Este pasado domingo concluyó la exposición antológica que la ciudad de Sevilla por fin le dedicó a uno de sus pintores más singulares, José Luis Mauri. Algo más de tres meses donde el visitante -muy numeroso por cierto- pudo comprobar la calidad y la originalidad de un pintor que lleva más de 60 años en ejercicio y al que siempre se le ha resistido el más que merecido reconocimiento público por causas absolutamente ajenas a sus méritos como artista.
El texto que a continuación pueden leer es mi contribución al aparato crítico del catálogo que se ha publicado con ocasión de la muestra. Me hace muy feliz que el artista haya podido estar presente en este tan justo homenaje.
MAURI, UNA
VIDA PINTADA
“Me
gustaría que en mis cuadros sólo brillara la pintura, están llenos
de ganas de pintar, de la alegría de pintar”
José
Luis Mauri
El artista viendo su obra
Si hay algún
pintor que nunca ha estado en la carrera ese
ha sido José Luis Mauri. Su absoluta falta de interés por
promocionarse en el estamento artístico, la temprana y larga
dedicación a la labor docente así como su particular bonhomía han
contribuido, sin duda, a que la importancia de su obra haya pasado
injustamente desapercibida para la historiografía artística. En
este sentido, cabe recordar lo que un crítico de arte tan ponderado
y atento como José Ýñiguez , abundando en la escasa fortuna
crítica de Mauri, aseveraba en un artículo de prensa publicado en
2003 con motivo de una de las últimas exposiciones individuales del
artista: “José Luis Mauri es uno de esos artistas necesitados
urgentemente de revisión para una mejor valoración de su obra (…)
Nadie parece dudar de que Mauri ocupa un lugar en la historia del
arte sevillano, pero a estas alturas todavía no sabemos, ni tenemos
datos para poder saberlo, cuál es su verdadero lugar en la misma”.
Estoy
seguro de que esta exposición, así como la que se celebró en el
Museo de Alcalá de Guadaira en 2012 (de la que yo mismo fui su
comisario) vienen a coincidir, en última instancia, en parecidas
intenciones: poner a José Luis Mauri en su sitio. Y precisamente al
respecto de aquella amplia muestra alcalareña traía a colación muy
atinadamente el historiador del arte Fernando Martín unas palabras
de otro crítico, José Roca, dedicadas al pintor catalán Santiago
Rusiñol de quien decía: “sabe pintar lo que ve y sentir lo que
pinta”;
dos cualidades que, en efecto, el profesor Martín observa
perfectamente acopladas asimismo en la figura de Mauri. Vida y obra,
obra y vida han ido, en el caso de nuestro pintor, desde siempre de
la mano, apoyándose una en la otra y enriqueciéndose mutuamente.
Una vida larga y una obra prolífica que a sus 92 años, y en plenas
facultades pictóricas, no deja de crecer.
Nace Mauri
el 16 de diciembre de 1931 en el seno de una familia asentada en
Sevilla pero no de raíces sevillanas. Su abuelo paterno era un
catalán de Palamós, de espíritu empresarial y actitud resuelta,
que decide ir nada menos que a Australia a ampliar el negocio
familiar del corcho. En la larga travesía conoce a una joven
muchacha de Zaragoza, Isabel Benedicto, con el tiempo abuela del
pintor, y en Melbourne se casan. De allí el matrimonio regresa a
Sevilla ya con dos hijos y en la ciudad ven la luz ocho hijos más,
entre ellos el padre de Mauri. Entre tanto el matrimonio compra La
Pata del Caballo, una extensa finca de más
de 6000 hectáreas en Escacena del Campo, próxima ya a los límites
de la provincia sevillana, para seguir explotando el negocio de la
saca del corcho que se enviaba a Australia.
Una vez finalizada la Guerra Civil la familia decide deshacerse de la
inmensa propiedad a excepción de la parte más cercana a Paterna, de
nombre Los Carneros,
donde el propio pintor pasará algunas temporadas desde niño, siendo
estas las primeras ocasiones de contacto real con la naturaleza. Con
los años, Mauri pintará en repetidas ocasiones diversos rincones y
parajes de la finca, generalmente sobre cartón por lo cómodo y
económico del soporte. Hasta hace muy poco ha conservado en su piso
de Los Remedios uno de esos cartones de Los
Carneros donde aparece su mujer, Araceli
Alarcón, en compañía de su cuñada Mercedes, acomodadas ambas
sobre unas mecedoras y protegidas a la sombra de unos altos
eucaliptos.
José Luis
Mauri Benedicto, padre del pintor, cambia las labores del campo por
los quehaceres de la ciudad y, guiado por su hermano mayor, decide
introducirse en el negocio de la importación de automóviles
extranjeros en Andalucía, de tal modo que muchos de los Peugeot
que circulaban por la Sevilla de los años treinta y cuarenta del
pasado siglo los había vendido él. Hombre muy popular en la ciudad
terminará casándose con una joven belleza de la buena sociedad
jerezana, Enriqueta Rivero Dávila, a la que conoce en uno de sus
viajes comerciales a Jerez. Así, la madre del pintor será hija
también de otro conocido empresario, Joaquín María Rivero
González, principal responsable de la expansión y éxito de la
antigua compañía vinatera J.M. Rivero C Z.
Mujer de refinada sensibilidad, hablaba con soltura inglés y francés
y fue la persona que al reparar en la inclinación artística de su
hijo le anima a tomar las primeras lecciones de dibujo y le regala
una preciosa caja de acuarelas para hacerle más llevadera una
convalecencia en cama con seis o siete años;
caja que Mauri conserva aún consigo y en perfecto estado de uso.

