miércoles, 18 de abril de 2012

Alexandre, el chiquillo que hizo cambiar de barrio a Manet

En el refinado ambiente de la colección Gulbenkian de Lisboa, entre estampas venecianas de Guardi y primorosas escenografías prerrafaelitas, destaca un retrato de Manet. Probablemente uno de los retratos del maestro que guarda más enigmas en su interior. En él nos presenta a Alexandre, un rapaz de apenas quince años, rubio, de tez blanca y encendidas mejillas, tocado con un vistoso gorro panadero de color rojo, algo ladeado, que tan bien concierta con el rojo corinto del puñado de cerezas que rodea con sus manos. Los ojos de Alexandre nos observan entre divertidos y pícaros. Pero en ellos anida algo que no casa con sus quince años, algo que rebate su sonrisa, parecido a un temblor o a una pena mal disimulada. 
Enfant aux cerises
A un pintor como Manet, tan buen fisonomista, no podía escapársele el detalle. Y aun así, las circunstancias tampoco lo hubieran permitido. Cuando avanzaba en las sesiones el retratado decidió ahorcarse y lo hizo en su propio estudio. Así que lo que Manet confina en 65 por 55 centímetros es, en realidad, la escueta historia de una tragedia personal, el relato de un trauma.
Alexandre era su modelo, un mocoso de la calle cuyos padres, sin recursos, ofrecían al pintor a cambio de unas pocas monedas y algo de ropa limpia. Manet era joven, estaba empezando y necesitaba modelos para ejercitarse, además el muchacho le enjuagaba los pinceles y le iba a por recados. Todo esto lo sabemos por Baudelaire, a quien Manet se lo contó un día y que debió de quedar tan impresionado que lo regurgitó en forma de relato bajo el título de "El cordel" y una dedicatoria a su amigo el confidente. Un relato, por cierto, en el que parece que es el propio Manet el que habla y cuyo final es de una sordidez inquietante. Por él también sabemos que Alexandre, a su edad, sufría crisis depresivas que intentaba aliviar con la ingesta inmoderada de dulces y licores. Todo ello combinado precipitó su suicidio.
Cansado el pintor de los excesos del chiquillo lo amenazó con devolverlo a sus padres y al finalizar su reprimenda salió a la calle. A su regreso cuál no sería su espanto cuando lo vio colgado del saliente de un armario. No había duda, la silla derribada en el suelo, la cara hinchada, el cuerpo rígido y una fina cuerda hundida en la piel del cuello delataban por sí mismos. No podemos imaginar el asombro horrísono de Manet, su terrible desconcierto, su soledad y su impotencia. Al muchacho no era la primera vez  que lo pintaba y precisamente en esos días lo hacía junto a unas cerezas en un retrato al que llamaría "L'enfant aux cerises" quizá porque en ellas, en el licor que guardan dentro, se escondía parte de la razón de su tragedia. Pero Manet no quiso o no pudo acabarlo en el estudio que compartía con su amigo Albert de Balleroy en la rue Lavoisier. La sombra suspendida de ese cuerpo adolescente le agarrotaba los dedos, le impedía concentrarse. Y terminó por huir, por mudarse a otro barrio, al taller de la rue de Douai donde consiguió, por fin, acabar el retrato con la sola ayuda de su memoria.
El cuadro, de aun cuando Manet era un prometedor pintor realista recién salido del taller de Couture y apasionado de los maestros barrocos españoles y flamencos, perteneció durante décadas a su hermano Eugène, marido de Berthe Morisot, hasta que el magnate del petróleo Calouste Gulbenkian lo compró en 1910 para engrosar el número de su colección privada. Y es ahí donde reside desde entonces, cerca de nosotros, en Lisboa, en ese ecléctico y exquisito conjunto de piezas artísticas que podemos admirar en el museo de la Fundación Gulbenkian, tan cerca de la plaza de España. Precisamente el mismo museo que puede presumir de colgar en sus paredes otro retrato manetiano, también de adolescente, quizá el más bello retrato de los suyos y que tantas similitudes compositivas tiene con el del infortunado Alexandre, "L'enfant aux bulles de savon" (el niño de las pompas de jabón).
Enfant aux bulles de savon

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