viernes, 17 de octubre de 2025

Tres meditaciones en torno a la obra de Paco Lara-Barranco

 



El ejercicio de biografiarse a través de procedimientos artísticos no supone necesariamente la búsqueda concienzuda de lo que podríamos llamar rasgos idiosincráticos sino también la voluntad de practicar una representación o autorrepresentación subjetiva, condicionada y, hasta cierto punto, azarosa. El artista sabe mejor que nadie de la eficacia de la extimidad1 como oportuno conector con lo íntimo de cada uno debido a su natural tendencia a producir subjetividad. Una subjetividad que no solo la construye nuestro yo sino que se reconoce asimismo en la forma en que nos relacionamos con los demás. Lo íntimo resulta entonces paradójicamente significativo por la necesidad de revelarlo al otro. A fin de cuentas, la extimidad se regula en un constante juego de equilibrios entre las cosas que queremos expresar –y no sabemos muy bien cómo- y aquellas que desearíamos, en cambio, silenciar, pero terminamos por exhibir sin remedio.

Hacer sentir a los otros lo que uno siente no es tarea fácil, quizá porque ni siquiera uno sabe nunca a ciencia cierta lo que, en el fondo, desea expresar y cuánto menos lo que los otros inferirán de lo expresado. Todo lo que el artista puede esperar es acaso compartir una cierta resonancia de sus genuinas emociones en el ánimo del que contempla su obra. En proyectos como Georges Pompidou, Carpe Diem o A través del tiempo (todos aproximaciones al “binomio arte=vida” como bien los llama el propio artista) Paco Lara-Barranco desarrolla una particular poética de la existencia, en línea con lo que artistas como On Kawara o Roman Opalka comenzaron a hacer en los años sesenta del pasado siglo, cuya evidente carga conceptual queda oportunamente aliviada por el despliegue de posibilidades imaginativas que terminan por hacer de la experiencia vivida del tiempo algo cuya propia secuencialidad convierte en enigmático.

Si nos detenemos por un instante en su serie de autorretratos (proyecto A través del tiempo, comenzado el 11 de junio de 1994 y en curso hasta su muerte) nos daremos cuenta de que esa larga serie de fotografías se concibe no tanto como una forma seriada de reproducir la apariencia física de cada día cuanto como una sucesión de espejos donde el yo puede proyectarse en evolución. Se trataría así de intentar capturar el ser llamado Paco Lara-Barranco (un ser vitalmente problemático) y no la máscara bajo la que se esconde dicho ser. Es algo inevitable: en el autorretrato –y más cuando se trata de un archivo- ocurre que al observarte como sujeto terminas por convertirte en objeto de tu propia observación. Y de la observación surge el análisis y la reflexión.

Al ver en perspectiva la obra de PL-B nos salen al encuentro cuestiones tales como ¿qué significa que una persona se convierta en artista de su propia vida?, ¿de qué y cómo sirve el arte a la vida? o ¿en qué circunstancias podemos considerar la posibilidad de tomar la vida como génesis de una producción artística? En este sentido, me gustaría rescatar aquí unas palabras que M. Foucault pronunció en una conversación que mantuvo en la Universidad de Berkeley con dos colegas suyos:

Vale la pena recordar en nuestra sociedad la idea de que la principal obra de arte que hace falta cuidar, la zona a la que con mayor esmero se deben aplicar valores estéticos es a uno mismo, a la propia existencia (…) La existencia es la manera primera más frágil del arte humano, pero es también su dato más inmediato”.2

Creo que el cometido al que se refería Foucault no es otro que el intentar escribir la historia de la existencia como arte y como estilo. En otras palabras, considerar la vida como una suerte de síntesis ético-estética de la creación de uno mismo, una actitud vital consistente en vivir la vida con una poderosa conciencia de cuanto sea posible elaborar con ella, a partir de lo inmediato, de lo recibido e incluso de los imprevistos y azares que en ella acontecen.

Para un artista de voluntad autopoietica –y P L-B lo es- el deseo tanto de experimentar procedimientos y materiales como de desarrollar ideas hace que se conviertan en poco eficaces las convenciones, las rutinas y las reglas del arte pues tanta o más importancia adquiere todo aquello que sucedió en el proceso vital y artístico de la elaboración de la obra como la obra conclusa y lista para su exhibición. Hay, por lo demás, una curiosa y significativa aspiración en gran parte de la producción artística de P L-B –me refiero específicamente a sus proyectos- derivada de intentar hallar lo permanente en lo efímero y pasajero, una aporía a la que solo el arte puede enfrentarse con ciertos visos de acuerdo puesto que solo en su territorio el trivial discurrir de las horas y los días cobra algún sentido metafísico susceptible de poder ser compartido, pues no de otra manera soportaríamos el irreparable paso del tiempo que todo lo cancela.





Aun siendo cierto que la obra de arte es el resultado de la ejecución de una idea o proyecto, una de las características principales de la modernidad es subrayar el factor procesual, la capacidad para integrar en él lo azaroso y lo imprevisto. Así, entre proyecto (más o menos pre-visto) y proceso (más o menos im-previsible) la obra artística se debate en un escenario que hace de ella un producto ni del todo teleológico ni del todo perfecto. En esto, por cierto, tampoco el trabajo artístico se diferencia mucho del resto de las cosas que dependen del hombre.

Por otra parte, desde la modernidad más temprana las estrategias artísticas más aplaudidas se han opuesto de forma sistemática a los presupuestos establecidos del virtuosismo técnico, las habilidades manuales y a cualquier norma aceptada de los modelos históricos precedentes. En definitiva, niegan a lo estético su supuesta posición dominante y, por consiguiente, intentan rebajarlo por distintas vías: a través del sabotaje de toda destreza3, del recurso a la iconografía suburbial o infantil o a través de la utilización de procedimientos y materiales explícitamente no artísticos.

Bajo estos presupuestos habría que acercarnos a los dibujos diarios que componen, por ejemplo, el proyecto Carpe Diem, unos dibujos de modesta aspiración y de factura casi automática donde los elementos iconográficos se repiten: formas espirales, una tromba, la huella dactilar o el número secuencial del propio dibujo. Y es que lo definitorio del artista no es tanto la pericia en el saber hacer, para lo cual bastaría con ser un buen técnico o artesano, sino saber hacer a la manera propia. Y no necesariamente aportando un plus de originalidad –que también- sino abundando en aquello que lo hace singular y auténtico. Imbricar vida y obra en un mismo destino implica contraer una responsabilidad con lo vivido, es decir, dar la cara por lo que se hace y por lo que se es con lo que se hace. Una actitud vital y artística que parece sostener lo más significativo de la producción artística de P L-B.


Como “autobiografía visual seriada” el corpus artístico de P L-B está atravesado por un irrebatible carácter meditativo. Un carácter que invita, por tanto, a una narrativa lenta y al que el formato secuencial le viene como anillo al dedo. Ya sean fotografías, dibujos o numerales pintados su disposición seriada invita a la contemplación pausada, a un recorrido visual moroso en el que a fuerza de repetir formatos y motivos el ánimo del espectador queda como en suspenso, en una suerte de embeleso, como en una letanía.

Es evidente que para aquellos artistas que operan con el tiempo y la memoria el archivo resulta un recurso no solo atractivo sino también muy provechoso. En el mundo del arte el interés por el archivo cobra una enorme importancia a partir de mediados del pasado siglo. Artistas ya mencionados como On Kawara o Roman Opalka y otros como Andy Warhol, Ed Ruscha, Sol Lewitt o el mismo Gerard Richter han hecho de la idea de archivo un modus operandi con el que poder expresar asuntos de distinta índole pero siempre como si de una memoria externa se tratara. Una memoria que permite, en ciertos casos, recuperar y reinterpretar el pasado y, en otros, registrar el presente de una manera más o menos notarial. En concreto, en el arte conceptual la apelación a la biografía ha supuesto, en numerosas ocasiones, un auxilio para el artista atrapado en el círculo vicioso de los juegos conceptuales. Así, no resulta extraño que muchos artistas hayan intuido en el factor autobiográfico una alternativa válida para su necesidad de inventariar no solo su propia vida sino también los distintos modos de vivirla. El trabajo con la memoria, actividad ligada sin remedio al tiempo, lleva aparejado, de alguna manera, el concepto de archivo, entendido éste como una especie de aditamento mnemotécnico apropiado para preservar y ordenar los recuerdos.

Me gustaría señalar aquí, a modo de nota breve, la importancia, en este sentido, de un precedente tan emblemático como el Atlas Mnemosyne4 de Aby Warburg. Planteado como archivo visual y temático el Atlas de Warburg invoca por medio de cientos de imágenes aleatorias la idea de la historia como recuerdo. Mnemosyne, la titánide que personifica la memoria, delega en el montaje del propio Warburg la capacidad de descubrir un nuevo enfoque de la cultura occidental a través de una sucesión de imágenes sugestivamente interconectadas.

De una manera similar P L-B, desde muy temprano, parece haber decidido erigirse en archivero de su propia vida y, por consiguiente, del tiempo que la va conformando. Y así como en el Atlas de Warburg lo más significativo no era la historia del arte sino la manera en que ésta se leía, en la obra de P L-B, aun siendo de naturaleza manifiestamente autobiográfica, lo importante no es el contenido de la vida (de la que poco se trasluce) sino la manera de escenificarla, de organizarla en proyectos seriados, de archivarla, en definitiva.

Fijémonos, en este sentido, en uno de sus proyectos en curso, Doble Tiempo, donde conjuntos de cuatro líneas verticales y una diagonal que las cruza, hechas de tiza blanca sobre papel de lija, aluden metafóricamente al tiempo vivido y contado a la manera en que el preso lo vive y lo cuenta en su prisión.