Heliópolis, 1950
El
matrimonio se instala en un chalet en las afueras de la ciudad, en el
flamante barrio de Heliópolis, urbanizado pocos años antes, donde
Mauri y sus cinco hermanos (otros dos murieron de forma prematura)
pasan infancia, adolescencia y juventud. Después de un breve paso
por el colegio de las Irlandesas (en el que estudiaban sus hermanas)
Mauri es matriculado en el colegio Alfonso X
el Sabio de la céntrica Plaza del Duque (una
señorial casa sevillana propiedad de los Sancho Corbacho derribada
en los años sesenta del pasado siglo como ocurriera con los palacios
colindantes de los Sánchez Dalp y del marqués de Palomares para
levantar la plúmbea mole de El Corte Inglés)
y allí cursa hasta 5º de bachillerato.
Conviene
destacar que en paralelo a sus últimos años escolares el joven
Mauri recibe de unas vecinas de Heliópolis, las hermanas Lassaletta,
oriundas de Jerez y amigas de la familia, clases particulares de
dibujo y pintura. Recuerda el pintor sobre ellas: “tenían en su
casa muchos grabados ingleses y a mí me hacían copiar algunos de
ellos (…) me hacían que copiara hierbita por hierbita, cosa que me
desesperaba (…) Te tengo que decir que estas señoras me exigían
bastante más de lo que yo podía dar en aquel entonces de sí. Me
hacían borrar muchísimo (…) Eran en eso muy inglesas”.
Hay que decir que las hermanas Lassaletta no eran, ni mucho menos,
pintoras profesionales, sino las típicas aficionadas a la práctica
del arte pero con mucho gusto y bastante talento. Amigas de la madre
del pintor, seguramente fueron ellas las que le alentaron a, al
menos, no frustrar en su hijo la vocación artística.
¡Y
a fe que esas lecciones no cayeron en saco roto! Con apenas doce o
trece años el joven aprendiz de pintor comienza a tomar por
costumbre recortar láminas y reproducciones de cuadros y estampas de
revistas ilustradas, tipo Blanco y Negro,
para guardarlas en una carpeta con el fin de poder reunir su personal
y portátil colección de pinturas, algunas de las cuales incluso
llegaron a ser copiadas. El siguiente paso, una vez probadas sus
capacidades y ejercitado en el adiestramiento de la copia, será el
enfrentamiento directo con el objeto. Aprovechando los enseres
domésticos que tiene más a mano, como algunos cacharros de cocina,
el muchacho pergeña sus primeros bodegones, hoy casi todos ellos de
muy difícil localización. Y cerrando el ciclo habitual del
aprendizaje, la pintura del natural. Mientras disfrutaba de los meses
de estío en una propiedad que unos tíos suyos (una hermana de su
padre casó con José Mora-Figueroa Borrego) poseían en el pueblo
de Conil de la Frontera un Mauri aún adolescente acomete una serie
de paisajes de la población y sus alrededores (playas, huertas y
vistas urbanas) asombrosamente precoces y que evidencian ya sus
innatas y proverbiales dotes de paisajista. Diez pequeños óleos (9
de ellos en un panel políptico y el Chozo de
Conil independiente) que por fortuna tenemos
la oportunidad de disfrutar en esta muestra antológica. Ya digo,
obras inaugurales de insólita madurez en las que se apuntan con
claridad cuáles van a ser sus signos de identidad como pintor
paisajista: pincelada expresiva a través de una vibrante ejecución
llena de frescura, combinación del tono saturado junto al matiz
cromático y un innato control de la composición. Pintados en el
verano del 47 con 16 años, poco más de un año antes de entrar en
la Escuela de Bellas Artes de Sevilla, estas obras serán su mejor
carta de presentación en el mundo del arte y una declaración de
principios estéticos inapelable.

Paisajes de Conil. Políptico, 1947
Por
aquellos años aún era posible matricularse en la Escuela sin haber
terminado el Bachillerato. Mauri se presenta al examen de ingreso en
la antigua sede de Gonzalo Bilbao y tiene que enfrentarse por primera
vez a un dibujo de estatua al carboncillo del que a día de hoy aún
se pregunta qué hizo para salir airoso. El resto, en comparación,
fue pan comido: responder a una serie de benévolas cuestiones de
cultura general.
Una vez en la Escuela el joven estudiante toma conciencia por primera
vez de su inevitable destino como pintor y a él se consagrará con
pasión y una constante perseverancia en el trabajo. Así lo
recuerdan la mayoría de sus compañeros de promoción entre los que
destacan nombres tan conocidos como Paco Cortijo, Jaime Burguillos,
Carmen Laffón, Diego Ruiz Cortés o Ascensión Hernanz Catalina, con
los que ha mantenido una fructífera y leal amistad hasta el final.
Laffón, su compañera de estudios y amiga de por vida, lo describe
de esta manera: “entusiasta, rebelde, trabajador infatigable,
asumía cualquier novedad entregándose de lleno a ella (…) Nuestro
exhaustivo horario de clases se le quedaba corto y continuaba
pintando ya fuera de la Escuela paisajes por los que sintió y
continua sintiendo una gran pasión, interpretándolos con soltura y
libertad”.
Un
espíritu inquieto y ávido de novedades como el del joven Mauri no
tenía más remedio que terminar sintiendo una cierta frustración
por la rigidez y el academicismo excesivo del método de enseñanza
imperante en aquella Escuela. El copiado rizo por rizo del dibujo de
estatua impartido por José María Labrador le parecía demasiado
árido y el insistente recurso al modelado en las clases de pintura
de bodegón del profesor Ramón Monsalves, un tanto retórico.
No será hasta el segundo curso que el joven estudiante sienta que de
verdad ha caído en el sitio correcto para aprender a ser pintor. El
encuentro con el joven catedrático Miguel Pérez Aguilera resultará
providencial no solo para la formación del novel estudiante sino
para el propio acontecer vital de Mauri como persona.
