HEINRICH
CAMPENDONK, VERSO SUELTO
Hombre y Animal en la Naturaleza,óleo sobre lienzo, c 1915 |
Conocí a Heinrich
Campendonk gracias a un delincuente. No sé si han oído hablar de Wolfgang
Beltracchi, probablemente el pintor alemán vivo que más dinero ha ganado con el
arte en el último siglo, después de Anselm Kiefer, naturalmente.
A finales de 2010 un
escalofrío de terror recorrió la espina dorsal de las más reputadas casas de
subasta europeas y las mejores colecciones públicas y privadas de medio mundo
al saberse que una considerable cantidad de cuadros de artistas como André
Derain, Max Ernst, Max Pechstein, Fernand Leger o Raoul Dufy eran simples
–aunque inspiradísimas- falsificaciones. El tal Beltracchi llevaba casi 40 años
esmerándose en reproducir presuntas obras maestras supuestamente desaparecidas
de una colección que los nazis habrían requisado a un rico marchante judío en
los años 30. Y debió de esmerarse mucho y muy bien porque en ese tiempo logró
amasar una fortuna de más de 50 millones de euros, lo que, por otra parte,
viene a confirmar no solo la escasa honorabilidad de Beltracchi sino la muy
deficiente profesionalidad de las casas de subasta y departamentos de arte
contemporáneo de muchos museos de postín. Lo cierto es que hasta que un ligero
error en el uso de una pintura blanca con un componente de titanio –que, por
cierto, no venía mencionado en la etiqueta del tubo- imposible de encontrar en
el mercado hasta bien entrada la década de los treinta lo traicionó, el
brillante falsificador había decidido resucitar,
también, varios cuadros de Heinrich Campendonk, un compatriota suyo desalojado
de la Academia de Düsseldorf por las “camisas pardas” en 1933 y del que yo,
hasta la fecha, nada sabía. No descarto haber visto alguna obra suya entre los
muchos museos que visité en un lejano viaje a la Suiza germana cuando aún era
estudiante, y seguramente debí de ver la única tela suya que tiene el museo
Thyssen de Madrid, pero ya se sabe que cuando uno es tan joven se fija más en
los nombres conocidos que en los que están por conocer. Y así fue como, hasta
hace unas semanas, yo vivía ufanamente ajeno a la obra de Heinrich Campendonk.
Calle de mi pueblo, óleo sobre lienzo, 1919 |
Como digo, su nombre me
llamó la atención por ser el único que no conocía de la larga lista de los
pintores agraviados por el diestro Beltracchi. Y decidí entonces ponerme a
investigar. Lo primero que consulté fueron los volúmenes que sobre arte alemán
del siglo XX tengo en casa. En “La
pittura tedesca” de Roberto Salvini no encontré ni una palabra, ni la más
velada alusión a Campendonk. En “German
art of the twentieth century”, exhaustivo catálogo que los especialistas
Werner Haftmann, Alfred Heutzen y William Lieberman hicieron para el MoMa de
Nueva York, solo encontré tres breves menciones y todas ellas aprovechaban una
lista de pintores adscritos a Der Blaue
Reiter para hacer bulto con su nombre. Así de lacónico. Y ni una sola
reproducción suya en una obra, por lo demás, profusamente ilustrada. Más suerte
tuve con el primer tomo de “Arte del siglo XX” que Taschen editó en español en
2005, en el cual Karl Ruhberg, comisario de exposiciones y exdirector del
fabuloso museo Ludwig de Colonia, al menos tuvo la consideración de dedicarle
un párrafo en el que, dicho sea de paso, lo despacha con un conjunto de frases
hechas y sin demasiados miramientos.
El grabador, óleo sobre lienzo, 1924 |
Y ¿por qué? Me pregunto
¿por qué toda esta reiterada indiferencia, incluso por parte de los suyos,
hacia un artista que a mí me parece tan interesante, tan atractivo y tan
reconfortante?
Adscrito desde sus
orígenes al círculo de Der Blaue Reiter
a través de su amistad personal con August Macke, Campendonk me parece el más
independiente de entre todos los artistas expresionistas renanos, hasta el
punto de que su obra no respira nada bien en esa compañía. Influido, sin duda,
en su juventud por la abrupta pincelada y el color ardiente de un Van Gogh y
por el modelo formal del protocubismo de un Cézanne, Campendonk se resiste, sin
embargo, a adoptar sus motivos. Parece preferir en cambio buscar la inspiración
para sus temas en el folklore popular de su tierra y en una visión idílica de
la Naturaleza que logre reconciliar al Hombre con el Mundo.
Al contrario de lo que
ocurre con Macke, los colores que emplea Campendonk son más fríos y las formas
más duras, mientras que la abigarrada escenografía de sus motivos parece flotar
en el espacio sin producir nunca sensación de caos sino, muy al contrario, de
sólida estructura bien construida. En sus obras de madurez este esquema
constructivo va derivando hacia un estilo más suave, flotante y calmado. Todo
esto también se refleja en las numerosas xilografías en blanco y negro que
empezó a hacer en 1916: el anhelo horaciano de armonía y sencillez de la vida
en el campo (“beatus ille”), el desnudo humano como correlato del desnudo
animal en la Naturaleza y, en definitiva, el sueño de reconciliación del Hombre
con un mundo siempre al borde del desastre (dos de sus mejores amigos murieron
en la Primera Guerra Mundial).
Jean Bloe-Niesté, grabado con toques de acuarela, 1921 |
Podría su visión, en este
sentido, parecerse a la de su correligionario Franz Marc si no fuera porque la
visión metafísica que de la unidad tenía Marc excluía, precisamente, a los seres humanos. Campendonk sigue
creyendo en el Hombre como criatura natural y esto quizá lo convierte a
nuestros ojos descreídos en un pintor un punto mágico y pastoril, a pesar de la
soledad y la melancolía que irradian sus figuras casi siempre frontales y como
congeladas, rasgo que lo distingue también de Chagall, con el que siempre se le
ha relacionado, a mi modo de ver con demasiada ligereza.
Perseguido en su propio
país por la turba nazi, se exilió primero en Bélgica y luego en Holanda, donde
tuvo que vivir escondido con su mujer durante la ocupación alemana. No quiso
jamás volver a su patria –y lo entiendo- porque ni su personalidad ni su
pintura son, lo que se dice, verdaderamente alemanas.
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