha pintados, nos recuerdan que, al final, solo somos el tiempo que hemos vivido por mucho que el tiempo –esa entelequia humana- permanezca imperturbable a nuestras maneras de contarlo.





                                                                            Francisco L González-Camaño


1 Neologismo utilizado por primera vez en 1958 por J Lacan en su seminario “La ética del psicoanálisis”. Contra lo que pudiera parecer, debido al mal uso que los medios de comunicación han hecho de él al convertirlo en antónimo de “intimidad” y prácticamente sinónimo de “exhibicionismo”, extimidad alude al aspecto más íntimo de la personalidad, a aquello que siendo íntimo y familiar se convierte a la vez en algo radicalmente extraño y, por tanto, irreconocible para el propio sujeto.

2 Foucault, M., Más allá del Estructuralismo y la Hermenéutica. Dreyfus H. L. y Rabinow P. Ediciones Nueva Visión, Buenos Aires, 2001.

3 En este sentido, es de justicia traer aquí el término deskilling que utiliza por vez primera el artista conceptual Ian Burn en su ensayo de 1981 “The Sixties: Crisis and Aftermath. Or the memoirs of an Ex-Conceptual Artist”, con el significado de “pérdida de habilidades manuales”.

4 Obra de obligada referencia del erudito del arte, historia y filosofía Aby Warburg, alemán de nacimiento. En un conjunto de grandes paneles Warburg colocó un sinfín de imágenes a través de las cuales se creaba todo un circuito de conexiones y diálogos rara vez vistos por estudiosos anteriores. Con ello intentó contar de una manera asociativa la historia de la memoria de la civilización europea.

Silencio y Presencia en el paisajismo de Rocío Cano

 

Gran loma en otoño



El célebre adagio Natura Artis Magistra (la naturaleza es la maestra del arte) puede resultar muy conveniente para ciertas especialidades del ámbito de las ciencias naturales en las que la representación objetiva del fenómeno natural es imprescindible, en cambio resulta inaplicable al paisaje como tema o motivo artísticos. “En un paisaje no hay nada que comprender, se nos presenta vacío de razón” decía Ruskin en uno de sus textos más conocidos1.

El paisaje, está claro, no es la naturaleza sino, en todo caso, la elaboración personal de un artista a partir de lo que ve y siente después de haber contemplado un cierto lugar en la naturaleza o la imagen de ese o cualquier otro lugar. En la pintura de paisaje el artista, en realidad, accede a la naturaleza gracias a una operación estética. Es más, podríamos decir que el paisaje alcanza la plenitud de su sentido únicamente por medio de esa re-creación artística o estética. Hemos aprendido, por tanto, a ver conscientemente el paisaje a través de la mirada del artista. Y es muy probable que, en términos históricos, esta relativamente nueva manera de experimentar el paisaje haya acabado por articular una moderna vinculación del ser humano con la propia naturaleza que, al menos, desde los primeros albores del Romanticismo podrá ser vista como una entidad anímica o emocional, a veces de resonancias épicas o sublimes (recuérdense los paisajes de Friedrich o de Frederic E. Church) y en otras ocasiones como una escenificación del deseo o la nostalgia (Arnold Böcklin, Degouve de Nuncques o nuestros Anglada Camarasa o Modest Urgell).

Pero hay otra manera de ver el paisaje, una manera, digamos, mucho más mediterránea que en Andalucía y en el levante español cuajará con unos rasgos muy característicos. Paisajes de naturaleza calma, de luz clara, casi analítica, de grandes espacios vacíos y composición armónica, paisajes poco enfáticos, que no buscan el patetismo o el drama, si acaso una discreta ligazón con el misterio simple de las cosas. Paisajes en los que el artista trata de articular una respuesta emotiva de baja intensidad capaz de maridar la precisión óptica con la sensación de vaguedad ambiental. Una visión idiosincrásica de afrontar el género que aquí, en la Baja Andalucía y, en general, en la Andalucía marítima una destacada pluralidad de pintores ha mantenido viva y en permanente renovación desde algunos pioneros como Emilio Ocón, Sánchez Perrier o José Lafita hasta destacadas figuras de nuestro tiempo del nivel de Joaquín Sáenz, Carmen Laffón, Félix de Cárdenas, Carmen Bustamante o Daniel Bilbao. Pues bien, Rocío Cano pertenece con toda justicia a esta tradición de paisajistas andaluces que, desde presupuestos estrictamente contemporáneos, sigue actualizando el paisajismo y haciendo de él un motivo artístico ineludible más allá de las modas y las tendencias pasajeras. Junto a compañeros de generación como Eduardo Millán o Jorge Gallego, entre otros, R C practica un realismo desacomplejado y versátil, de impecable factura y tan adecuado para las amplias panorámicas como para los pequeños formatos en ajustados encuadres. Es la suya una pintura de fuerte base compositiva, donde el dibujo previo cobra una papel muy destacado como planificador de un cierto orden geometrizante y la utilización del color, siempre medida y matizada, queda supeditada al resultado del juego de pesos y contrapesos de los volúmenes que se despliegan por la propia superficie de la obra. Y con esas armas se acerca a un género sin fecha prevista de caducidad. Son los suyos unos paisajes huérfanos de presencia humana pero en los que la huella del hombre queda rubricada en forma unas veces de cultivo (viñas y cepas de la campiña jerezana o esteros de la bahía de Cádiz) y otras, por medio de edificaciones aisladas o vistas urbanas de carácter más panorámico (casas y naves salineras, molinos de río o caseríos de Conil, Cádiz o la misma Sevilla).