Para
comprender en su verdadera dimensión el impacto de ese encuentro
habría que remontarse a los años finales de la década de los 40 y
entrar en las aulas de aquella Escuela recién creada.
Cuando Pérez Aguilera llega de Madrid con unas flamantes oposiciones
ganadas de manera brillante se encuentra con una Escuela carente de
tradición en la enseñanza de las bellas artes. La docencia era
forzosamente arbitraria y casi experimental toda vez que el cuadro de
profesores estaba formado casi en su totalidad por artistas de
diferentes disciplinas que llevaban pocos años dedicados a la
enseñanza debido al escaso tiempo de vida de la propia Escuela. Cada
profesor enseñaba según su criterio y capacidad. En concreto, en la
clase de Dibujo del natural del segundo año Pérez Aguilera se
encuentra con unos estudiantes acostumbrados al método pedagógico
de su antecesor en el cargo, el profesor Félix Lacárcel: pequeños
tableros sobre los que el alumno dibujaba en papel Ingres blanco de
pequeño formato sentado en una banqueta. Los útiles de trabajo
seguían siendo los mismos que se utilizaban en la asignatura de
Dibujo de estatua del año anterior (lápiz de grafito asistido por
difuminos y barras conté y alguna que otra goma de borrar) y la
forma de concebir el dibujo, muy similar aunque ahora se tratara de
enfrentarse a una figura viva. Figura que, por cierto, debía posar
semidesnuda por no ofender la moral pública de la institución.
Pérez Aguilera da un giro radical a todo esto y decide implantar su
propia didáctica desconocida hasta la fecha en el ámbito académico
sevillano. Retira las banquetas y hace sustituir los pequeños
tableros por otros mucho más grandes que permitieran dibujar a
tamaño natural; cambia el papel blanco por uno continuo de color
gris al ser este un color más neutro, todo ello en aras de concebir
el dibujo académico como una práctica de unos conocimientos
técnicos previamente aprendidos y no como una “obra de arte”. Al
mantener al alumno de pie le animaba a cierta movilidad de acción
frente al modelo que ahora –y después de pedir permiso a la
autoridad competente- posaba ya plenamente desnudo. Modelos a los
que obligaba a adoptar poses, a veces, forzadas con el fin de que en
clase se tomara conciencia de la existencia de una vida interior en
el cuerpo objeto de análisis, una especie de psicología dentro de
la anatomía. En definitiva, una nueva concepción del dibujo mucho
más dinámica y científica en la que se intentaba evitar las líneas
frías y estáticas que el alumnado traía incorporadas de la
asignatura de Dibujo de estatua. Su método consistía básicamente
en enseñar a través de las propias correcciones en clase,
correcciones que completaba con disertaciones, aprovechando los
descansos de los modelos, en las que hacía referencia a cuestiones
que iban desde el análisis de obras de determinados artistas de
vanguardia a documentación bibliográfica o incluso a su experiencia
personal de visitante de museos, galerías y estudios de colegas de
profesión como Vázquez Díaz o José Guerrero.
Por
todo ello no puede extrañarnos que no solo Mauri sino compañeros
suyos, asimismo reconocidos pintores en el futuro, como Laffón,
Cortijo, Burguillos o Ruiz Cortés vivieran la experiencia del
magisterio de un profesor-artista de la talla de Pérez Aguilera como
una verdadera revelación en sus vidas. Todos ellos conscientes de
que asistir a sus clases era, además de un privilegio en aquellas
circunstancias, una cosa muy seria, algo que de alguna manera te
modificaba la visión de las cosas. El mismo Mauri lo expresa de una
forma lapidaria: “yo no supe lo que podía dar de sí como
estudiante hasta que llegué a la clase de Pérez Aguilera”.
Con
afecto y agradecimiento recuerda también el pintor a otros dos
maestros de Bellas Artes, al paisajista onubense Sebastián García
Vázquez y muy especialmente a Rafael Martínez Díaz, que llegó a
la Escuela como catedrático de Paisaje y se interesó mucho en su
evolución como pintor. Con él solían ir los alumnos a los jardines
del Alcázar o a algún rincón pintoresco de Triana a pintar y será
él, precisamente, quien le seleccione para la beca de Paisaje de
Segovia. En aquel tiempo el Curso de Pintores Pensionados del Paisaje
en el Monasterio de El Paular era la beca más prestigiosa de España
en el ámbito de la pintura au plein air.
Mauri llega allí en el verano del 53 en compañía de Carmen Laffón
que se instala por su cuenta. El contacto con otros becados de
distintas Escuelas como Lucio Muñoz, el noruego Olaf Hol, Cecilia
Martín o el valenciano Luis Arcas Braumer fue muy estimulante para
el sevillano que comprueba in situ
las distintas maneras de afrontar los retos de la pintura del natural
en unos parajes de montaña muy distintos a lo que hasta ese momento
estaba acostumbrado. Las mañanas las dedicaban a buscar motivos
interesantes en los alrededores del monasterio acompañados por
Martínez Vázquez, director de los cursos y padre de Rafael Martínez
Díaz, y las tardes solían quedar fuera del programa académico,
pero Mauri y su amigo noruego las aprovechaban para seguir pintando o
haciendo apuntes, a veces hasta dos cuadros el mismo día. El
contacto con estos compañeros pensionados, sumado a la recomendación
de Pérez Aguilera, resultó determinante para que Mauri se decidiera
a trasladar su expediente a Madrid y poder terminar allí sus
estudios universitarios.

