Ayer, viernes 19 de mayo, en la Casa de la Provincia de Sevilla Pepe Salas presentó su primera gran exposición individual. Una selección de casi 90 obras que ha ido creando a la par que iba viviendo su particular Viaje Interior. En el acto de presentación Pepe, del que soy buen amigo, me pidió que dijera unas palabras y esto fue más o menos lo que dije:
"Esta exposición que ahora veremos no es solo un muy relevante conjunto de obras artísticas sino, en esencia, la purga de un corazón doliente, de un corazón incómodo en este mundo que nos ha tocado vivir. Hoy diríamos de alguien inadaptado, es decir, de alguien que no termina de encontrar su sitio entre nosotros. Es, por tanto, principalmente, una confesión; el testimonio de un desnudamiento. De ahí, que lo que vamos a ver a buen seguro puede que nos inquiete, que nos perturbe y nos agite por dentro.
Toda confesión es doblemente embarazosa: no solo para quien la hace sino también para quien la recibe. Y, asímismo, es catártica, al menos para quien la hace pues lo libera de una carga.
En este Viaje Interior de Pepe Salas hay sincera poesía y hay misterio. El artista ha conseguido crear un clima emocional que nos cautiva y nos envuelve y lo ha conseguido porque, desde su punto de vista, ha dicho la verdad. En eso consiste el viaje interior, una suerte de catábasis, es decir, un profundo ejercicio espiritual.
Solo añadir que para mí el caso de Pepe Salas es el de un artista por necesidad vital, por destino. Entiende la pintura como asilo y como redención. Una especie de tabla de salvamento indispensable para poder sobrevivir en este a menudo tormentoso mundo humano. De ahí la dimensión trascendente, yo diría espiritual de su Viaje Interior que tantos años le ha ocupado y del que yo quiero en estos momentos de alegría y confraternidad felicitarlo y darle mi enhorabuena".
Cuando lo exterior es emblema de lo
interior
No conviene mirar la obra de Pepe Salas con mirada ingenua o,
dicho con más propiedad, pretendidamente ingenua; cometeríamos un enojoso error
de cálculo por culpa, lo más probable, de un exceso de información en la
memoria que hace al ojo resabiado e invita al cerebro a juzgar sin causa. Tan
perjudicial es el exceso de información como su falta a la hora de afinar el
tiro en el campo de las artes pues nos hacen ver faisanes donde solo hay
gallinas. O, lo que sería peor, unicornios en vez de vacas marismeñas.
Por más que la formación y el posterior desenvolvimiento de
P.S. como pintor sean del todo autodidactas (no cursó estudios de Bellas Artes
ni ha asistido a academia artística alguna) su férrea determinación, tal vez
por imperiosa necesidad vital, de dedicarse a la pintura casi como un
sacerdocio, así como el genuino carácter poético que destila su acotado y enigmático
mundo logran que su obra traspase de largo los límites de la consabida sinceridad
ingenua de los pintores amateurs para
orbitar nada menos que alrededor de esa categoría, escurridiza al verbo pero
inconfundible, de lo numinoso.
El ascendente poético del que antes
hablamos y que impregna toda la recóndita y cautivadora imaginería de la serie El viaje interior nos evoca el clima
emocional de una poesía como la de
Antonio Gamoneda, propincuo como pocos a la refulgencia de lo numinoso en la
elaboración de sus imágenes, y, en concreto, de un poema de su libro Pasión de la mirada que quisiera traer
aquí:
Al país que no es sino
que habita/ él, y presiente, y es de noche, landa/ que no es lugar sino dolor,
¿quién baja,/ quién entra vivo en esta sombra, quién/ accede a la invisible
compañía?/ ¿Qué ser no muere en este frío? El/ fortalece los tallos, se le oye/
beber las aguas en el interior,/ latir uniéndose a la noche, ser/ fuego que no
consume su sarmiento,/ pájaro que en sí mismo se despliega.
