El bosque era mi
hogar. Yo vivía allí y me gustaba mucho. Siempre traté de mantenerlo limpio y
saludable y no podía evitar un gruñido de indignación cuando algún desaprensivo
o simplemente irresponsable perturbaba la paz que en él se respiraba. Un día
soleado, mientras recogía la basura dejada por unos excursionistas vociferantes
y especialmente maleducados, oí pasos. Eran unos pasos cortos y saltarines que
me parecieron los pasos de alguien feliz. Me escondí detrás de un alcornoque y
vi venir a una niña vestida de una forma muy divertida, toda en distintos tonos
de rojo, y con su cabeza cubierta, como si no quisiera enseñar el rostro, por
una especie de caperuza, por supuesto también roja. Naturalmente me puse en
guardia. Salí a su encuentro y le pregunté quién era, adónde iba, de dónde
venía y otras cosas así. La verdad, no me atreví a preguntarle por su
indumentaria, allá cada uno con lo que se pone… Me pareció un poco raro que me
contestara cantando y bailando que se disponía a ir a casa de su abuela con una
canasta llena de vituallas para el almuerzo. Como era tan desinhibida y natural
y no parecieron sorprenderle mis preguntas no puse objeción alguna a sus
respuestas. Me pareció una niña sincera aunque un poco singular. No tanto por
la ropa como porque me lo dijo todo cantando y bailando una cantinela que me
resultó graciosa. Al pronto decidió irse como si tal cosa, sin darme tiempo a
hacerle más preguntas ni a hilvanar conversación alguna. Eso ya no me pareció
la actitud más correcta en una niña, máxime cuando estaba en mi bosque y encima
con una canasta en la que decía que llevaba algo tan ridículo como vituallas.
Y, para colmo, vestida de esa guisa.
La dejé seguir su
camino pero por un atajo alcancé en un periquete la que me pareció era la casa
de su abuela de la que una chimenea echaba un claro humo. Cuando hube llegado
me encontré en el porche con una simpática viejita de lo más adorable con la
que enseguida supe que me llevaría bien. Le expliqué lo sucedido y ella acordó conmigo
que su nieta no había sido todo lo cortés que de su educación podía esperarse.
Dijo que una lección no le vendría nada mal. Decidimos entonces que ella se
ocultaría hasta que yo la llamara y sin pensárselo dos veces se escondió debajo
de la cama mientras yo me disfrazaba con sus ropas.
Cuando la niña
llegó la invité a entrar en el cuarto donde ya me encontraba acostado, vestido
de abuelita. La niña venía sonrojada y sudorosa y sin mediar saludo ninguno me
espetó algo desagradable acerca de mis grandes orejas. He sido insultado a
menudo por mi aspecto y no estaba dispuesto a estropear la escena por algo tan
tonto como un impulsivo comentario de mocosa, así que traté de ser amable y le
dije que mis grandes orejas me servían para oírla mejor. En el fondo, me atraía
la desenvoltura de la niña, tan franca y peripuesta a la vez, e hice un
esfuerzo por caerle bien. Pero ella hizo otra observación de lo más inadecuada
sobre mis ojos saltones. Me tengo por alguien paciente pero ustedes
comprenderán que empezara a sentirme algo incómodo. Era como si quisiera
provocarme, medirme de algún modo. Decididamente la niña tenía un bonito
aspecto pero me estaba empezando a hartar. Pese a todo, respiré dos veces y
fingiendo una sonrisa le contesté que mis ojos me servían para verla mejor. Y
los abrí si cabe un poco más, sólo para a ver si tomaba nota. La niña se acercó
a la cama sin apartar la vista de mi cara y con una mueca, que me pareció de
asco, hizo otro comentario de los suyos. Esta vez no pude resistirlo y me
encolericé. Siempre he sentido vergüenza de mis dientes pues me parecen
demasiado grandes e irregulares y por eso, quizá, los enseño tan poco. Pero esa
niña se permitió afirmar que, además de grandes, olían mal. ¡Y eso sí que no! Nunca
me ha olido el aliento. ¡Menudo soy yo para mi higiene bucal!
La niña era muy
desagradable. Sé que debía haberme controlado más, que era sólo una chiquilla,
pero salté de la cama y le gruñí, mostrándole muy de cerca mis feos dientes –toma, para que te
enteres- y le dije que eran tan grandes para comérmela mejor. Comprendo que se
lo dije airado, pero ni siquiera la toqué. Sin embargo, esa niña loca empezó a
correr y a chillar como una descosida alrededor de la habitación. Yo, asustado,
corría detrás de ella tratando de calmarla, pero como tenía puesta la ropa de
su abuelita no podía moverme bien. Así que me la quité. Y eso aun fue peor.
En esto que la
puerta se abre y aparece un leñador con un hacha enorme que seguramente había
sido alertado por el absurdo griterío de la histérica de la niña. Yo lo miré
desconcertado y al instante me di cuenta de sus malvadas intenciones y vi que
mi vida corría serio peligro. Salté como pude por la ventana más ancha y escapé
a toda prisa no sin antes maldecir el comportamiento de esa neurótica vestida
de rojo que podía haberme acarreado un final tan lamentable. Me gustaría poder
decirles que la historia acabó aquí, pero para mi desgracia la abuelita jamás
contó –dicen que perdió la cabeza- la verdad de lo sucedido, nuestro pacto. Y
así, no pasó mucho tiempo sin que se corriera la voz –ya saben cómo es la
gente- de que yo era un lobo peligroso y desalmado. Y me hicieron el vacío.
No sé qué habrá
sido de esa niña tan irritante y estrafalaria. Por lo visto nadie ha vuelto a
saber de ella. Pero lo más curioso es que tampoco nadie ha vuelto a tener
noticias del leñador de la enorme hacha. La gente dice cosas pero, qué quieren
que les diga, en realidad me importa un pito lo que les pueda haber pasado o lo
que puedan estar haciendo. Lo que sí sé es que yo, desde entonces, no he podido
volver a ser feliz.
Francisco
L. González-Camaño
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