Bodegón, 1958
En
cualquier caso, cuando el estudiante de último curso llega a la
capital de España lo hace ya con un cierto bagaje que le acredita
como un prometedor artista en ciernes. En paralelo a sus años de
estudiante en Sevilla Mauri despliega una intensa actividad artística
que le llevará a posicionarse como uno de los miembros más
destacados de la Joven Escuela Sevillana,
grupo de pintores y escultores que se fraguó al amparo de una
institución cultural tan importante en la Sevilla de aquellos años
como fue el Club La Rábida. Dependiente del Consejo Superior de
Investigaciones Científicas el Club compartía sede con la Escuela
de Estudios Hispanoamericanos de la céntrica calle Alfonso XII
haciendo uso de una de sus salas de la planta baja como espacio
expositivo. En palabras de Francisco Morales Padrón, “el club fue
otra acertada idea de Vicente Rodríguez Casado, que introdujo una
actividad socio-cultural desconocida en una ciudad pacata y
pueblerina”,
una especie de Salón de Refusés claramente
alternativo al gusto oficial de la época.
En
efecto, Rodríguez Casado y Florentino Pérez Embid se convertirán
en dos importantes impulsores de la renovación del arte sevillano
durante los años cuarenta y cincuenta.
Así, pintores que de otro modo no hubieran conseguido nunca exponer
su obra en una ciudad tan refractaria a lo moderno como aquella
Sevilla ven en el Club La Rábida la oportunidad de mostrar sin
cortapisas sus particulares interpretaciones de la realidad con un
espíritu más libre y sin la sofocante sujeción a la tradición
decimonónica que imperaba en el resto de las instituciones. Y uno de
ellos será, sin duda, José Luis Mauri, que llegará a ganar el
premio La Rábida en su segunda convocatoria (1956). Tres años antes
y con motivo del centenario del Círculo de la Amistad, el Liceo
Artístico y Literario de Córdoba, tiene lugar una importante
exposición colectiva en esa ciudad donde se exhibirán obras de
artistas tan relevantes como Picasso, Dalí, Feito u Ortega Muñoz.
Desde Sevilla el conjunto de obras que la representa pertenece en su
mayor parte a la citada Joven Escuela
Sevillana. Escuela de jóvenes artistas sobre
la que, dicho sea de paso, Pérez Aguilera –que también participó
con tres obras en dicha exposición- ejerció una notable influencia
en su calidad de maestro y por su decidida apuesta por un nuevo
enfoque estético de tipo más constructivo.
Junto a compañeros de generación como Antonio Milla, Ricardo Comas,
Carmen Laffón, Ruiz Cortés o las hermanas Pepi y Loly Sánchez,
Mauri presenta su primera obra (El caballito
de cartón llevaba por título) en una
exposición, en definitiva, de amplio alcance que quiso mostrar al
público la pintura más novedosa que se estaba haciendo en el país.
Así
pues, cuando Mauri llega a Madrid para terminar la carrera ya sabía
lo que era exponer en una muestra de prestigio y en el haber llevaba
obras tan significativas en su trayectoria como Heliópolis
o el retrato de su hermana Isabelita, ambas de 1950. Madrid era otra
cosa. Por ejemplo, Vázquez Díaz le llegó a dar clases de Pintura
Mural, aunque por poco tiempo. Recuerda asimismo Mauri la figura de
Joaquín Gurruchaga, su profesor de Historia del Arte, un hombre
cultísimo que sabía de cine, arquitectura, poesía y otras muchas
artes. Fue él quien los llevó de viaje de fin de carrera a París,
a ver exposiciones y museos. Era su segundo viaje a la capital
francesa pues ya había visitado la ciudad dos años antes, siendo
estudiante en Sevilla, en compañía de Pérez Aguilera. Todo
aquello, sumado a las constantes visitas al Museo del Prado y a
distintas galerías de arte, no pudo por menos que ejercer una
fructífera influencia en el ánimo del joven artista que siente cómo
se renueva su poder de inspiración y lo aprovecha para pintar sin
descanso en los parques y jardines de la ciudad, especialmente en El
Retiro. Muchos de estos cartones, por cierto, fueron luego vendidos
por la galería de Aurelio Biosca (la más prestigiosa del Madrid de
la época) para decorar algunas estancias del Parador
Nacional de los Reyes Católicos en Santiago
de Compostela.
En
la Escuela de San Fernando tiene la oportunidad de coincidir con una
serie de compañeros como Lucio Muñoz, Amalia Avia, Luis Feito o los
hermanos escultores López Hernández, con el tiempo grandes artistas
con estrechos vínculos de amistad entre ellos. Al principio, según
confesión del propio pintor, a Carmen Laffón y a él no los
recibieron especialmente bien: “los pintores sevillanos no gozaban
de la mejor fama allí (…) En Madrid se consideraban, por decirlo
así, más en la vanguardia. Nos veían en la tradición realista
casi de Murillo. Y que seguíamos pintando gitanitas y pucheros”.
Pero por ironías de la vida cuando Mauri se presenta al premio de
fin de carrera resulta que lo gana.
Un sevillano recién llegado a la capital arrebata el primer premio
nada menos que a Antonio López. Aquello, imaginamos, debió de hacer
revisar algunos tópicos y escocer, sin duda, algún que otro ego.
Con
tan preciado galardón regresa Mauri a Sevilla y ese mismo año,
entre diciembre del 54 y enero del 55, se suma como miembro de pleno
derecho al II Salón de la Joven Escuela Sevillana donde compartirá
espacio, entre otros, con Cortijo, Laffón, Comas, Santiago del
Campo, las hermanas Sánchez o Ruiz Cortés. Con este último –uno
de sus amigos más cercanos- repetirá exposición en las mismas
salas del Club La Rábida también ese año. Asimismo en el Ateneo de
Madrid pueden verse obras de Mauri con motivo de la exposición que
se organiza en sus salas para comprobar el alcance de la renovación
de la plástica sevillana que supuso la irrupción del grupo de la
Joven Escuela. En marzo del 56 vuelve el pintor a presentar obra en
el III Salon de la Joven Escuela Sevillana obteniendo en esta ocasión
el prestigioso Premio La Rábida que
se otorgaba como resultado de cada exposición.