Esas líneas existenciales, días sin fecha pintados, nos recuerdan que, al final, solo somos el tiempo que hemos vivido por mucho que el tiempo –esa entelequia humana- permanezca imperturbable a nuestras maneras de contarlo.





                                                                            Francisco L González-Camaño


1 Neologismo utilizado por primera vez en 1958 por J Lacan en su seminario “La ética del psicoanálisis”. Contra lo que pudiera parecer, debido al mal uso que los medios de comunicación han hecho de él al convertirlo en antónimo de “intimidad” y prácticamente sinónimo de “exhibicionismo”, extimidad alude al aspecto más íntimo de la personalidad, a aquello que siendo íntimo y familiar se convierte a la vez en algo radicalmente extraño y, por tanto, irreconocible para el propio sujeto.

2 Foucault, M., Más allá del Estructuralismo y la Hermenéutica. Dreyfus H. L. y Rabinow P. Ediciones Nueva Visión, Buenos Aires, 2001.

3 En este sentido, es de justicia traer aquí el término deskilling que utiliza por vez primera el artista conceptual Ian Burn en su ensayo de 1981 “The Sixties: Crisis and Aftermath. Or the memoirs of an Ex-Conceptual Artist”, con el significado de “pérdida de habilidades manuales”.

4 Obra de obligada referencia del erudito del arte, historia y filosofía Aby Warburg, alemán de nacimiento. En un conjunto de grandes paneles Warburg colocó un sinfín de imágenes a través de las cuales se creaba todo un circuito de conexiones y diálogos rara vez vistos por estudiosos anteriores. Con ello intentó contar de una manera asociativa la historia de la memoria de la civilización europea.

Silencio y Presencia en el paisajismo de Rocío Cano

 

Gran loma en otoño



El célebre adagio Natura Artis Magistra (la naturaleza es la maestra del arte) puede resultar muy conveniente para ciertas especialidades del ámbito de las ciencias naturales en las que la representación objetiva del fenómeno natural es imprescindible, en cambio resulta inaplicable al paisaje como tema o motivo artísticos. “En un paisaje no hay nada que comprender, se nos presenta vacío de razón” decía Ruskin en uno de sus textos más conocidos1.

El paisaje, está claro, no es la naturaleza sino, en todo caso, la elaboración personal de un artista a partir de lo que ve y siente después de haber contemplado un cierto lugar en la naturaleza o la imagen de ese o cualquier otro lugar. En la pintura de paisaje el artista, en realidad, accede a la naturaleza gracias a una operación estética. Es más, podríamos decir que el paisaje alcanza la plenitud de su sentido únicamente por medio de esa re-creación artística o estética. Hemos aprendido, por tanto, a ver conscientemente el paisaje a través de la mirada del artista. Y es muy probable que, en términos históricos, esta relativamente nueva manera de experimentar el paisaje haya acabado por articular una moderna vinculación del ser humano con la propia naturaleza que, al menos, desde los primeros albores del Romanticismo podrá ser vista como una entidad anímica o emocional, a veces de resonancias épicas o sublimes (recuérdense los paisajes de Friedrich o de Frederic E. Church) y en otras ocasiones como una escenificación del deseo o la nostalgia (Arnold Böcklin, Degouve de Nuncques o nuestros Anglada Camarasa o Modest Urgell).

Pero hay otra manera de ver el paisaje, una manera, digamos, mucho más mediterránea que en Andalucía y en el levante español cuajará con unos rasgos muy característicos. Paisajes de naturaleza calma, de luz clara, casi analítica, de grandes espacios vacíos y composición armónica, paisajes poco enfáticos, que no buscan el patetismo o el drama, si acaso una discreta ligazón con el misterio simple de las cosas. Paisajes en los que el artista trata de articular una respuesta emotiva de baja intensidad capaz de maridar la precisión óptica con la sensación de vaguedad ambiental. Una visión idiosincrásica de afrontar el género que aquí, en la Baja Andalucía y, en general, en la Andalucía marítima una destacada pluralidad de pintores ha mantenido viva y en permanente renovación desde algunos pioneros como Emilio Ocón, Sánchez Perrier o José Lafita hasta destacadas figuras de nuestro tiempo del nivel de Joaquín Sáenz, Carmen Laffón, Félix de Cárdenas, Carmen Bustamante o Daniel Bilbao. Pues bien, Rocío Cano pertenece con toda justicia a esta tradición de paisajistas andaluces que, desde presupuestos estrictamente contemporáneos, sigue actualizando el paisajismo y haciendo de él un motivo artístico ineludible más allá de las modas y las tendencias pasajeras. Junto a compañeros de generación como Eduardo Millán o Jorge Gallego, entre otros, R C practica un realismo desacomplejado y versátil, de impecable factura y tan adecuado para las amplias panorámicas como para los pequeños formatos en ajustados encuadres. Es la suya una pintura de fuerte base compositiva, donde el dibujo previo cobra una papel muy destacado como planificador de un cierto orden geometrizante y la utilización del color, siempre medida y matizada, queda supeditada al resultado del juego de pesos y contrapesos de los volúmenes que se despliegan por la propia superficie de la obra. Y con esas armas se acerca a un género sin fecha prevista de caducidad. Son los suyos unos paisajes huérfanos de presencia humana pero en los que la huella del hombre queda rubricada en forma unas veces de cultivo (viñas y cepas de la campiña jerezana o esteros de la bahía de Cádiz) y otras, por medio de edificaciones aisladas o vistas urbanas de carácter más panorámico (casas y naves salineras, molinos de río o caseríos de Conil, Cádiz o la misma Sevilla).

Ya lo hemos dicho: el paisaje no existe sin alguien que lo mire o, al menos, que lo pueda imaginar. No así la Naturaleza, que es autónoma y existe independientemente del afán y la voluntad humanas. Berkeley lo sentenció en una suerte de aforismo concluyente: Esse es percipi o, lo que es lo mismo, ser es ser percibido. El paisaje es, así, otro fenómeno de la conciencia y hay tantos paisajes como maneras de percibirlos. Un poco más arriba apuntamos ya las principales líneas de actuación de R C a la hora de enfrentarse a la pintura de paisaje. El modo, en cambio, en que ella lo percibe, lo interioriza y lo hace suyo en el lienzo o en el papel lo podemos deducir a la vista de los cuadros, acuarelas, dibujos y apuntes que en esta exposición nos acompañan y que cubren un significativo periodo de su, digamos, recién estrenada madurez artística (2017-2025).


Viña en abril


Lo primero que llama nuestra atención es la cercanía emocional entre la artista y su motivo. Pareciera que solo pintara aquello que en verdad le concierne. Lugares que de tanto frecuentarlos se han hecho paisajes amigos, viejos conocidos a los que gusta, de vez en cuando, volver a visitar: la campiña de su ciudad, las playas del verano, la capital donde estudió y se formó como artista, el parque natural donde se siente libre, sola y, sin embargo, unida a una naturaleza cuya presencia la estremece. Lo que vemos cobra, de este modo, la peculiar dimensión de un diario íntimo en el que la artista va incorporando imágenes que son el correlato de auténticas experiencias vividas. Es la sensación que un lugar o un objeto le producen la raíz del trabajo de R C, lo que de veras la estimula a recrear dicho lugar u objeto, a veces alla prima y otras muchas, de una manera más detenida y en el estudio. Precisamente eso que Cézanne llamaba “la petite sensation” y sin la cual se hace prácticamente imposible insuflar expresividad a la materia.

Hay un segundo aspecto que me gustaría destacar en el paisajismo de la artista y es eso que yo llamaría “la virtud de pureza”, es decir, el protagonismo absoluto del género que no precisa del auxilio de ningún otro elemento ajeno al propio paisaje. Recordemos por un momento a los llamados pintores impresionistas, casi todos ellos paisajistas par excellence, en cuyas obras, no obstante, el paisaje suele acoger actividades tales como meriendas y paseos campestres, baños en el río, regatas de verano o labores agrícolas, todas ellas de naturaleza humana. En este sentido, R C está mucho más cerca de un pintor como Joaquín Sáenz, con el que comparte asuntos y una cierta actitud estética, que con cualquiera de los pintores antes citados, padres del paisajismo moderno.

Agrupados en cuatro bloques temáticos: Campiña de Jerez, El Agua (marismas de San Fernando y riberas del Guadaira a su paso por Alcalá), Playas y Vistas Urbanas, los paisajes de R C nos recuerdan nuestro precario destino como humanos, el hecho de ser tan poca cosa frente a lo creado. No hay, pese a todo, angustia ni retórica del vacío. El presunto sentimiento de soledad o la eventual invitación a la meditación quedan compensados por la contagiosa alegría de pintar, por ese raro gozo que la pintora sabe transmitir cuando se coloca frente al motivo y lo recrea.

No quiero dejar de señalar, como tercer apunte, un detalle que a menudo pasa desapercibido en la pintura de paisaje y que en el caso de nuestra artista cobra todo su sentido: el hecho de que un paisaje es un lugar. Un lugar que al hacerse paisaje se convierte inmediatamente en interesante. Para un pintor hay lugares interesantes y lugares sin interés. Y la diferencia no depende de la importancia de los hechos acontecidos en él o de la terrenal belleza de su enclave. El artista lo elegirá por alguna secreta razón afectiva, y en el proceso de pintarlo logra desposeerlo del anonimato y salvarlo del olvido. Los lugares que elige R C son, por lo general, corrientes, discretos, incluso triviales (casas ruinosas, humedales anónimos, claros de bosque, vistas de azotea, llanuras de cepas y viñedos), desde luego en las antípodas del pintoresquismo. Sin embargo, al hacerlos paisaje, al interiorizarlos como algo que en verdad le interesa, no solo los describe sino -y esto es lo importante- los dota de emoción y significado. Es a R C a la que vemos a través de sus paisajes pues el paisaje no existe por sí mismo sino solo como emanación del artista que lo elige y lo revela. Nosotros somos el paisaje.

