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Cristo in Pietà, Antonello da Messina |
(Dedicado a Guillermo Pérez Villalta)
El Museo del Prado posee una sola obra de Antonello da
Messina pero ¡qué obra, Dios mío! Otros museos, como la National Gallery de
Londres o la Gemäldegalerie de Berlín, tienen más, pero me gustaría creer que
si sus responsables pudieran, permutaban en el acto sus respectivos Antonellos
por esta pequeña, portentosa y única tabla del Prado. Yo, al menos, lo haría,
asumiendo todas las consecuencias.
Según parece la corte española, en su larga tradición de
siglos, no tuvo a bien adquirir obra alguna de este pintor siciliano y el museo
tuvo que esperar hasta fecha tan cercana como 1965 –y por medio de la compra a
un particular- para hacerse con esta soberbia Pietà tardía. Estamos, según todos los indicios, al final de la
vida del artista, cuando regresa por fin a Messina para establecerse allí con
éxito, después de haber aprendido de los flamencos la técnica del óleo (Vasari
le confiere la paternidad de la introducción del óleo en Italia), de haber viajado
y trabajado por toda la península y de dejar profunda y rica huella
especialmente en la pintura veneciana, ciudad de la que precisamente regresa a
su isla natal en 1476 para abrir su propio taller en el que colaborará también
su hijo Jacobello. Le quedan apenas cuatro años de vida y por fin parece que no
necesita moverse más por el continente para encontrar trabajo. Messina es un
importante puerto comercial al que llegan y del que salen toda clase de
mercancías y en las bodegas de ciertas naos y carracas a buen seguro viajaron
algunos de sus últimos cuadros hacia distintas ciudades europeas, entre ellos el
San Sebastián de Dresde, el Cristo en la columna del Louvre o este
otro, ya exánime, que nos ocupa.
Todo llama la atención en este cuadro, desde la aproximación
del autor al género hasta la insoportable belleza que dimana del drama
pasional. Para empezar, el cuadro que nosotros conocemos como “Cristo muerto
sostenido por un ángel” es, en la tradición italiana, una Pietà. Sin embargo, en la pintura renacentista italiana esta
iconografía entrañaba obligatoriamente la presencia de la virgen-madre. Aquí no
aparece, ni tan siquiera se la alude, y su preceptiva presencia es reemplazada
por un ángel. Si bien el motivo del ángel sosteniendo o consolando a Cristo ya
había aparecido en la iconografía nórdica y, en concreto, a través de un pintor
como Carlo Crivelli (ver su Pietà di
Montefiore, c. 1471) se había
empezado a popularizar en el arte del primer Renacimiento italiano (Mantegna o
G. Bellini son otros ejemplos), lo que Antonello nos propone aquí no es, en
puridad, un Lamento ni un auténtico Descendimiento ni tampoco un Ecce Homo sino más bien una libre y
sumamente inspirada interpretación que condensa, como solo un artista de genio
puede hacerlo, las tres variantes ya citadas. De hecho, la escena que el pintor
nos ofrece no está narrada en ninguno de los Evangelios. Como mucho la ha
imaginado él a partir de sus lecturas. Y he aquí un segundo motivo de asombro: lo
que hace de esta Pietà una de las
obras más hermosas e intensamente conmovedoras de la historia de la pintura
occidental es el exacto entreverado de, por una parte, un agudo sentido de la
realidad (probablemente de naturaleza nórdica) manifiesto en los minuciosos
detalles e incidentes insertos en el paisaje de fondo y, por otra, esa peculiar
sensibilidad –de raigambre inequívocamente italiana- para expresar la emoción
patética sin perder la gracia, para hacer del dolor belleza. Realismo e
intensidad emocional que Antonello vuelve a combinar de manera estupefaciente
en otra de sus últimas obras maestras –coetánea de este Cristo- como es la Annunciata de Palermo, en mi opinión el
rostro más bello jamás pintado de una mujer.
Asombro asimismo nos causa la capacidad del pintor en el
manejo de lo simbólico. Las dos figuras protagonistas se destacan sobre un
fondo en doble plano: en un primero, troncos secos y calaveras esparcidas
simbolizan la muerte mientras que, en el segundo, una vegetación frondosa y de
un verde brillante anuncia la resurrección. Al fondo, creando una ilusión de
larga distancia, se reconocen los muros y la catedral de su Messina natal vista
como una nueva Jerusalén al tiempo que justo debajo de la iridiscente ala del
ángel las cruces vacías de Jesucristo y los dos ladrones parecen querer sugerir
el monte Calvario. ¿Y qué decir del manifiesto sentimental de la pareja
protagonista, ese jovencísimo ángel doliente que respalda a Cristo en un gesto
definitivamente más allá del dolor? Ya depuesto de la cruz y sentado sobre lo
que podría ser la losa de su tumba, con la cabeza ligeramente desplomada hacia
atrás, el rostro demacrado con la boca aún entreabierta y los ojos cerrados, los brazos caídos, las
manos contraídas por el traumatismo de los clavos y el costado derecho con la
herida de la que aun quisiera manar sangre, la desnudez de su belleza ya no parece
de este mundo. Fronterizo su gesto con el “abandono de sí” que sobreviene después
del éxtasis, su belleza nos resulta escandalosa. El ángel, semioculto por el cuerpo de Cristo,
es su contrapunto: pequeño, vulnerable en sus lágrimas, vivo en su patetismo,
idealizado en su espiritualidad, no carnal, derrotado. Casi podemos sentir el
peso abrumador descargado sobre sus brazos. Demasiado pequeño para soportar el brutal
peso de la muerte.
La resurrección que anuncia esta Pietà no es gloriosa ni triunfal. Como mínimo es incierta. Y este es
el último y más inquietante motivo de nuestro asombro.