Con la cuantía de dicho premio decide Mauri realizar un viaje por
Italia. Y lo hará en vespa
con su amigo Jaime Burguillos de acompañante. Una verdadera aventura
de juventud que para Burguillos acaba pronto, en Génova, desde
donde tiene que volver debido a los fuertes dolores de un cólico
nefrítico. Mauri prosigue el viaje y visita Venecia, Rávena,
Florencia, Siena, Asís y baja hasta Roma donde consigue un permiso
especial para pintar en el Palatino y en el Foro Romano durante el
mes de agosto del 57. No obstante, lo que con más emoción recuerda
son los ciclos de frescos de Giotto, Simone Martini y Lorenzetti de
la basílica inferior de Asís. De aquel periplo italiano en vespa
(su padre y un tío suyo eran los representantes de la marca de
motocicletas en Sevilla) el pintor regresó cargado de apuntes (en
general a rotulador o tinta) y óleos sobre cartulina; cosas rápidas,
impresiones tomadas casi al vuelo de paisajes y rincones pintorescos,
de los que Italia está llena. Prácticamente todas esas carpetas
fueron compradas casi al peso por el marqués de Murrieta que con
toda seguridad aprovechó la ocasión para decorar oficinas y
despachos de la nueva fábrica que Coca Cola abrió en Sevilla ese
mismo año.
Al
poco de volver de Italia Mauri se hace con otro premio, el que
otorgaba la Delegación de Información y Turismo en Sevilla en cuya
sala de exposiciones había expuesto unos meses antes en una
colectiva panorámica de la Joven Escuela Sevillana.
Con los estudios académicos terminados y ante la necesidad de seguir
formándose de una manera más selectiva y libre el pintor se plantea
su marcha a París, donde una serie de buenos amigos suyos ya estaban
residiendo. En una larga carta colectiva firmada por Joaquín Meana,
Jaime Pandelet, Pepe Soto y Luis Gordillo todos le animan a sumarse
al grupo de los sevillanos parisinos. Meana le dice textualmente: “el
color aquí es fantástico y a ti yo creo que te irá
fantásticamente. Podrías hacer una versión de París tan buena o
más que Utrillo”. Y Gordillo, el último en firmar, añade:
“además aquí incluso puedes llegar a vender tus pinturas”.
Sin pensárselo dos veces el pintor le comenta la oportunidad a su
pareja, Araceli Alarcón Luca de Tena, joven con inquietudes
artísticas y literarias, y resuelven casarse para poder viajar
juntos a la capital francesa. Se casan el 8 de septiembre de 1958 en
la iglesia de la Santa Caridad y a los pocos días marchan, llenos de
ilusión y expectativas, a París. Allí residirán por seis meses,
los seis meses más intensos y aprovechados de una juventud aun sin
ataduras.
Lo
primero que hacen es matricularse en la Escuela Superior de Bellas
Artes (Beaux Arts)
gracias a lo cual pueden residir los seis meses juntos allí. En sus
aulas tiene la oportunidad de recibir clases de Colorido del profesor
Maurice Brianchon, célebre pintor especializado en decorados y
vestuario para la Ópera y el Conservatorio de Música y Arte
Dramático de París. Un hombre, en palabras de Mauri, “con unas
ideas muy interesantes sobre el color y la decoración que me
hicieron evolucionar bastante”.
En general la Escuela parisina no tenía nada que ver, en cuanto a
procedimientos y pedagogía, con la formación que hasta el momento
había recibido en Sevilla y Madrid. En paralelo, el joven Mauri
decide, junto a su amigo y colega Joaquín Meana, entrar a dibujar en
la mítica Académie de la Grande Chaumière
donde el dibujo se concebía desde unos planteamientos mucho más
libres.
Aprovecha
la ciudad, además, para entrar en contacto directo con las obras de
aquellos pintores postimpresionistas que tanto admira: Bonnard,
Matisse, Van Gogh y el mismo Utrillo, tan vinculado a la bohemia
parisina y con el que el estilo de Mauri tiene, en aquel momento,
cierta conexión. Todo invitaba a pintar y Mauri pintó bastante en
París. Su paleta, entre tanto, se oscurece y su pincelada se
desinhibe si cabe aún más y parece empastarse de pintura. En uno de
esos cuadros parisinos, Calle de París,
vemos precisamente la calle donde vivía, muy próxima a los Grandes
Boulevares, la rue du Conservatoire,
en donde el matrimonio alquiló una habitación en el Hotel
Bayard. En esos meses el pintor llegó a
establecer contacto con un galerista que le llegó a ofrecer montarle
una exposición y gestionar las ventas de su producción a cambio de
que se quedara en la ciudad al menos diez años. Mauri rechaza la
oferta, entre otras razones, porque Araceli quedó embarazada y
prefirieron que el primer hijo naciera en Sevilla. De esta etapa
parisina el autor conserva apenas tres obras. Otras están en
colecciones privadas y la Fundación Cajasol
compró alguna para su colección.