Por último, no quisiera dejar de ponderar la prodigiosa destreza de R C como acuarelista. Conocida es la dificultad de la técnica de la acuarela que no permite apenas corrección o arrepentimiento y que obliga al artista a trabajar deprisa en condiciones muchas veces precarias, especialmente si son del natural. Los dibujos y apuntes a la acuarela que R C presenta en esta exposición poseen tal desenvoltura y sutileza que parecen realizados para el propio deleite de la autora. Parajes de Doñana como La Rocina, el Coto del Rey y La Plantera o viñedos jerezanos que son siempre captados como al vuelo pero, a la vez, de límpida factura. Íntimos, expresivos, elegantes, hechos siempre sobre el terreno, los boscajes y celajes de pincelada barrida o al toque de R C vuelven a contagiarnos esa profunda emoción del pintor ante el descubrimiento de su motivo. El justo emplazamiento de los espacios vacíos, el uso creativo de la mancha, la mesurada utilización del color, la voluntad de sugerir más que de describir o la misma determinación en no insistir en acabar la composición dejan meridianamente claro el talento y la profunda experiencia que R C ha adquirido con los años en el ejercicio de saber expresar tantas cosas con los medios precisos, señal inequívoca de una madurez que esta exposición viene a corroborar.


Humedal




                                                                                    Francisco L González-Camaño



1Ruskin, John, Los Pintores Modernos. El paisaje, Valencia, Prometeo, 1913, p. 8


Joaquín Delgado en su casa.

 



Uno de los propósitos, yo diría, radicalmente nobles del arte es reconciliarnos con el mundo. Y conseguirlo no a través de la sociología, la denuncia política o las distintas filosofías al uso, sino gracias a la transmisión de placer que produce la reflexiva contemplación de la naturaleza. En estos casos es evidente que el artista no reflejará el mundo tal como es -¿y cómo es el mundo?-sino como quisiera que fuese, tal como lo imagina su anhelo de concordia o hermandad. Ni hostil ni indiferente, antes bien, pleno de significado.

Lo que Joaquín Delgado pinta no es un río evaporándose en un océano, ni un horizonte marismeño, ni tan siquiera el lento menudeo de una bajamar. Lo que J D pinta, en realidad, es el mundo que conoce, una experiencia, al cabo, vital y estética que cruza toda su vida, desde la infancia hasta su contemporánea madurez. Téngase en cuenta, a este respecto, el contexto social y las condiciones personales en que esta serie de obras fueron creadas. Al inicio de la pandemia el artista se retira a la casa familiar de La Jara, en Sanlúcar de Barrameda, y en la soledad y el silencio de esos interminables días sin afán vuelve a reencontrarse consigo mismo en medio de esa Arcadia que nunca abandonó del todo. Es entonces cuando decide empezar a pintarla, y la recobra. La visión diaria de un paisaje así, de una naturaleza en perpetuo estado de gracia, no solo es capaz de determinar un tema sino, lo que es más sustancial, un estado del espíritu. Son las suyas -y esto no debe olvidarse- imágenes del paraíso, de un paraíso abierto, cercano y en permanente movimiento por la mansa rotación de los diferentes ciclos naturales. Y todo ello el pintor ha sabido llevarlo al lienzo.

Cuando hace dos o tres años vi, en su estudio sevillano, por primera vez uno de estos cuadros en lo primero que reparé fue en la técnica. Una manera de operar que aparentemente lo emparentaba con Seurat. Sin embargo, lo que en Seurat era, sobre todo, interés por construir una nueva gramática científica de la visión, en J D se convierte más bien en una especie de desplazamiento de su propia sensibilidad. Imprime al trabajo sobre el lienzo un ritmo lento, una parsimonia creativa, muy en consonancia con su característica forma de ser y estar en el mundo. Y para ello nada más útil que esa pincelada individualizada, ordenada y analítica, que ya no está interesada en reproducir los detalles inmediatos de la naturaleza sino, por el contrario, en hacernos sentir que algo más profundo y más sólido que la apariencia emerge en nuestra consciencia.

Es el tempo, un concepto, en origen, musical el más apropiado para revelarnos el temperamento de estos paisajes sanluqueños. Paisajes de tempo lento, adagios visuales articulados con voluntad de calma, o más propiamente, de templanza. Del modo en que se recita un mantra o una letanía, la visión de las imágenes de J D nos ayudan a calmar la mente y a sintonizar con lo que quiera que llamemos espíritu. En ese sentido, trascienden el género mismo de paisaje para convertirse en auténticos emblemas del alma.

Heredero, de algún modo, del Simbolismo J D ha hecho del Guadalquivir a su paso por La Jara, cuando ya no es propiamente río sino más bien agua difusa a punto de disolución, síntesis de una melancolía vital. El asunto importa, pues no por casualidad ese concreto paisaje de estuario ha acompañado al artista a lo largo de su vida, pero aún importa más lo que de símbolo contiene: la convencida apuesta por una naturaleza inocente, sin mancha humana, plena de significado y capaz de reconciliarnos con el mundo. Y, de paso, con nosotros mismos.






                                                                                                              Francisco L. González-Camaño

martes, 24 de septiembre de 2024

José Luis Mauri, una vida pintada.

 Este pasado domingo concluyó la exposición antológica que la ciudad de Sevilla por fin le dedicó a uno de sus pintores más singulares, José Luis Mauri. Algo más de tres meses donde el visitante -muy numeroso por cierto- pudo comprobar la calidad y la originalidad de un pintor que lleva más de 60 años en ejercicio y al que siempre se le ha resistido el más que merecido reconocimiento público por causas absolutamente ajenas a sus méritos como artista. 

El texto que a continuación pueden leer es mi contribución al aparato crítico del catálogo que se ha publicado con ocasión de la muestra. Me hace muy feliz que el artista haya podido estar presente en este tan justo homenaje.


MAURI, UNA VIDA PINTADA


“Me gustaría que en mis cuadros sólo brillara la pintura, están llenos de ganas de pintar, de la alegría de pintar”

                                                                                                                                José Luis Mauri


                                            El artista viendo su obra

Si hay algún pintor que nunca ha estado en la carrera ese ha sido José Luis Mauri. Su absoluta falta de interés por promocionarse en el estamento artístico, la temprana y larga dedicación a la labor docente así como su particular bonhomía han contribuido, sin duda, a que la importancia de su obra haya pasado injustamente desapercibida para la historiografía artística. En este sentido, cabe recordar lo que un crítico de arte tan ponderado y atento como José Ýñiguez , abundando en la escasa fortuna crítica de Mauri, aseveraba en un artículo de prensa publicado en 2003 con motivo de una de las últimas exposiciones individuales del artista: “José Luis Mauri es uno de esos artistas necesitados urgentemente de revisión para una mejor valoración de su obra (…) Nadie parece dudar de que Mauri ocupa un lugar en la historia del arte sevillano, pero a estas alturas todavía no sabemos, ni tenemos datos para poder saberlo, cuál es su verdadero lugar en la misma”1.

Estoy seguro de que esta exposición, así como la que se celebró en el Museo de Alcalá de Guadaira en 2012 (de la que yo mismo fui su comisario) vienen a coincidir, en última instancia, en parecidas intenciones: poner a José Luis Mauri en su sitio. Y precisamente al respecto de aquella amplia muestra alcalareña traía a colación muy atinadamente el historiador del arte Fernando Martín unas palabras de otro crítico, José Roca, dedicadas al pintor catalán Santiago Rusiñol de quien decía: “sabe pintar lo que ve y sentir lo que pinta”2; dos cualidades que, en efecto, el profesor Martín observa perfectamente acopladas asimismo en la figura de Mauri. Vida y obra, obra y vida han ido, en el caso de nuestro pintor, desde siempre de la mano, apoyándose una en la otra y enriqueciéndose mutuamente. Una vida larga y una obra prolífica que a sus 92 años, y en plenas facultades pictóricas, no deja de crecer.

Nace Mauri el 16 de diciembre de 1931 en el seno de una familia asentada en Sevilla pero no de raíces sevillanas. Su abuelo paterno era un catalán de Palamós, de espíritu empresarial y actitud resuelta, que decide ir nada menos que a Australia a ampliar el negocio familiar del corcho. En la larga travesía conoce a una joven muchacha de Zaragoza, Isabel Benedicto, con el tiempo abuela del pintor, y en Melbourne se casan. De allí el matrimonio regresa a Sevilla ya con dos hijos y en la ciudad ven la luz ocho hijos más, entre ellos el padre de Mauri. Entre tanto el matrimonio compra La Pata del Caballo, una extensa finca de más de 6000 hectáreas en Escacena del Campo, próxima ya a los límites de la provincia sevillana, para seguir explotando el negocio de la saca del corcho que se enviaba a Australia. Una vez finalizada la Guerra Civil la familia decide deshacerse de la inmensa propiedad a excepción de la parte más cercana a Paterna, de nombre Los Carneros, donde el propio pintor pasará algunas temporadas desde niño, siendo estas las primeras ocasiones de contacto real con la naturaleza. Con los años, Mauri pintará en repetidas ocasiones diversos rincones y parajes de la finca, generalmente sobre cartón por lo cómodo y económico del soporte. Hasta hace muy poco ha conservado en su piso de Los Remedios uno de esos cartones de Los Carneros donde aparece su mujer, Araceli Alarcón, en compañía de su cuñada Mercedes, acomodadas ambas sobre unas mecedoras y protegidas a la sombra de unos altos eucaliptos.