Palpita en esas repetidas construcciones adversativas e
interrogativas, en ese misterioso pronombre personal masculino una muy similar
voluntad de oscurecer, de cifrar con un símbolo aquello que se desea expresar,
a la de nuestro pintor que, como si supiera que el sentimiento numinoso es, por
esencia, reluctante a la enseñanza y el aprendizaje, acierta a despertarlo por
medio de la sugerencia y la insinuación. Si pudiéramos ver las obras de esta
exposición como se ven los fotogramas de una película percibiríamos aún mejor
la naturaleza de ese clima emocional que envuelve y vela, como una oscura nube
de tormenta, la melancólica imaginería que el artista despliega no solo para
describir un viaje sino para levantar, de paso, el andamiaje de un territorio
tan propio como mítico, pues es su alma quien lo habita.
Si nos fijamos en los primeros cuadros que dan origen a El viaje interior, de los años 2003 al
2007, cuando aún el artista no tenía conciencia de estar iniciando serie alguna
y obedecían a una inevitable necesidad interna, observamos en ciertos estilemas
característicos como el rostro ausente de la figura, desconectado voluntariamente
del exterior, la inclinación por el color sombrío y el trazo grueso, la
aparición de la vaca como tótem, animal tutelar de la marisma, o el gusto por
las formas circulares y las visiones oníricas, recursos y procedimientos (en
ocasiones probablemente inconscientes) con los que poder dar salida, unas veces
por medio de símbolos y otras recurriendo al arquetipo, a experiencias
personales de íntimo carácter así como a estados de ánimo marcados por el
desasosiego y cierta angustia vital. Algo así como una secuencia de conjuros
plásticos de clara intención catártica; y, en definitiva, una manera de irse
autobiografiando en el tiempo sin necesidad de autorretrato alguno.

Presencia, grafito sobre papel, 2009
Obras inaugurales en las que percibimos algunas concomitancias
de forma y fondo con muchos de los dibujos de Alfred Kubin, pero –algo
reseñable- sin el elemento trágico o siniestro que introduce el artista checo. En
contadas ocasiones llegan a ser las pinturas y dibujos de P. S. imágenes de mal
agüero pues muy raramente se encuentra en ellas ese componente morboso o
monstruoso que, por el contrario, sí se refleja en la obra de Kubin o en la
serie dedicada a E. Allan Poe de un artista sin casilla como Odilon Redon, por
cierto, muy admirado por el primero. En sus más lúgubres dibujos a creta
(aquellos que escenifican pesadillas) es acaso donde más se aproxima a lo
siniestro o lo sombrío, no solo de la noche sino también de la mente. Imágenes
turbadoras en las que el artista vierte una experiencia agónica: el asalto, en
la indefensión del sueño, de una extraña forma ovoide, generadora de energía
negativa, que lanza sus rayos como redes y atormenta a su víctima. De nuevo,
pues, volvemos a tropezarnos con lo numinoso en su doble vertiente de
experiencia misteriosa y tremenda a la vez. Lo misterioso y lo tremendo como
eficaces estímulos de la imaginación. Una imaginación, la del artista, que
entonces puede servirse de ellos como potentes medios de expresión para descubrir
las oportunas correspondencias entre lo pensado y/o sentido (las ideas y
sentimientos) y lo representado (las cosas).
Y Correspondences será, precisamente,
como Baudelaire titule uno de sus más célebres sonetos en el que podemos leer: La natura es un templo donde vividos
pilares/ dejan, a veces, brotar confusas palabras./ Por allí pasa el hombre
entre bosques de símbolos/ que lo observan atentos con familiar mirada.
Toda obra simbolista apunta su tiro hacia un objetivo
trascendente, máxime si en ella se dan cita motivos, atributos y emblemas
religiosos o en la esfera de lo religioso. Es evidente que para P. S. “la natura
es un templo” por donde “pasa el hombre entre bosques de símbolos”. No de otro
modo ha de entenderse, por poner solo tres ejemplos, la presencia recurrente
del nimbo, como signo de estado de beatitud o, incluso, marca de santidad, sobre
la cabeza de la solitaria figura, o las desproporcionadas y un punto
inquietantes alas negras, prótesis angélicas que subrayan, por contraste, la
terrestre condición del mortal que las porta, o, en fin, esa densa geografía
fantasmagórica, salpicada de ectoplasmas y figuras espectrales, cuya apariencia
hace más solitaria aún la soledad del personaje. Pero, por encima de todas y
como gobernando el pensamiento plástico del conjunto al completo, la imagen del
viajero, perfecta alegoría de ese viaje
interior que atraviesa el espíritu de la serie en su totalidad.