Ya lo hemos dicho: el paisaje no existe sin alguien que lo mire o, al menos, que lo pueda imaginar. No así la Naturaleza, que es autónoma y existe independientemente del afán y la voluntad humanas. Berkeley lo sentenció en una suerte de aforismo concluyente: Esse es percipi o, lo que es lo mismo, ser es ser percibido. El paisaje es, así, otro fenómeno de la conciencia y hay tantos paisajes como maneras de percibirlos. Un poco más arriba apuntamos ya las principales líneas de actuación de R C a la hora de enfrentarse a la pintura de paisaje. El modo, en cambio, en que ella lo percibe, lo interioriza y lo hace suyo en el lienzo o en el papel lo podemos deducir a la vista de los cuadros, acuarelas, dibujos y apuntes que en esta exposición nos acompañan y que cubren un significativo periodo de su, digamos, recién estrenada madurez artística (2017-2025).


Viña en abril


Lo primero que llama nuestra atención es la cercanía emocional entre la artista y su motivo. Pareciera que solo pintara aquello que en verdad le concierne. Lugares que de tanto frecuentarlos se han hecho paisajes amigos, viejos conocidos a los que gusta, de vez en cuando, volver a visitar: la campiña de su ciudad, las playas del verano, la capital donde estudió y se formó como artista, el parque natural donde se siente libre, sola y, sin embargo, unida a una naturaleza cuya presencia la estremece. Lo que vemos cobra, de este modo, la peculiar dimensión de un diario íntimo en el que la artista va incorporando imágenes que son el correlato de auténticas experiencias vividas. Es la sensación que un lugar o un objeto le producen la raíz del trabajo de R C, lo que de veras la estimula a recrear dicho lugar u objeto, a veces alla prima y otras muchas, de una manera más detenida y en el estudio. Precisamente eso que Cézanne llamaba “la petite sensation” y sin la cual se hace prácticamente imposible insuflar expresividad a la materia.

Hay un segundo aspecto que me gustaría destacar en el paisajismo de la artista y es eso que yo llamaría “la virtud de pureza”, es decir, el protagonismo absoluto del género que no precisa del auxilio de ningún otro elemento ajeno al propio paisaje. Recordemos por un momento a los llamados pintores impresionistas, casi todos ellos paisajistas par excellence, en cuyas obras, no obstante, el paisaje suele acoger actividades tales como meriendas y paseos campestres, baños en el río, regatas de verano o labores agrícolas, todas ellas de naturaleza humana. En este sentido, R C está mucho más cerca de un pintor como Joaquín Sáenz, con el que comparte asuntos y una cierta actitud estética, que con cualquiera de los pintores antes citados, padres del paisajismo moderno.

Agrupados en cuatro bloques temáticos: Campiña de Jerez, El Agua (marismas de San Fernando y riberas del Guadaira a su paso por Alcalá), Playas y Vistas Urbanas, los paisajes de R C nos recuerdan nuestro precario destino como humanos, el hecho de ser tan poca cosa frente a lo creado. No hay, pese a todo, angustia ni retórica del vacío. El presunto sentimiento de soledad o la eventual invitación a la meditación quedan compensados por la contagiosa alegría de pintar, por ese raro gozo que la pintora sabe transmitir cuando se coloca frente al motivo y lo recrea.

No quiero dejar de señalar, como tercer apunte, un detalle que a menudo pasa desapercibido en la pintura de paisaje y que en el caso de nuestra artista cobra todo su sentido: el hecho de que un paisaje es un lugar. Un lugar que al hacerse paisaje se convierte inmediatamente en interesante. Para un pintor hay lugares interesantes y lugares sin interés. Y la diferencia no depende de la importancia de los hechos acontecidos en él o de la terrenal belleza de su enclave. El artista lo elegirá por alguna secreta razón afectiva, y en el proceso de pintarlo logra desposeerlo del anonimato y salvarlo del olvido. Los lugares que elige R C son, por lo general, corrientes, discretos, incluso triviales (casas ruinosas, humedales anónimos, claros de bosque, vistas de azotea, llanuras de cepas y viñedos), desde luego en las antípodas del pintoresquismo. Sin embargo, al hacerlos paisaje, al interiorizarlos como algo que en verdad le interesa, no solo los describe sino -y esto es lo importante- los dota de emoción y significado. Es a R C a la que vemos a través de sus paisajes pues el paisaje no existe por sí mismo sino solo como emanación del artista que lo elige y lo revela. Nosotros somos el paisaje.