José Luis Mauri Benedicto, padre del pintor, cambia las labores del campo por los quehaceres de la ciudad y, guiado por su hermano mayor, decide introducirse en el negocio de la importación de automóviles extranjeros en Andalucía, de tal modo que muchos de los Peugeot que circulaban por la Sevilla de los años treinta y cuarenta del pasado siglo los había vendido él. Hombre muy popular en la ciudad terminará casándose con una joven belleza de la buena sociedad jerezana, Enriqueta Rivero Dávila, a la que conoce en uno de sus viajes comerciales a Jerez. Así, la madre del pintor será hija también de otro conocido empresario, Joaquín María Rivero González, principal responsable de la expansión y éxito de la antigua compañía vinatera J.M. Rivero C Z.3 Mujer de refinada sensibilidad, hablaba con soltura inglés y francés y fue la persona que al reparar en la inclinación artística de su hijo le anima a tomar las primeras lecciones de dibujo y le regala una preciosa caja de acuarelas para hacerle más llevadera una convalecencia en cama con seis o siete años4; caja que Mauri conserva aún consigo y en perfecto estado de uso.



                                            
                                            Heliópolis, 1950


El matrimonio se instala en un chalet en las afueras de la ciudad, en el flamante barrio de Heliópolis, urbanizado pocos años antes, donde Mauri y sus cinco hermanos (otros dos murieron de forma prematura) pasan infancia, adolescencia y juventud. Después de un breve paso por el colegio de las Irlandesas (en el que estudiaban sus hermanas) Mauri es matriculado en el colegio Alfonso X el Sabio de la céntrica Plaza del Duque (una señorial casa sevillana propiedad de los Sancho Corbacho derribada en los años sesenta del pasado siglo como ocurriera con los palacios colindantes de los Sánchez Dalp y del marqués de Palomares para levantar la plúmbea mole de El Corte Inglés) y allí cursa hasta 5º de bachillerato.

Conviene destacar que en paralelo a sus últimos años escolares el joven Mauri recibe de unas vecinas de Heliópolis, las hermanas Lassaletta, oriundas de Jerez y amigas de la familia, clases particulares de dibujo y pintura. Recuerda el pintor sobre ellas: “tenían en su casa muchos grabados ingleses y a mí me hacían copiar algunos de ellos (…) me hacían que copiara hierbita por hierbita, cosa que me desesperaba (…) Te tengo que decir que estas señoras me exigían bastante más de lo que yo podía dar en aquel entonces de sí. Me hacían borrar muchísimo (…) Eran en eso muy inglesas”5. Hay que decir que las hermanas Lassaletta no eran, ni mucho menos, pintoras profesionales, sino las típicas aficionadas a la práctica del arte pero con mucho gusto y bastante talento. Amigas de la madre del pintor, seguramente fueron ellas las que le alentaron a, al menos, no frustrar en su hijo la vocación artística.

¡Y a fe que esas lecciones no cayeron en saco roto! Con apenas doce o trece años el joven aprendiz de pintor comienza a tomar por costumbre recortar láminas y reproducciones de cuadros y estampas de revistas ilustradas, tipo Blanco y Negro, para guardarlas en una carpeta con el fin de poder reunir su personal y portátil colección de pinturas, algunas de las cuales incluso llegaron a ser copiadas. El siguiente paso, una vez probadas sus capacidades y ejercitado en el adiestramiento de la copia, será el enfrentamiento directo con el objeto. Aprovechando los enseres domésticos que tiene más a mano, como algunos cacharros de cocina, el muchacho pergeña sus primeros bodegones, hoy casi todos ellos de muy difícil localización. Y cerrando el ciclo habitual del aprendizaje, la pintura del natural. Mientras disfrutaba de los meses de estío en una propiedad que unos tíos suyos (una hermana de su padre casó con José Mora-Figueroa Borrego) poseían en el pueblo de Conil de la Frontera un Mauri aún adolescente acomete una serie de paisajes de la población y sus alrededores (playas, huertas y vistas urbanas) asombrosamente precoces y que evidencian ya sus innatas y proverbiales dotes de paisajista. Diez pequeños óleos (9 de ellos en un panel políptico y el Chozo de Conil independiente) que por fortuna tenemos la oportunidad de disfrutar en esta muestra antológica. Ya digo, obras inaugurales de insólita madurez en las que se apuntan con claridad cuáles van a ser sus signos de identidad como pintor paisajista: pincelada expresiva a través de una vibrante ejecución llena de frescura, combinación del tono saturado junto al matiz cromático y un innato control de la composición. Pintados en el verano del 47 con 16 años, poco más de un año antes de entrar en la Escuela de Bellas Artes de Sevilla, estas obras serán su mejor carta de presentación en el mundo del arte y una declaración de principios estéticos inapelable.

    

                                             Paisajes de Conil. Políptico, 1947


Por aquellos años aún era posible matricularse en la Escuela sin haber terminado el Bachillerato. Mauri se presenta al examen de ingreso en la antigua sede de Gonzalo Bilbao y tiene que enfrentarse por primera vez a un dibujo de estatua al carboncillo del que a día de hoy aún se pregunta qué hizo para salir airoso. El resto, en comparación, fue pan comido: responder a una serie de benévolas cuestiones de cultura general6. Una vez en la Escuela el joven estudiante toma conciencia por primera vez de su inevitable destino como pintor y a él se consagrará con pasión y una constante perseverancia en el trabajo. Así lo recuerdan la mayoría de sus compañeros de promoción entre los que destacan nombres tan conocidos como Paco Cortijo, Jaime Burguillos, Carmen Laffón, Diego Ruiz Cortés o Ascensión Hernanz Catalina, con los que ha mantenido una fructífera y leal amistad hasta el final. Laffón, su compañera de estudios y amiga de por vida, lo describe de esta manera: “entusiasta, rebelde, trabajador infatigable, asumía cualquier novedad entregándose de lleno a ella (…) Nuestro exhaustivo horario de clases se le quedaba corto y continuaba pintando ya fuera de la Escuela paisajes por los que sintió y continua sintiendo una gran pasión, interpretándolos con soltura y libertad”7.

Un espíritu inquieto y ávido de novedades como el del joven Mauri no tenía más remedio que terminar sintiendo una cierta frustración por la rigidez y el academicismo excesivo del método de enseñanza imperante en aquella Escuela. El copiado rizo por rizo del dibujo de estatua impartido por José María Labrador le parecía demasiado árido y el insistente recurso al modelado en las clases de pintura de bodegón del profesor Ramón Monsalves, un tanto retórico8. No será hasta el segundo curso que el joven estudiante sienta que de verdad ha caído en el sitio correcto para aprender a ser pintor. El encuentro con el joven catedrático Miguel Pérez Aguilera resultará providencial no solo para la formación del novel estudiante sino para el propio acontecer vital de Mauri como persona.

Para comprender en su verdadera dimensión el impacto de ese encuentro habría que remontarse a los años finales de la década de los 40 y entrar en las aulas de aquella Escuela recién creada9. Cuando Pérez Aguilera llega de Madrid con unas flamantes oposiciones ganadas de manera brillante se encuentra con una Escuela carente de tradición en la enseñanza de las bellas artes. La docencia era forzosamente arbitraria y casi experimental toda vez que el cuadro de profesores estaba formado casi en su totalidad por artistas de diferentes disciplinas que llevaban pocos años dedicados a la enseñanza debido al escaso tiempo de vida de la propia Escuela. Cada profesor enseñaba según su criterio y capacidad. En concreto, en la clase de Dibujo del natural del segundo año Pérez Aguilera se encuentra con unos estudiantes acostumbrados al método pedagógico de su antecesor en el cargo, el profesor Félix Lacárcel: pequeños tableros sobre los que el alumno dibujaba en papel Ingres blanco de pequeño formato sentado en una banqueta. Los útiles de trabajo seguían siendo los mismos que se utilizaban en la asignatura de Dibujo de estatua del año anterior (lápiz de grafito asistido por difuminos y barras conté y alguna que otra goma de borrar) y la forma de concebir el dibujo, muy similar aunque ahora se tratara de enfrentarse a una figura viva. Figura que, por cierto, debía posar semidesnuda por no ofender la moral pública de la institución. Pérez Aguilera da un giro radical a todo esto y decide implantar su propia didáctica desconocida hasta la fecha en el ámbito académico sevillano. Retira las banquetas y hace sustituir los pequeños tableros por otros mucho más grandes que permitieran dibujar a tamaño natural; cambia el papel blanco por uno continuo de color gris al ser este un color más neutro, todo ello en aras de concebir el dibujo académico como una práctica de unos conocimientos técnicos previamente aprendidos y no como una “obra de arte”. Al mantener al alumno de pie le animaba a cierta movilidad de acción frente al modelo que ahora –y después de pedir permiso a la autoridad competente- posaba ya plenamente desnudo. Modelos a los que obligaba a adoptar poses, a veces, forzadas con el fin de que en clase se tomara conciencia de la existencia de una vida interior en el cuerpo objeto de análisis, una especie de psicología dentro de la anatomía. En definitiva, una nueva concepción del dibujo mucho más dinámica y científica en la que se intentaba evitar las líneas frías y estáticas que el alumnado traía incorporadas de la asignatura de Dibujo de estatua. Su método consistía básicamente en enseñar a través de las propias correcciones en clase, correcciones que completaba con disertaciones, aprovechando los descansos de los modelos, en las que hacía referencia a cuestiones que iban desde el análisis de obras de determinados artistas de vanguardia a documentación bibliográfica o incluso a su experiencia personal de visitante de museos, galerías y estudios de colegas de profesión como Vázquez Díaz o José Guerrero10.