Quiosco, jardines del Alcázar de Sevilla, 1978
De
vuelta en Sevilla, sin un proyecto concreto de carrera profesional,
Mauri decide asociarse con su suegro en un negocio de lavado y
engrase de automóviles hasta que un día, por azar, coincide con su
amigo Enrique Roldán, quien acababa de abrir su galería La
Pasarela;
éste le anima a dejar ese trabajo y labrarse un porvenir en la
enseñanza. Así fue como el pintor, al que hasta ese momento no se
le había ocurrido sacar ventaja alguna a su título de Bellas Artes,
hace un rápido viaje a Madrid en busca de dicha titulación de la
que ni siquiera estaba seguro de haber obtenido. Vuelve con su título
y el de Carmen Laffón, que le había pedido ese favor, y al poco
comienza a dar clases de Dibujo en distintos institutos de enseñanza
media, primero en Puente Genil y al año siguiente en el Instituto
Bécquer de Sevilla, en el que permanece dos cursos. Al tiempo que se
entrega a su nueva tarea de enseñante Mauri colabora en estos
primeros años de la década de los sesenta con algunos estudios de
arquitectura para los que hace trabajos de pintura mural, cerámica y
vidrieras en hormigón armado.
Mención
aparte merece su inclusión, con poco más de 30 años cumplidos, en
la muy relevante exposición 20 años de
pintura española que itineró por todo el
país en un intento de acercar al espectador una amplia selección de
lo más significativo de la producción pictórica española
contemporánea.
Mauri se codea entonces con figuras consagradas como Benjamín
Palencia, Ortega Muñoz o José Guerrero y con pintores figurativos y
abstractos más jóvenes, pero con una proyección importante ya en
aquel momento, como Zóbel, Genovés o Canogar. Fue en la
inauguración de aquella exposición (abril del 62) donde Benjamín
Palencia, después de ver los paisajes de Mauri, le apremia a que
deje Sevilla y se vaya a Madrid o al extranjero si quiere evolucionar
con posibilidades reales de éxito comercial. El pintor, padre de
tres hijos ya y muy vinculado a la ciudad por razones familiares y de
sentimiento, opta por permanecer en ella y aprovechar las pocas
oportunidades que aquí se le presenten. En febrero del 1964, por
ejemplo, participa en una colectiva que organiza el arquitecto y
coleccionista Federico Jiménez Ontiveros en su estudio de Los
Remedios (Estudio A), Diez pintores sevillanos
y el escultor Nicomedes.
Junto a Mauri cuelgan obras de Carmen Laffón, Paco Cortijo, Teresa
Duclós, Cristóbal Aguilar o Pepe Soto. Otra apuesta decidida, esta
vez de dimensiones más locales, por la renovación y los nuevos
derroteros del arte contemporáneo. Pocos meses después el pintor
tiene la oportunidad de presentar en Madrid su primera individual y
lo hará en la prestigiosa galería Fortuny.
Allí lo visita su antiguo profesor, el pintor Vázquez Díaz quien
llegará a elogiar la intensa expresividad y la asombrosa capacidad
de síntesis del paisajismo del joven pintor sevillano.
En
su ciudad vuelve a exponer de manera individual en 1966 en la galería
La Pasarela, epicentro de las nuevas
corrientes del arte en la Sevilla de la segunda mitad de los sesenta.
Presenta ahora una serie de retratos y paisajes de la periferia de la
capital junto a unos pocos apuntes de pintura abstracta que gustaron
tanto a Zóbel que terminó por comprárselos. Se establece ahí el
inicio de una larga amistad entre ambos artistas a la que solo la
muerte del pintor filipino 18 años después pondrá fin. Recuerda
Mauri que rara era la vez que no se pasaba por el estudio que por
aquel entonces compartía él con la pintora Pilar Mencos en la calle
de la Pimienta del barrio de Santa Cruz, de paso a los jardines del
Alcázar que tanto le gustaba a Zóbel pintar. Incluso acostumbraba a
aparecer por sus clases de Dibujo en la Escuela para, como un alumno
más, ponerse a dibujar del natural, con el consabido revuelo del
alumnado, consciente de la fama y prestigio del pintor. “Me acuerdo
ahora de que a los alumnos de la Escuela les decía en una especie de
admonición piadosa, ´ustedes parece que pintan con cargo de
conciencia. No dejan las cosas fluir, las atormentan. Hay que pintar
con mucha más libertad`”.
Incluso en una ocasión, y haciendo honor a su legendaria
generosidad, Mauri recuerda cómo el fundador del museo abstracto de
Cuenca pagó de su bolsillo los autobuses para que el alumnado de los
cursos que él impartía junto a su amiga y colega Carmen Laffón
pudiera visitar dicho museo.
Y
entramos de lleno ya en la que podríamos considerar etapa de
asentamiento del artista que coincide con la bisagra temporal de los
últimos años sesenta y el principio de los setenta. Dedicado a la
enseñanza secundaria y sin dejar de exponer en diversas colectivas,
incluidas las inevitables Exposiciones de Otoño y Primavera del
Pabellón Mudéjar de Sevilla, Mauri es requerido por su antiguo y
admirado profesor Pérez Aguilera para que le asista en una de sus
dos cátedras de Dibujo. Corre el año 1971 y el número de alumnos
matriculados en la Escuela empieza a ser de tal calibre que el
catedrático jiennense no puede asumir tanto trabajo y le propone a
su antiguo discípulo ser ayudante de cátedra. Mauri, padre ya de
seis hijos, no se lo piensa dos veces y es así como decide dar el
salto de la enseñanza secundaria a la universitaria. En el curso
71/72 se ve, de este modo, dando clase de Dibujo del natural en la
Escuela donde se había formado veinte años atrás. Una tarea que,
al principio, le abruma por su responsabilidad pero que, a la vez, le
estimula intelectualmente y en la que pondrá todo su empeño y
capacidad. Muy pronto la enseñanza del Dibujo pasa a convertirse en
su segunda vocación que junto a la de pintor convivirán en él de
forma natural hasta su jubilación en 1997. Tres años después y a
instancias del propio Mauri, que se lo sugiere a su maestro, se
incorpora como segunda profesora asistente Carmen Laffón. La
colaboración de ese dream team
de la enseñanza artística duró 6 cursos inolvidables (hasta el 81)
que han quedado grabados en la memoria de prácticamente todos los
alumnos que tuvieron el privilegio de coincidir con aquel
extraordinario equipo docente. Pintores como Patricio Cabrera,
Ricardo Cadenas o Juan José Fuentes (todos matriculados en esos
años) coinciden en destacar lo importante que resultó para sus
respectivas formaciones el haber podido asistir a las clases de aquel
formidable equipo. De Mauri, en concreto, los tres convienen en
destacar la cortesía y fineza con que corregía los trabajos del
alumno así como su capacidad para acentuar las cualidades del color
y la naturaleza expresiva de la línea.