Por último, no quisiera dejar de ponderar la prodigiosa destreza de R C como acuarelista. Conocida es la dificultad de la técnica de la acuarela que no permite apenas corrección o arrepentimiento y que obliga al artista a trabajar deprisa en condiciones muchas veces precarias, especialmente si son del natural. Los dibujos y apuntes a la acuarela que R C presenta en esta exposición poseen tal desenvoltura y sutileza que parecen realizados para el propio deleite de la autora. Parajes de Doñana como La Rocina, el Coto del Rey y La Plantera o viñedos jerezanos que son siempre captados como al vuelo pero, a la vez, de límpida factura. Íntimos, expresivos, elegantes, hechos siempre sobre el terreno, los boscajes y celajes de pincelada barrida o al toque de R C vuelven a contagiarnos esa profunda emoción del pintor ante el descubrimiento de su motivo. El justo emplazamiento de los espacios vacíos, el uso creativo de la mancha, la mesurada utilización del color, la voluntad de sugerir más que de describir o la misma determinación en no insistir en acabar la composición dejan meridianamente claro el talento y la profunda experiencia que R C ha adquirido con los años en el ejercicio de saber expresar tantas cosas con los medios precisos, señal inequívoca de una madurez que esta exposición viene a corroborar.


Humedal




                                                                                    Francisco L González-Camaño



1Ruskin, John, Los Pintores Modernos. El paisaje, Valencia, Prometeo, 1913, p. 8


Joaquín Delgado en su casa.

 



Uno de los propósitos, yo diría, radicalmente nobles del arte es reconciliarnos con el mundo. Y conseguirlo no a través de la sociología, la denuncia política o las distintas filosofías al uso, sino gracias a la transmisión de placer que produce la reflexiva contemplación de la naturaleza. En estos casos es evidente que el artista no reflejará el mundo tal como es -¿y cómo es el mundo?-sino como quisiera que fuese, tal como lo imagina su anhelo de concordia o hermandad. Ni hostil ni indiferente, antes bien, pleno de significado.

Lo que Joaquín Delgado pinta no es un río evaporándose en un océano, ni un horizonte marismeño, ni tan siquiera el lento menudeo de una bajamar. Lo que J D pinta, en realidad, es el mundo que conoce, una experiencia, al cabo, vital y estética que cruza toda su vida, desde la infancia hasta su contemporánea madurez. Téngase en cuenta, a este respecto, el contexto social y las condiciones personales en que esta serie de obras fueron creadas. Al inicio de la pandemia el artista se retira a la casa familiar de La Jara, en Sanlúcar de Barrameda, y en la soledad y el silencio de esos interminables días sin afán vuelve a reencontrarse consigo mismo en medio de esa Arcadia que nunca abandonó del todo. Es entonces cuando decide empezar a pintarla, y la recobra. La visión diaria de un paisaje así, de una naturaleza en perpetuo estado de gracia, no solo es capaz de determinar un tema sino, lo que es más sustancial, un estado del espíritu. Son las suyas -y esto no debe olvidarse- imágenes del paraíso, de un paraíso abierto, cercano y en permanente movimiento por la mansa rotación de los diferentes ciclos naturales. Y todo ello el pintor ha sabido llevarlo al lienzo.

Cuando hace dos o tres años vi, en su estudio sevillano, por primera vez uno de estos cuadros en lo primero que reparé fue en la técnica. Una manera de operar que aparentemente lo emparentaba con Seurat. Sin embargo, lo que en Seurat era, sobre todo, interés por construir una nueva gramática científica de la visión, en J D se convierte más bien en una especie de desplazamiento de su propia sensibilidad. Imprime al trabajo sobre el lienzo un ritmo lento, una parsimonia creativa, muy en consonancia con su característica forma de ser y estar en el mundo. Y para ello nada más útil que esa pincelada individualizada, ordenada y analítica, que ya no está interesada en reproducir los detalles inmediatos de la naturaleza sino, por el contrario, en hacernos sentir que algo más profundo y más sólido que la apariencia emerge en nuestra consciencia.

Es el tempo, un concepto, en origen, musical el más apropiado para revelarnos el temperamento de estos paisajes sanluqueños. Paisajes de tempo lento, adagios visuales articulados con voluntad de calma, o más propiamente, de templanza. Del modo en que se recita un mantra o una letanía, la visión de las imágenes de J D nos ayudan a calmar la mente y a sintonizar con lo que quiera que llamemos espíritu. En ese sentido, trascienden el género mismo de paisaje para convertirse en auténticos emblemas del alma.

Heredero, de algún modo, del Simbolismo J D ha hecho del Guadalquivir a su paso por La Jara, cuando ya no es propiamente río sino más bien agua difusa a punto de disolución, síntesis de una melancolía vital. El asunto importa, pues no por casualidad ese concreto paisaje de estuario ha acompañado al artista a lo largo de su vida, pero aún importa más lo que de símbolo contiene: la convencida apuesta por una naturaleza inocente, sin mancha humana, plena de significado y capaz de reconciliarnos con el mundo. Y, de paso, con nosotros mismos.






                                                                                                              Francisco L. González-Camaño