Por todo ello no puede extrañarnos que no solo Mauri sino compañeros suyos, asimismo reconocidos pintores en el futuro, como Laffón, Cortijo, Burguillos o Ruiz Cortés vivieran la experiencia del magisterio de un profesor-artista de la talla de Pérez Aguilera como una verdadera revelación en sus vidas. Todos ellos conscientes de que asistir a sus clases era, además de un privilegio en aquellas circunstancias, una cosa muy seria, algo que de alguna manera te modificaba la visión de las cosas. El mismo Mauri lo expresa de una forma lapidaria: “yo no supe lo que podía dar de sí como estudiante hasta que llegué a la clase de Pérez Aguilera”11.

Con afecto y agradecimiento recuerda también el pintor a otros dos maestros de Bellas Artes, al paisajista onubense Sebastián García Vázquez y muy especialmente a Rafael Martínez Díaz, que llegó a la Escuela como catedrático de Paisaje y se interesó mucho en su evolución como pintor. Con él solían ir los alumnos a los jardines del Alcázar o a algún rincón pintoresco de Triana a pintar y será él, precisamente, quien le seleccione para la beca de Paisaje de Segovia. En aquel tiempo el Curso de Pintores Pensionados del Paisaje en el Monasterio de El Paular era la beca más prestigiosa de España en el ámbito de la pintura au plein air. Mauri llega allí en el verano del 53 en compañía de Carmen Laffón que se instala por su cuenta. El contacto con otros becados de distintas Escuelas como Lucio Muñoz, el noruego Olaf Hol, Cecilia Martín o el valenciano Luis Arcas Braumer fue muy estimulante para el sevillano que comprueba in situ las distintas maneras de afrontar los retos de la pintura del natural en unos parajes de montaña muy distintos a lo que hasta ese momento estaba acostumbrado. Las mañanas las dedicaban a buscar motivos interesantes en los alrededores del monasterio acompañados por Martínez Vázquez, director de los cursos y padre de Rafael Martínez Díaz, y las tardes solían quedar fuera del programa académico, pero Mauri y su amigo noruego las aprovechaban para seguir pintando o haciendo apuntes, a veces hasta dos cuadros el mismo día. El contacto con estos compañeros pensionados, sumado a la recomendación de Pérez Aguilera, resultó determinante para que Mauri se decidiera a trasladar su expediente a Madrid y poder terminar allí sus estudios universitarios.


                                                        Bodegón, 1958

En cualquier caso, cuando el estudiante de último curso llega a la capital de España lo hace ya con un cierto bagaje que le acredita como un prometedor artista en ciernes. En paralelo a sus años de estudiante en Sevilla Mauri despliega una intensa actividad artística que le llevará a posicionarse como uno de los miembros más destacados de la Joven Escuela Sevillana, grupo de pintores y escultores que se fraguó al amparo de una institución cultural tan importante en la Sevilla de aquellos años como fue el Club La Rábida. Dependiente del Consejo Superior de Investigaciones Científicas el Club compartía sede con la Escuela de Estudios Hispanoamericanos de la céntrica calle Alfonso XII haciendo uso de una de sus salas de la planta baja como espacio expositivo. En palabras de Francisco Morales Padrón, “el club fue otra acertada idea de Vicente Rodríguez Casado, que introdujo una actividad socio-cultural desconocida en una ciudad pacata y pueblerina”12, una especie de Salón de Refusés claramente alternativo al gusto oficial de la época.

En efecto, Rodríguez Casado y Florentino Pérez Embid se convertirán en dos importantes impulsores de la renovación del arte sevillano durante los años cuarenta y cincuenta13. Así, pintores que de otro modo no hubieran conseguido nunca exponer su obra en una ciudad tan refractaria a lo moderno como aquella Sevilla ven en el Club La Rábida la oportunidad de mostrar sin cortapisas sus particulares interpretaciones de la realidad con un espíritu más libre y sin la sofocante sujeción a la tradición decimonónica que imperaba en el resto de las instituciones. Y uno de ellos será, sin duda, José Luis Mauri, que llegará a ganar el premio La Rábida en su segunda convocatoria (1956). Tres años antes y con motivo del centenario del Círculo de la Amistad, el Liceo Artístico y Literario de Córdoba, tiene lugar una importante exposición colectiva en esa ciudad donde se exhibirán obras de artistas tan relevantes como Picasso, Dalí, Feito u Ortega Muñoz. Desde Sevilla el conjunto de obras que la representa pertenece en su mayor parte a la citada Joven Escuela Sevillana. Escuela de jóvenes artistas sobre la que, dicho sea de paso, Pérez Aguilera –que también participó con tres obras en dicha exposición- ejerció una notable influencia en su calidad de maestro y por su decidida apuesta por un nuevo enfoque estético de tipo más constructivo14. Junto a compañeros de generación como Antonio Milla, Ricardo Comas, Carmen Laffón, Ruiz Cortés o las hermanas Pepi y Loly Sánchez, Mauri presenta su primera obra (El caballito de cartón llevaba por título) en una exposición, en definitiva, de amplio alcance que quiso mostrar al público la pintura más novedosa que se estaba haciendo en el país.

Así pues, cuando Mauri llega a Madrid para terminar la carrera ya sabía lo que era exponer en una muestra de prestigio y en el haber llevaba obras tan significativas en su trayectoria como Heliópolis o el retrato de su hermana Isabelita, ambas de 1950. Madrid era otra cosa. Por ejemplo, Vázquez Díaz le llegó a dar clases de Pintura Mural, aunque por poco tiempo. Recuerda asimismo Mauri la figura de Joaquín Gurruchaga, su profesor de Historia del Arte, un hombre cultísimo que sabía de cine, arquitectura, poesía y otras muchas artes. Fue él quien los llevó de viaje de fin de carrera a París, a ver exposiciones y museos. Era su segundo viaje a la capital francesa pues ya había visitado la ciudad dos años antes, siendo estudiante en Sevilla, en compañía de Pérez Aguilera. Todo aquello, sumado a las constantes visitas al Museo del Prado y a distintas galerías de arte, no pudo por menos que ejercer una fructífera influencia en el ánimo del joven artista que siente cómo se renueva su poder de inspiración y lo aprovecha para pintar sin descanso en los parques y jardines de la ciudad, especialmente en El Retiro. Muchos de estos cartones, por cierto, fueron luego vendidos por la galería de Aurelio Biosca (la más prestigiosa del Madrid de la época) para decorar algunas estancias del Parador Nacional de los Reyes Católicos en Santiago de Compostela15.

En la Escuela de San Fernando tiene la oportunidad de coincidir con una serie de compañeros como Lucio Muñoz, Amalia Avia, Luis Feito o los hermanos escultores López Hernández, con el tiempo grandes artistas con estrechos vínculos de amistad entre ellos. Al principio, según confesión del propio pintor, a Carmen Laffón y a él no los recibieron especialmente bien: “los pintores sevillanos no gozaban de la mejor fama allí (…) En Madrid se consideraban, por decirlo así, más en la vanguardia. Nos veían en la tradición realista casi de Murillo. Y que seguíamos pintando gitanitas y pucheros”16. Pero por ironías de la vida cuando Mauri se presenta al premio de fin de carrera resulta que lo gana17. Un sevillano recién llegado a la capital arrebata el primer premio nada menos que a Antonio López. Aquello, imaginamos, debió de hacer revisar algunos tópicos y escocer, sin duda, algún que otro ego.

Con tan preciado galardón regresa Mauri a Sevilla y ese mismo año, entre diciembre del 54 y enero del 55, se suma como miembro de pleno derecho al II Salón de la Joven Escuela Sevillana donde compartirá espacio, entre otros, con Cortijo, Laffón, Comas, Santiago del Campo, las hermanas Sánchez o Ruiz Cortés. Con este último –uno de sus amigos más cercanos- repetirá exposición en las mismas salas del Club La Rábida también ese año. Asimismo en el Ateneo de Madrid pueden verse obras de Mauri con motivo de la exposición que se organiza en sus salas para comprobar el alcance de la renovación de la plástica sevillana que supuso la irrupción del grupo de la Joven Escuela. En marzo del 56 vuelve el pintor a presentar obra en el III Salon de la Joven Escuela Sevillana obteniendo en esta ocasión el prestigioso Premio La Rábida que se otorgaba como resultado de cada exposición18. Con la cuantía de dicho premio decide Mauri realizar un viaje por Italia. Y lo hará en vespa con su amigo Jaime Burguillos de acompañante. Una verdadera aventura de juventud que para Burguillos acaba pronto, en Génova, desde donde tiene que volver debido a los fuertes dolores de un cólico nefrítico. Mauri prosigue el viaje y visita Venecia, Rávena, Florencia, Siena, Asís y baja hasta Roma donde consigue un permiso especial para pintar en el Palatino y en el Foro Romano durante el mes de agosto del 57. No obstante, lo que con más emoción recuerda son los ciclos de frescos de Giotto, Simone Martini y Lorenzetti de la basílica inferior de Asís. De aquel periplo italiano en vespa (su padre y un tío suyo eran los representantes de la marca de motocicletas en Sevilla) el pintor regresó cargado de apuntes (en general a rotulador o tinta) y óleos sobre cartulina; cosas rápidas, impresiones tomadas casi al vuelo de paisajes y rincones pintorescos, de los que Italia está llena. Prácticamente todas esas carpetas fueron compradas casi al peso por el marqués de Murrieta que con toda seguridad aprovechó la ocasión para decorar oficinas y despachos de la nueva fábrica que Coca Cola abrió en Sevilla ese mismo año19.