Viajero, creta sobre papel, 2010
Sobre una sencilla balsa de troncos, sin más ayuda que una
escueta vara a modo de remo, desnudo y expuesto a los elementos, el viajero se
concentra en el esfuerzo de dominar la corriente sin perder el equilibrio. Lo
que surca –así nos lo parece- es el río
de su propia vida. En eso consiste el viaje trascendente, esa suerte de
catábasis que, una vez decidida, debe hacerse en soledad y sin miedo hasta
alcanzar las fuentes del yo liberado ya de las servidumbres del ego. Un largo y
fatigoso viaje en el que, unas veces, te visitarán recuerdos recurrentes como
los de un antiguo amor nunca olvidado (Amantes,
2013) y otras, sueños y visiones rayanos con el arquetipo (Salvación, 2012, donde un ciervo de flamígera cornamenta parece
haber sido rescatado por el viajero de las procelosas aguas o El Sueño, 2018, donde ahora el viajero
descansa dormido y custodiado por dos ángeles que lo han relevado de su función
y en la balsa, durante las horas nocturnas del sueño, lo conducen con esmero). Pero
todo profundo ejercicio espiritual (y una catábasis lo es) entraña siempre
riesgo psíquico y así el viajero, en su voluntaria e ineludible travesía del
desierto, tendrá que superar penalidades, tentaciones y acechantes peligros.
Las escenas de cavernas y de cuevas que, sin remedio, nos evocan la inmensa
vorágine del Inferno dantesco, con su
caterva de condenados de toda laya sufriendo tormento en sus nueve círculos, son
formidables pasajes de penalidad del mismo modo que en obras de títulos tan
explícitos como Tentaciones o Mujer, de 2012 y 2019, las mujeres –de
formas blandas y casi bulbosas o, por el contrario, turgentes como odaliscas- ejercen
su poder de seducción y tientan al viajero con ardides que nos traen a la
memoria las sirenas de la Odisea, las de sonoro canto letal para los hombres. Y
en cuanto al peligro, éste habita, en ocasiones sin saber muy bien dónde
localizarlo, por entre las grietas y oquedades del difuso bullir de formas que elevan
abruptas cordilleras y bizarras formaciones rocosas y es, por tanto, peligro
ubicuo. En cambio, en otras, se hace cuerpo y adopta la apariencia del animal
salvaje, ese aterrador y muy concreto felino que acecha, campa o merodea en
óleos y dibujos como Travesía (2018)
o Amenaza (2010).

Amenaza, creta sobre papel, 2010
Recursos iconográficos y temas, por lo demás, muy del gusto
simbolista a los que pintores como Moreau, Khnopff o incluso Rousseau, el
Aduanero, ya habían recurrido en obras tan significativas como Edipo y la Esfinge, Las caricias o La gitana
dormida, respectivamente. Si en el muy poético cuadro del Aduanero es un
león el que olfatea con dudosa intención a la figura dormida a la luz de la
luna, en Moreau y, aún más claramente, en Khnopff el peligro toma hechuras de
felino (pantera y guepardo) para representar a la amenazadora esfinge de la
mitología clásica. En el
caso de estos dos últimos pintores (cultos, literarios, introvertidos y
militantes de la causa simbolista) el juego cruzado de sexo y muerte (tentación
y peligro) queda más que sugerido por la gestualidad y el contacto físico de
sus protagonistas, algo que, sin embargo, P. S. prefiere evitar en sus cuadros
y tratar de un modo menos explícito y por separado. Cabe decir, todavía dentro
del campo de resonancias de un pintor como Moreau, que se podrían rastrear
ciertas similitudes en el tratamiento del paisaje, si bien es cierto que en el
caso de nuestro pintor la naturaleza toma un protagonismo y asume una entidad
psíquica que no se advierte en la pintura del francés.
Partiendo, a menudo, de la mancha como recurso inspirador P.