Pero
la reunión de unos profesionales tan brillantes y tan libres no
podía sino terminar provocando ciertas suspicacias en un ambiente de
fuerte endogamia como es el universitario y Laffón decide finalmente
abandonar sus tareas académicas en 1981 para dedicarse con mayor
compromiso al desarrollo de su propia obra. Mauri se queda, ya como
profesor titular, y pocos años después, en 1985, tendrá la
oportunidad de vivir en primera persona y como compañero de
Departamento la jubilación de su querido maestro y mentor.
Dos
años después, y ante la necesidad de ser doctor para asegurarse la
titularidad de su plaza en la Facultad, Mauri se ve en la necesidad
de presentar una tesis doctoral y para ello elegirá al más
sevillano de los pintores: Murillo. Y es que de alguna misteriosa
manera Murillo le ha acompañado desde el principio de su vida. El
pintor fue bautizado en la Capilla de San Antonio de la catedral
hispalense frente al enorme cuadro del santo homónimo que pintara
Murillo en 1656. Y rodeado de Murillos se casó veintiséis años
después en la iglesia de la Santa Caridad. Así, predestinado a
Murillo, Mauri dedica su tesis doctoral nada menos que a la
Inmaculada niña, joya del barroco sevillano y una de las Inmaculadas
más bellas de Murillo. Es la tesis de un pintor en ejercicio, no un
trabajo académico de investigación historiográfica. En ella Mauri
se centra en el análisis de la estructura compositiva y en la
temperatura de color del cuadro. Y en ambos aspectos concluye que
Murillo se muestra como un consumado maestro.

Paisaje de campiña, s/f
Excuso
decir que junto a su labor docente el pintor sigue saliendo a pintar,
en ocasiones junto a amigos como Laffón o Joaquín Sáenz, siempre
que sus obligaciones familiares y académicas se lo permiten.
Aprovecha los fines de semana y algunas mañanas libres para plantar
el caballete frente a algún motivo que le llama la atención en
parques y jardines de la ciudad o del entorno conileño en época
estival. De su especial agrado serán zonas como el Cortijillo de
Pickman, los jardines del Alcázar o el Parque de los Príncipes,
próximo a su piso de Los Remedios. En Cádiz frecuenta la campiña y
los montes del parque natural de La Breña, camino de Barbate y,
especialmente, las playas y algunos rincones del pueblo de Conil,
donde tiene casa. De todo ello irá dando cuenta en sucesivas
exposiciones de ámbito más bien local, unas veces colectivas y
otras, individuales, entre las que destacaríamos las dos realizadas
en la galería Melchor
(1974 y 1976), la que organiza la antigua Caja de Ahorros de Cádiz
en su sala de exposiciones (1980) y la celebrada en la desaparecida
galería de Félix Gómez (1993).
Por
fortuna algún responsable de la Obra Cultural de la antigua Caja
Huelva, luego fusionada con El
Monte, decidió comenzar a comprar una serie
suficientemente representativa de la producción paisajística de
Mauri que incluye obras de los sesenta, setenta y ochenta. Esa
política de atesorar una buena colección de pintura contemporánea
de maestros andaluces vinculados a la zona de influencia de cada Caja
de Ahorros la mantuvo también El Monte
y hoy la Fundación Cajasol
puede presumir de mantener en sus fondos una veintena de cuadros del
pintor sevillano.
Lo
cierto y verdad es que la proyección de Mauri como pintor genuino y
singular dentro de su generación comienza a sufrir un cierto
menoscabo a partir de finales de los setenta del pasado siglo por
razones diversas que no es esta la ocasión para dilucidar pero entre
las que a buen seguro cuentan su entrega a las vicisitudes
familiares, su absoluta independencia y desapego a la fama así como
su fidelidad con su compromiso docente, al que nunca quiso renunciar
y del cual generaciones sucesivas de alumnos han dado y siguen dando
agradecido testimonio.
Precisamente
con motivo de su jubilación como profesor universitario en 1997 su
buen amigo y asimismo magnífico pintor, Joaquín Sáenz, le organiza
una exposición homenaje por sus 50 años dedicados a la pintura en
la Escuela de Artesanos de Gelves. En un impecable montaje de Pepe
Soto se dispuso una representativa panorámica de la ingente
producción de Mauri en la que se daba testimonio de su evolución
pictórica desde sus primeros paisajes de Conil de 1947 hasta cuadros
de ese mismo año. Obsérvese que no es tanto un homenaje al amigo
que se jubila de la enseñanza cuanto una justa y necesaria
reivindicación de la figura de un pintor que lleva en ejercicio
ininterrumpido 50 fértiles años y, sin embargo, se le resiste el
reconocimiento público y su lugar en la historiografía artística.
En la presentación de aquel acto Sáenz dirá unas palabras sobre su
amigo y colega que quiero reproducir aquí porque, en mi opinión, es
lo más inteligente y exacto que se ha escrito sobre la pintura de
Mauri: “Él ha sido de siempre y en el mejor sentido de la palabra
un avanzado. Esta
afirmación quiero que se entienda partiendo de la autenticidad de su
pintura, hasta tal punto que ese ir por delante no ha sido nunca una
pretensión, sino un hecho natural”.