Al poco de volver de Italia Mauri se hace con otro premio, el que otorgaba la Delegación de Información y Turismo en Sevilla en cuya sala de exposiciones había expuesto unos meses antes en una colectiva panorámica de la Joven Escuela Sevillana20. Con los estudios académicos terminados y ante la necesidad de seguir formándose de una manera más selectiva y libre el pintor se plantea su marcha a París, donde una serie de buenos amigos suyos ya estaban residiendo. En una larga carta colectiva firmada por Joaquín Meana, Jaime Pandelet, Pepe Soto y Luis Gordillo todos le animan a sumarse al grupo de los sevillanos parisinos. Meana le dice textualmente: “el color aquí es fantástico y a ti yo creo que te irá fantásticamente. Podrías hacer una versión de París tan buena o más que Utrillo”. Y Gordillo, el último en firmar, añade: “además aquí incluso puedes llegar a vender tus pinturas”21. Sin pensárselo dos veces el pintor le comenta la oportunidad a su pareja, Araceli Alarcón Luca de Tena, joven con inquietudes artísticas y literarias, y resuelven casarse para poder viajar juntos a la capital francesa. Se casan el 8 de septiembre de 1958 en la iglesia de la Santa Caridad y a los pocos días marchan, llenos de ilusión y expectativas, a París. Allí residirán por seis meses, los seis meses más intensos y aprovechados de una juventud aun sin ataduras.

Lo primero que hacen es matricularse en la Escuela Superior de Bellas Artes (Beaux Arts) gracias a lo cual pueden residir los seis meses juntos allí. En sus aulas tiene la oportunidad de recibir clases de Colorido del profesor Maurice Brianchon, célebre pintor especializado en decorados y vestuario para la Ópera y el Conservatorio de Música y Arte Dramático de París. Un hombre, en palabras de Mauri, “con unas ideas muy interesantes sobre el color y la decoración que me hicieron evolucionar bastante”22. En general la Escuela parisina no tenía nada que ver, en cuanto a procedimientos y pedagogía, con la formación que hasta el momento había recibido en Sevilla y Madrid. En paralelo, el joven Mauri decide, junto a su amigo y colega Joaquín Meana, entrar a dibujar en la mítica Académie de la Grande Chaumière donde el dibujo se concebía desde unos planteamientos mucho más libres23.

Aprovecha la ciudad, además, para entrar en contacto directo con las obras de aquellos pintores postimpresionistas que tanto admira: Bonnard, Matisse, Van Gogh y el mismo Utrillo, tan vinculado a la bohemia parisina y con el que el estilo de Mauri tiene, en aquel momento, cierta conexión. Todo invitaba a pintar y Mauri pintó bastante en París. Su paleta, entre tanto, se oscurece y su pincelada se desinhibe si cabe aún más y parece empastarse de pintura. En uno de esos cuadros parisinos, Calle de París, vemos precisamente la calle donde vivía, muy próxima a los Grandes Boulevares, la rue du Conservatoire, en donde el matrimonio alquiló una habitación en el Hotel Bayard. En esos meses el pintor llegó a establecer contacto con un galerista que le llegó a ofrecer montarle una exposición y gestionar las ventas de su producción a cambio de que se quedara en la ciudad al menos diez años. Mauri rechaza la oferta, entre otras razones, porque Araceli quedó embarazada y prefirieron que el primer hijo naciera en Sevilla. De esta etapa parisina el autor conserva apenas tres obras. Otras están en colecciones privadas y la Fundación Cajasol compró alguna para su colección.


                                            Quiosco, jardines del Alcázar de Sevilla, 1978

De vuelta en Sevilla, sin un proyecto concreto de carrera profesional, Mauri decide asociarse con su suegro en un negocio de lavado y engrase de automóviles hasta que un día, por azar, coincide con su amigo Enrique Roldán, quien acababa de abrir su galería La Pasarela24; éste le anima a dejar ese trabajo y labrarse un porvenir en la enseñanza. Así fue como el pintor, al que hasta ese momento no se le había ocurrido sacar ventaja alguna a su título de Bellas Artes, hace un rápido viaje a Madrid en busca de dicha titulación de la que ni siquiera estaba seguro de haber obtenido. Vuelve con su título y el de Carmen Laffón, que le había pedido ese favor, y al poco comienza a dar clases de Dibujo en distintos institutos de enseñanza media, primero en Puente Genil y al año siguiente en el Instituto Bécquer de Sevilla, en el que permanece dos cursos. Al tiempo que se entrega a su nueva tarea de enseñante Mauri colabora en estos primeros años de la década de los sesenta con algunos estudios de arquitectura para los que hace trabajos de pintura mural, cerámica y vidrieras en hormigón armado.

Mención aparte merece su inclusión, con poco más de 30 años cumplidos, en la muy relevante exposición 20 años de pintura española que itineró por todo el país en un intento de acercar al espectador una amplia selección de lo más significativo de la producción pictórica española contemporánea25. Mauri se codea entonces con figuras consagradas como Benjamín Palencia, Ortega Muñoz o José Guerrero y con pintores figurativos y abstractos más jóvenes, pero con una proyección importante ya en aquel momento, como Zóbel, Genovés o Canogar. Fue en la inauguración de aquella exposición (abril del 62) donde Benjamín Palencia, después de ver los paisajes de Mauri, le apremia a que deje Sevilla y se vaya a Madrid o al extranjero si quiere evolucionar con posibilidades reales de éxito comercial. El pintor, padre de tres hijos ya y muy vinculado a la ciudad por razones familiares y de sentimiento, opta por permanecer en ella y aprovechar las pocas oportunidades que aquí se le presenten. En febrero del 1964, por ejemplo, participa en una colectiva que organiza el arquitecto y coleccionista Federico Jiménez Ontiveros en su estudio de Los Remedios (Estudio A), Diez pintores sevillanos y el escultor Nicomedes26. Junto a Mauri cuelgan obras de Carmen Laffón, Paco Cortijo, Teresa Duclós, Cristóbal Aguilar o Pepe Soto. Otra apuesta decidida, esta vez de dimensiones más locales, por la renovación y los nuevos derroteros del arte contemporáneo. Pocos meses después el pintor tiene la oportunidad de presentar en Madrid su primera individual y lo hará en la prestigiosa galería Fortuny. Allí lo visita su antiguo profesor, el pintor Vázquez Díaz quien llegará a elogiar la intensa expresividad y la asombrosa capacidad de síntesis del paisajismo del joven pintor sevillano.

En su ciudad vuelve a exponer de manera individual en 1966 en la galería La Pasarela, epicentro de las nuevas corrientes del arte en la Sevilla de la segunda mitad de los sesenta. Presenta ahora una serie de retratos y paisajes de la periferia de la capital junto a unos pocos apuntes de pintura abstracta que gustaron tanto a Zóbel que terminó por comprárselos. Se establece ahí el inicio de una larga amistad entre ambos artistas a la que solo la muerte del pintor filipino 18 años después pondrá fin. Recuerda Mauri que rara era la vez que no se pasaba por el estudio que por aquel entonces compartía él con la pintora Pilar Mencos en la calle de la Pimienta del barrio de Santa Cruz, de paso a los jardines del Alcázar que tanto le gustaba a Zóbel pintar. Incluso acostumbraba a aparecer por sus clases de Dibujo en la Escuela para, como un alumno más, ponerse a dibujar del natural, con el consabido revuelo del alumnado, consciente de la fama y prestigio del pintor. “Me acuerdo ahora de que a los alumnos de la Escuela les decía en una especie de admonición piadosa, ´ustedes parece que pintan con cargo de conciencia. No dejan las cosas fluir, las atormentan. Hay que pintar con mucha más libertad`”27. Incluso en una ocasión, y haciendo honor a su legendaria generosidad, Mauri recuerda cómo el fundador del museo abstracto de Cuenca pagó de su bolsillo los autobuses para que el alumnado de los cursos que él impartía junto a su amiga y colega Carmen Laffón pudiera visitar dicho museo.

Y entramos de lleno ya en la que podríamos considerar etapa de asentamiento del artista que coincide con la bisagra temporal de los últimos años sesenta y el principio de los setenta. Dedicado a la enseñanza secundaria y sin dejar de exponer en diversas colectivas, incluidas las inevitables Exposiciones de Otoño y Primavera del Pabellón Mudéjar de Sevilla, Mauri es requerido por su antiguo y admirado profesor Pérez Aguilera para que le asista en una de sus dos cátedras de Dibujo. Corre el año 1971 y el número de alumnos matriculados en la Escuela empieza a ser de tal calibre que el catedrático jiennense no puede asumir tanto trabajo y le propone a su antiguo discípulo ser ayudante de cátedra. Mauri, padre ya de seis hijos, no se lo piensa dos veces y es así como decide dar el salto de la enseñanza secundaria a la universitaria. En el curso 71/72 se ve, de este modo, dando clase de Dibujo del natural en la Escuela donde se había formado veinte años atrás. Una tarea que, al principio, le abruma por su responsabilidad pero que, a la vez, le estimula intelectualmente y en la que pondrá todo su empeño y capacidad. Muy pronto la enseñanza del Dibujo pasa a convertirse en su segunda vocación que junto a la de pintor convivirán en él de forma natural hasta su jubilación en 1997. Tres años después y a instancias del propio Mauri, que se lo sugiere a su maestro, se incorpora como segunda profesora asistente Carmen Laffón. La colaboración de ese dream team de la enseñanza artística duró 6 cursos inolvidables (hasta el 81) que han quedado grabados en la memoria de prácticamente todos los alumnos que tuvieron el privilegio de coincidir con aquel extraordinario equipo docente. Pintores como Patricio Cabrera, Ricardo Cadenas o Juan José Fuentes (todos matriculados en esos años) coinciden en destacar lo importante que resultó para sus respectivas formaciones el haber podido asistir a las clases de aquel formidable equipo. De Mauri, en concreto, los tres convienen en destacar la cortesía y fineza con que corregía los trabajos del alumno así como su capacidad para acentuar las cualidades del color y la naturaleza expresiva de la línea.