S. va, poco a poco, conformando toda una escenografía paisajística de
estructura polimórfica y carácter tenebroso, en una suerte de abigarramiento
formal en el que se logra la paradoja visual de construir una compleja
morfología para luego desmaterializarla. Una naturaleza que se nos ofrece, así,
en estado latente, como un espeso misterio donde se amalgama lo humano, lo
animal y lo geológico. Contribuye, sin duda, a ello la aplicación del medio,
sea éste óleo, creta o lápiz, casi al estilo all over, dificultando en gran medida la distinción entre elementos
principales y secundarios de la composición y haciendo de ésta algo no
relacional.
Monte Erebus, grafito
y óleo sobre papel, 2018
La rotunda y sumamente expresiva presencia del paisaje en El viaje interior responde, sin la menor
duda, a necesidades psíquicas del propio autor. Llama la atención que cuanto
más se va adentrando el pintor en la experiencia iniciática de su viaje, menos
se parece el paisaje representado al natal que le rodea en su cotidianidad,
esas dehesas, arrozales y marismas del bajo Guadalquivir, señas vernáculas de
identidad que solo en las primeras piezas de la serie cobran protagonismo en
forma de choza marismeña y en los llanos horizontes que la circundan. De la
vaca hacemos abstracción pues más que un elemento del paisaje como tal nos
parece que su tratamiento adquiere otra dimensión, pasando a ser efigie de comarca
y símbolo de fecundidad. En cualquier caso, no parece que la recreación más o
menos verosímil de su propio paisaje haya sido uno de los propósitos o
necesidades que albergara el pintor. La tendencia, más bien, apunta hacia otro
objetivo: tomar la naturaleza como punto de partida para, acto seguido, irse
distanciando progresivamente de ella hasta lograr favorecer otras dimensiones
que la transformen en algo parecido a un enigma. Un enigma en el que caben
recuerdos de experiencias personales de carácter familiar (El estanque de los caballitos, 2013, donde vuelve a aparecer la
relación entre padre e hijo) o de índole más íntima y personal (por ejemplo, Encuentro con la sombra, Viaje interior y Calma, tres óleos del 2021 donde el espejo es más bien una ventana
por la cual el personaje se abisma en su propio interior). Recuerdos y
experiencias personales, al fin y al cabo, tratados a la manera de un enigma.
Por todo ello cabe deducir que P. S. no desconoce la
diferencia entre lo visible y lo real. Aquello que vemos solo puede ser, a lo
sumo, conductor de lo real. Nuestra realidad se conforma, a partes iguales, por
lo que percibimos del mundo por medio de los sentidos y –no menos importante-
por lo que nos llega filtrado a través de nuestro espíritu. Como muy
atinadamente nos recuerda Patrick Harpur, “nuestra visión del mundo es sólo una
visión, pero no el mundo (…) La imaginación permite asumir que solo es posible
contemplar el mundo a través de alguna perspectiva imaginativa o mito (…) Toda
literalidad conduce sin remedio a la ceguera”.
P. S., al decidirse por narrar su viaje interior, ha recurrido a la imaginación
por la vía del símbolo. Y sabemos que la peculiaridad principal del símbolo
consiste en significar lo que está más
allá, aquello que por ser trascendente está fuera del mundo. Una experiencia
iniciática como la descrita aquí es, en este sentido, trascendente por derecho
propio. El pintor, en su imperiosa necesidad de autoconocimiento e
introspección, despliega en imágenes un periplo que nos recuerda al de las tres
vías del viaje místico (purgativa, iluminativa y unitiva): del descensus ad inferos a la serenidad y
plenitud absolutas de sentirse uno con todo lo creado. Unión mística que bien
podrían simbolizar esos enigmáticos bloques sagrados que destacan por su
granítica blancura en mitad de la noche; secreta y muy lograda manifestación de
lo numinoso, donde todo está contenido.
Goethe, que sabía de estas cosas, lo dejó escrito en una
carta a su amigo el filósofo Friedrich H. Jacobi: “principio y fin de toda
actividad artística es explicar el mundo relativo al yo a través del mundo
interior”.
P. S. lo ha cumplido.
Francisco
L. González-Camaño