Mauri, J Sáenz y yo en casa de J Sáenz
En
todo caso, Mauri, pintor por destino, no ha dejado de estar vinculado
a su antigua Escuela a la que hasta hace pocos años ha seguido yendo
a dibujar como un alumno más a la clase de Daniel Bilbao, actual
titular de dicha asignatura y buen amigo del pintor. Y desde
principios del 2000 está adscrito al grupo de investigación
Morfología de la naturaleza
junto a sus antiguos compañeros Regla Alonso, Rosalía Martín, José
Luis Pajuelo y el propio Daniel Bilbao. Juntos han salido a pintar
las riberas del Guadaira, el transcurrir del Guadalquivir o las
marismas de Doñana. Sesiones intensas al aire libre que siguen
siendo una de las experiencias más gratas y estimulantes para el
veterano pintor. Finalmente y en reconocimiento a su trayectoria
artística y a su labor docente la Facultad de Bellas Artes de
Sevilla –su Escuela- resuelve concederle en 2021 la medalla “Al
prestigio artístico” en acto solemne
presidido por el Decano de la misma, Daniel Bilbao. Unos años antes,
en 2017, Mauri es merecedor de otro emocionante reconocimiento
público como fue la concesión de la medalla de la ciudad de Sevilla
por su aportación al arte sevillano y su contribución a la difusión
del nombre de la ciudad. Ese mismo año hace el cartel de Semana
Santa de la Hermandad de la Macarena, encargo que le satisface
especialmente.
Incluso
en los peores momentos de su vida, como fueron las tan seguidas
muertes de sus padres en 1971 o en los penosos períodos de
hospitalización de su segunda hija, Araceli, debido a una
insuficiencia renal que terminará por no poder superar en el 2000,
Mauri nunca ha dejado de pintar, aunque para ello tuviera que
recurrir a cualquier cacharro doméstico o a la presencia de algún
familiar que le acompañara en esos momentos. Apuntes unas veces y
otras, obras más acabadas que le han permitido mantener una cierta
serenidad de espíritu y una reconfortante esperanza cuando la suerte
te da la espalda y la vida se pone fiera.
Sin
menoscabo del resto de comparecencias del artista por distintos
espacios artísticos en el transcurso de este siglo – recuerdo
ahora la exposición que le dedicó la exquisita galería mallorquina
Sa Pleta Freda en 2001
o el precioso homenaje que organizó su amigo el también pintor Paco
Cuadrado en Castilblanco de los Arroyos en 2006, cuyo ayuntamiento
terminó por comprar una obra del pintor para su colección
permanente, o la exposición del año siguiente en el Ateneo de
Mairena del Aljarafe, también comisariada por otro colega amigo como
es Manolo Castaño, por no hablar de la más reciente (2022) en forma
de homenaje colectivo de la galería Magasé,
De-Ver-De fue su
homófono título—quisiera destacar, por su importancia y alcance,
tres exposiciones donde Mauri estuvo presente y en una de las cuales
fue su exclusivo protagonista.
Campos de Conil, 1982
La
primera ocurrió con motivo de la gran exposición institucional
Andalucía y la modernidad
que montara el CAAC en 2002. Una amplia panorámica en la que sus
comisarios, Mariano Navarro y Pepe Soto, deciden acotar la aportación
a la pintura moderna hecha por andaluces o desde Andalucía entre la
aparición del Equipo 57
y las nuevas tendencias de los años setenta. En total unas 200 obras
de 47 artistas entre las que podía verse un solo cuadro de Mauri, La
venta Pilín, fechado en los sesenta. Rácana
presencia que, al menos, dejaba constancia del pintor como un
componente más de la contribución sevillana a la modernidad
pictórica andaluza. Que una institución como el CAAC, después de
tanto tiempo, siga hoy sin albergar en sus fondos ni una sola pieza
de José Luis Mauri es algo que llama poderosamente la atención y
que debiera, en nuestra opinión, ser subsanado lo antes posible.
La
segunda ocasión sucedió diez años más tarde, cuando el Museo
de Alcalá de Guadaira le dedica una amplia
exposición antológica con motivo de la presentación de mi libro
Conversaciones con José Luis Mauri.
En él repasábamos, en largas sesiones de conversación que duraron
poco más de un año, su vida y su obra y que yo sepa es el único
libro que se le ha dedicado al pintor hasta la fecha. Aquella
exposición vino a llamar la atención sobre la posición de Mauri en
el contexto de la pintura contemporánea sevillana, estatus un tanto
desatendido dentro de lo que podríamos considerar el discurso
oficial. Me consta personalmente que para muchos visitantes de la
exposición –incluidos varios artistas de reconocido prestigio-
aquella ocasión supuso un cierto rescate de un pintor que se creía
amortizado.
Y
finalmente, en 2013, otra colectiva que recuperaba los nombres más
significativos de la renovación pictórica en Sevilla y aprovechaba
la ocasión para revisar la producción actual de los mismos, Reset,
comisariada por el crítico e historiador del arte José Iñiguez
para la Fundación Madariaga,
volvía a contar con José Luis Mauri, esta vez con seis paisajes
recientes del entorno conileño. Se trataba, en definitiva, de
nombrar por su nombre a los artistas principales responsables de la
incorporación de Sevilla a la nómina de las contadas ciudades
españolas donde verdaderamente hubo un empeño por incorporarse a la
modernidad. En ese empeño José Luis Mauri siempre ocupará un lugar
destacado. Y lo asombroso es que lo haya conseguido sometiéndose
sencillamente al motivo y reflejándolo siempre con emoción y
verdad.
Retratos de sus seis hijos y hermana.
Francisco L. González-Camaño