Pero la reunión de unos profesionales tan brillantes y tan libres no podía sino terminar provocando ciertas suspicacias en un ambiente de fuerte endogamia como es el universitario y Laffón decide finalmente abandonar sus tareas académicas en 1981 para dedicarse con mayor compromiso al desarrollo de su propia obra. Mauri se queda, ya como profesor titular, y pocos años después, en 1985, tendrá la oportunidad de vivir en primera persona y como compañero de Departamento la jubilación de su querido maestro y mentor28.

Dos años después, y ante la necesidad de ser doctor para asegurarse la titularidad de su plaza en la Facultad, Mauri se ve en la necesidad de presentar una tesis doctoral y para ello elegirá al más sevillano de los pintores: Murillo. Y es que de alguna misteriosa manera Murillo le ha acompañado desde el principio de su vida. El pintor fue bautizado en la Capilla de San Antonio de la catedral hispalense frente al enorme cuadro del santo homónimo que pintara Murillo en 1656. Y rodeado de Murillos se casó veintiséis años después en la iglesia de la Santa Caridad. Así, predestinado a Murillo, Mauri dedica su tesis doctoral nada menos que a la Inmaculada niña, joya del barroco sevillano y una de las Inmaculadas más bellas de Murillo. Es la tesis de un pintor en ejercicio, no un trabajo académico de investigación historiográfica. En ella Mauri se centra en el análisis de la estructura compositiva y en la temperatura de color del cuadro. Y en ambos aspectos concluye que Murillo se muestra como un consumado maestro.


                                            Paisaje de campiña, s/f


Excuso decir que junto a su labor docente el pintor sigue saliendo a pintar, en ocasiones junto a amigos como Laffón o Joaquín Sáenz, siempre que sus obligaciones familiares y académicas se lo permiten. Aprovecha los fines de semana y algunas mañanas libres para plantar el caballete frente a algún motivo que le llama la atención en parques y jardines de la ciudad o del entorno conileño en época estival. De su especial agrado serán zonas como el Cortijillo de Pickman, los jardines del Alcázar o el Parque de los Príncipes, próximo a su piso de Los Remedios. En Cádiz frecuenta la campiña y los montes del parque natural de La Breña, camino de Barbate y, especialmente, las playas y algunos rincones del pueblo de Conil, donde tiene casa. De todo ello irá dando cuenta en sucesivas exposiciones de ámbito más bien local, unas veces colectivas y otras, individuales, entre las que destacaríamos las dos realizadas en la galería Melchor (1974 y 1976), la que organiza la antigua Caja de Ahorros de Cádiz en su sala de exposiciones (1980) y la celebrada en la desaparecida galería de Félix Gómez (1993).

Por fortuna algún responsable de la Obra Cultural de la antigua Caja Huelva, luego fusionada con El Monte, decidió comenzar a comprar una serie suficientemente representativa de la producción paisajística de Mauri que incluye obras de los sesenta, setenta y ochenta. Esa política de atesorar una buena colección de pintura contemporánea de maestros andaluces vinculados a la zona de influencia de cada Caja de Ahorros la mantuvo también El Monte y hoy la Fundación Cajasol puede presumir de mantener en sus fondos una veintena de cuadros del pintor sevillano29.

Lo cierto y verdad es que la proyección de Mauri como pintor genuino y singular dentro de su generación comienza a sufrir un cierto menoscabo a partir de finales de los setenta del pasado siglo por razones diversas que no es esta la ocasión para dilucidar pero entre las que a buen seguro cuentan su entrega a las vicisitudes familiares, su absoluta independencia y desapego a la fama así como su fidelidad con su compromiso docente, al que nunca quiso renunciar y del cual generaciones sucesivas de alumnos han dado y siguen dando agradecido testimonio.

Precisamente con motivo de su jubilación como profesor universitario en 1997 su buen amigo y asimismo magnífico pintor, Joaquín Sáenz, le organiza una exposición homenaje por sus 50 años dedicados a la pintura en la Escuela de Artesanos de Gelves. En un impecable montaje de Pepe Soto se dispuso una representativa panorámica de la ingente producción de Mauri en la que se daba testimonio de su evolución pictórica desde sus primeros paisajes de Conil de 1947 hasta cuadros de ese mismo año. Obsérvese que no es tanto un homenaje al amigo que se jubila de la enseñanza cuanto una justa y necesaria reivindicación de la figura de un pintor que lleva en ejercicio ininterrumpido 50 fértiles años y, sin embargo, se le resiste el reconocimiento público y su lugar en la historiografía artística. En la presentación de aquel acto Sáenz dirá unas palabras sobre su amigo y colega que quiero reproducir aquí porque, en mi opinión, es lo más inteligente y exacto que se ha escrito sobre la pintura de Mauri: “Él ha sido de siempre y en el mejor sentido de la palabra un avanzado. Esta afirmación quiero que se entienda partiendo de la autenticidad de su pintura, hasta tal punto que ese ir por delante no ha sido nunca una pretensión, sino un hecho natural”30.




                                            Mauri, J Sáenz y yo en casa de J Sáenz


En todo caso, Mauri, pintor por destino, no ha dejado de estar vinculado a su antigua Escuela a la que hasta hace pocos años ha seguido yendo a dibujar como un alumno más a la clase de Daniel Bilbao, actual titular de dicha asignatura y buen amigo del pintor. Y desde principios del 2000 está adscrito al grupo de investigación Morfología de la naturaleza junto a sus antiguos compañeros Regla Alonso, Rosalía Martín, José Luis Pajuelo y el propio Daniel Bilbao. Juntos han salido a pintar las riberas del Guadaira, el transcurrir del Guadalquivir o las marismas de Doñana. Sesiones intensas al aire libre que siguen siendo una de las experiencias más gratas y estimulantes para el veterano pintor. Finalmente y en reconocimiento a su trayectoria artística y a su labor docente la Facultad de Bellas Artes de Sevilla –su Escuela- resuelve concederle en 2021 la medalla “Al prestigio artístico” en acto solemne presidido por el Decano de la misma, Daniel Bilbao. Unos años antes, en 2017, Mauri es merecedor de otro emocionante reconocimiento público como fue la concesión de la medalla de la ciudad de Sevilla por su aportación al arte sevillano y su contribución a la difusión del nombre de la ciudad. Ese mismo año hace el cartel de Semana Santa de la Hermandad de la Macarena, encargo que le satisface especialmente.

Incluso en los peores momentos de su vida, como fueron las tan seguidas muertes de sus padres en 1971 o en los penosos períodos de hospitalización de su segunda hija, Araceli, debido a una insuficiencia renal que terminará por no poder superar en el 2000, Mauri nunca ha dejado de pintar, aunque para ello tuviera que recurrir a cualquier cacharro doméstico o a la presencia de algún familiar que le acompañara en esos momentos. Apuntes unas veces y otras, obras más acabadas que le han permitido mantener una cierta serenidad de espíritu y una reconfortante esperanza cuando la suerte te da la espalda y la vida se pone fiera.

Sin menoscabo del resto de comparecencias del artista por distintos espacios artísticos en el transcurso de este siglo – recuerdo ahora la exposición que le dedicó la exquisita galería mallorquina Sa Pleta Freda en 2001 o el precioso homenaje que organizó su amigo el también pintor Paco Cuadrado en Castilblanco de los Arroyos en 2006, cuyo ayuntamiento terminó por comprar una obra del pintor para su colección permanente, o la exposición del año siguiente en el Ateneo de Mairena del Aljarafe, también comisariada por otro colega amigo como es Manolo Castaño, por no hablar de la más reciente (2022) en forma de homenaje colectivo de la galería Magasé, De-Ver-De fue su homófono título—quisiera destacar, por su importancia y alcance, tres exposiciones donde Mauri estuvo presente y en una de las cuales fue su exclusivo protagonista.


                                            Campos de Conil, 1982

La primera ocurrió con motivo de la gran exposición institucional Andalucía y la modernidad que montara el CAAC en 2002. Una amplia panorámica en la que sus comisarios, Mariano Navarro y Pepe Soto, deciden acotar la aportación a la pintura moderna hecha por andaluces o desde Andalucía entre la aparición del Equipo 57 y las nuevas tendencias de los años setenta. En total unas 200 obras de 47 artistas entre las que podía verse un solo cuadro de Mauri, La venta Pilín, fechado en los sesenta. Rácana presencia que, al menos, dejaba constancia del pintor como un componente más de la contribución sevillana a la modernidad pictórica andaluza. Que una institución como el CAAC, después de tanto tiempo, siga hoy sin albergar en sus fondos ni una sola pieza de José Luis Mauri es algo que llama poderosamente la atención y que debiera, en nuestra opinión, ser subsanado lo antes posible.

La segunda ocasión sucedió diez años más tarde, cuando el Museo de Alcalá de Guadaira le dedica una amplia exposición antológica con motivo de la presentación de mi libro Conversaciones con José Luis Mauri. En él repasábamos, en largas sesiones de conversación que duraron poco más de un año, su vida y su obra y que yo sepa es el único libro que se le ha dedicado al pintor hasta la fecha. Aquella exposición vino a llamar la atención sobre la posición de Mauri en el contexto de la pintura contemporánea sevillana, estatus un tanto desatendido dentro de lo que podríamos considerar el discurso oficial. Me consta personalmente que para muchos visitantes de la exposición –incluidos varios artistas de reconocido prestigio- aquella ocasión supuso un cierto rescate de un pintor que se creía amortizado.

Y finalmente, en 2013, otra colectiva que recuperaba los nombres más significativos de la renovación pictórica en Sevilla y aprovechaba la ocasión para revisar la producción actual de los mismos, Reset, comisariada por el crítico e historiador del arte José Iñiguez para la Fundación Madariaga, volvía a contar con José Luis Mauri, esta vez con seis paisajes recientes del entorno conileño. Se trataba, en definitiva, de nombrar por su nombre a los artistas principales responsables de la incorporación de Sevilla a la nómina de las contadas ciudades españolas donde verdaderamente hubo un empeño por incorporarse a la modernidad. En ese empeño José Luis Mauri siempre ocupará un lugar destacado. Y lo asombroso es que lo haya conseguido sometiéndose sencillamente al motivo y reflejándolo siempre con emoción y verdad.





                                            Retratos de sus seis hijos y hermana.


                                                                                                    Francisco L. González-Camaño


1 Yñiguez, José, Mauri y su poca fortuna crítica, Diario de Sevilla, 1/3/2003, p. 54.

2 Martín Martín, Fernando, José Luis Mauri, impresionista de emociones, Laboratorio de Arte 25 (2013), p. 943, Universidad de Sevilla.

3 La bodega fue fundada por Pedro Alonso Cabeza de Aranda y Zarco a mediados del siglo XVII, correspondiendo las letras C Z a las iniciales de los apellidos Cabeza y Zarco. Al asociarse con el tiempo los Rivero a la empresa familiar, a finales del siglo XIX termina dirigiéndola el abuelo del pintor, Joaquin Mª Rivero, prócer jerezano, mayordomo de S M el rey Alfonso XIII, vicecónsul de Dinamarca y Presidente de la Cruz Roja de la ciudad, casado con Enriqueta Dávila, hermana del marqués de Villamarta. Hoy en día la casa lleva el nombre de Bodegas Tradición y su actual propietaria es Helena Rivero López de Carrizosa. Además de seguir elaborando vinos y brandies de una gran calidad la bodega ha conseguido reunir una de las mejores colecciones privadas de arte de Andalucía.

4 Este regalo tendrá importantes consecuencias en la vida del artista pues a partir de ese momento el niño empieza a pintar en una mesita de cama como apoyo y siente tal poder de atracción por el color que recuerda esa experiencia como una auténtica revelación.

5 L. González-Camaño, Francisco, Conversaciones con José Luis Mauri, Colección Palabra de Pintor, Museo de Alcalá de Guadaira, 2012, p. 21

6 Nos cuenta el pintor que al examen lo acompañó una amiga vecina de La Palmera, Sweetie Larrañaga Seras, también con aficiones artísticas.

7 Texto del catálogo de la exposición individual de J L Mauri Jardines del Alcázar y paisajes de Conil en la galería Féliz Gómez, Sevilla, 1993.

8 Me recuerda Mauri que a Monsalves, casado por cierto con la pintora Lola Sánchez, le encantaba incluir en los bodegones alguna caracola.

9 En 1940 y por Decreto de 30 de julio se crea la Escuela Superior de Bellas Artes de Santa Isabel de Hungría para cuya organización se recurre a los señores José Hernández Díaz y Joaquín Romero Murube que al ser nombrados delegados por el Ministerio de Educación Nacional proceden a la organización del Centro estableciendo sus prioridades de dotación y la selección del profesorado.

10 En lo referido a la figura del profesor y pintor Miguel Pérez Aguilera me ha sido muy útil la lectura de la tesis doctoral Un maestro y un pintor en Sevilla. Miguel Pérez Aguilera y su obra de María del Mar Rubín de Celis Carranza. Universidad de Sevilla. Facultad de Bellas Artes, Dpto. de Pintura, 1993.

11 L. González-Camaño, Fco, Op. Cit. p. 28.

12 Morales Padrón, Fco, Don Vicente: mi imagen, en El espíritu de La Rábida. El legado cultura de Vicente Rodríguez Casado, Madrid, Unión Editorial, 1995, p. 28.

13 Ambos intelectuales, miembros del Opus Dei, artífices de la creación del Club La Rábida en su afán por abrir una ventana de modernidad en la ciudad de Sevilla.

14 Para una más completa información sobre lo que supuso El Club La Rábida y la Joven Escuela Sevillana es muy recomendable la lectura de la tesis doctoral La renovación del panorama pictórico sevillano de postguerra de Sonia D´Agosto Forteza. Departamento de Historia del Arte de la Facultad de Geografía e Historia de la Universidad de Sevilla, 2014.

15 Las ventas las hacía el pintor a través de Fernando Rivero, decorador asociado a la galería Biosca, encargada de grandes proyectos decorativos como el Aeropuerto de Barajas, la Universidad Laboral de Gijón o, en efecto, el Parador de los Reyes Católicos de Santiago.

16 L. González-Camaño, Fco, Op. Cit. p. 36.

17 El pintor recuerda que uno de los cuadros que presentó fue un paisaje de la madrileña Fuente del Berro, hoy en la colección de la Fundación Cajasol.

18 El premio La Rábida, instaurado a instancias de Florentino Pérez Embid, se otorgaba anualmente a una de las obras expuestas en cada Salón. Su cuantía ascendía a 15.000 pesetas y tenía la particularidad de que su jurado lo componían los propios pintores que participaban en dicho Salón. El primero se le concedió a Pepi Sánchez y el segundo a José Luis Mauri. Entre los premiados también se encuentran Burguillos, Ruiz Cortés o Carmen Laffón. El premio dependía de la sección de Artes Plásticas del Club homónimo que dirigía a la sazón el pintor y profesor Pérez Aguilera.

19 Don Julián de Olivares y Bruguera, III marqués de Murrieta, fue el impulsor económico de dicha fábrica, la primera de la multinacional en Andalucía, emplazada hasta 1998 en la Avenida de Kansas City.

20 En dicha sala, próxima a la Puerta de Jerez, expondrán por primera vez de forma individual figuras emergentes del arte sevillano como Cortijo o Gordillo. Se dio la circunstancia de que la exposición de Luis Gordillo del 59, en la que se atrevía a hacer uso del collage y los papeles pegados, tuvo que ser clausurada a los pocos días por motivo de una denuncia por escándalo público.

21 Mauri guarda el original de esa carta colectiva, precioso documento histórico, en su archivo privado al que he tenido acceso.

22 L. González-Camaño, Fco., Op. Cit., p. 54.

23 L´Académie de la Grande Chaumière es una referencia fundamental en el arte del siglo XX. Situada en el barrio de Montparnasse su fundadora, la pintora suiza Martha Stettler, se propuso ofrecer una formación libre en la práctica del dibujo del natural, alejada de las rigideces normativas de las distintas Escuelas de Bellas Artes. Entre sus numerosos asistentes se cuentan figuras tan fundamentales como Balthus, Giacometti, Calder, Miró o Louise Bourgeois. Sigue abierta en la actualidad.

24 La Pasarela, primera galería de arte comprometida con la modernidad en Sevilla, se inaugura el 2 de enero de 1965 en el número 25 de la calle San Fernando.

25 20 años de pintura española se inaugura en abril de 1962 en la Casa de Santa Teresa, Palacio de los Soto, de la calle Zaragoza. Ese mismo año la exposición se presenta también en ciudades como Madrid, Barcelona, San Sebastián o Vigo.

26 En el catálogo que se edita de dicha exposición aparecen dos textos, uno del propio organizador, Federico J. Ontiveros y el segundo, del joven escritor Alfonso Grosso.

27 L González-Camaño, Fco, Op. Cit., p. 62.

28 Es leyenda ya el último día de clase de Pérez Aguilera en la Facultad de Bellas Artes. Sin pretender que fuera una jornada especial ese 11 de febrero de 1985 el catedrático se dispone a dar sus últimas lecciones. Y se encuentra con un aula abarrotada en la que muchos de sus antiguos alumnos (incluidos Carmen Laffón, Teresa Duclós, Nicomedes o el mismo Mauri) se ponen frente a sus tableros de dibujo para rendir un emotivo homenaje a su admirado maestro y a sus 39 años de ininterrumpida y rigurosa docencia.

29 Para una información más detallada de las obras de Mauri en la Fundación Cajasol puede consultarse la tesis doctoral El coleccionismo institucional: formación y análisis de los fondos de la Fundación Cajasol de Juan María Vélez Alvez, Facultad de Geografía e Historia, Dpto. de Historia del Arte, Universidad de Sevilla, 2015.

30 Extracto del prólogo inédito leído en la presentación de José Luis Mauri, 50 años de su obra pictórica (1947-1997) en la Escuela de Artesanos de Gelves el 12 de junio de 1997.