lunes, 22 de junio de 2020

Arte y Vida

Sin titulo, Donald Judd, 1972


El arte no es la vida. Empecemos por ahí. En todo caso, el arte es algo que contradice a la vida, algo que irremediablemente la refuta. La vida es, por esencia, transitoria e inestable y siempre acaba mal. El arte, en cambio, es permanente o, como mínimo, aspira a serlo. En esto, como en algunas otras cosas, no conviene desobedecer mucho a los griegos clásicos para los que la cultura en general y el arte en particular eran actividades “contemplativas”.
Hannah Arendt, que no era sospechosa de ser precisamente muy platónica, decía –y la apreciación me parece tan precisa como preciosa- que en una obra de arte el creador proyecta una idea o una emoción en un objeto que está fuera de él. Y añadía: “Siendo así, el único criterio no social y verdadero para juzgar las cosas específicamente culturales es su permanencia relativa y aun su posible inmortalidad. Solamente lo que es capaz de durar en el tiempo puede pretender ser un objeto cultural”.
Lo que ocurrió a partir de la eclosión de las vanguardias a principios del siglo pasado fue que esta visión del arte y de lo cultural fue puesta en solfa, por arcaica y reaccionaria, no por las masas iletradas o los representantes de la cultura “de medio pelo” sino, paradójicamente, por la intelectualidad y las élites rectoras de la cultura moderna. El meollo del arte y la cultura, sostenían muchos artistas y buena parte de la crítica, se había desplazado de la obra en sí a la personalidad del artista o, lo que es lo mismo, del objeto con vocación de permanencia al proceso transitorio. La obra de los llamados “pintores de la acción” y el subsecuente trabajo teórico de un crítico como Harold Rosenberg son ejemplos canónicos de lo que digo.
Pero si la pintura es fundamentalmente acción no hay entonces diferencias cualitativas entre el apunte inicial y el objeto final. No hay, pues, jerarquías en el arte nuevo y cada acto es un suceso por sí mismo. Esta sería una de las consecuencias de eliminar cualquier diferencia entre el arte y la vida. Otra: que el objeto acabado, si es que lo está, tiene menos significación que los distintos procedimientos que le dieron origen.
Lo que más llama la atención es que a pesar del importante calado de estos cambios en el paradigma estético moderno, el propio talante anti-intelectual y disolvente de este arte nuevo (preocupado en borrar de una vez por todas la frontera entre el arte y la vida) no ha conseguido, no solo revolucionar de manera irreversible la forma estética tradicional, sino ni tan siquiera ofrecer una sola obra artística arquetípica, capaz de representar el espíritu de su época.  Aunque, quizá, eso sería ya mucho pedir en una época como la nuestra.


martes, 16 de junio de 2020

Indefensos ante la Calamidad





Triunfo de la muerte, Brueghel el viejo, 1542






De nuevo nos ha golpeado la calamidad. Y, como lo ha venido haciendo a lo largo de la historia, volverá otra vez a golpearnos en el futuro cuando menos lo esperemos. Nuestra sociedad occidental no está preparada moral ni intelectualmente para las calamidades. El racionalismo, por una parte, interpreta cualquier contratiempo existencial como un problema para el que hay que encontrar una oportuna solución aplicando, sin más contemplaciones, el principio lógico de que cada pregunta concreta exige una respuesta determinada. Y, por otra parte, sostiene que la eficiencia económica y el desarrollo tecnológico harán realizable la utopía de la de la satisfacción general de las necesidades básicas de la población.
Hasta el siglo XIX las sociedades humanas han estado preparadas para la calamidad gracias a los viejos asideros trascendentales de la realidad. Tradicionalmente el asidero por antonomasia fue la religión, que lograba proyectar un orden cósmico sobre el plano de la experiencia humana. Pero, desde el Renacimiento, las sociedades modernas han ido sustituyendo la religión por distintas utopías en absoluto trascendentes, utopías que, muy al contrario, deben realizarse a lo largo de la historia a través, fundamentalmente, del avance científico y del progreso tecnológico.
El problema real de la modernidad ha sido el de la creencia. Y por eso las distintas crisis que hemos ido encadenando desde, al menos, la segunda mitad del siglo XVIII han sido crisis del espíritu, pues los nuevos asideros han demostrado ser ineficaces e ilusorios mientras que los viejos han quedado inservibles por inverosímiles. Una situación que, como sociedad, nos ha llevado al nihilismo. A falta de un pasado donde apoyarse y de un futuro en el que poder creer solo nos ha quedado el vacío. Todavía en época de Nietzsche el nihilismo podía ser una filosofía provocadora y de poderes casi taumatúrgicos pero hoy, que ya no queda nada por destruir ni nada significativo en que creer, el nihilismo posmoderno ha demostrado ser el aliado cultural más eficaz de nuestra indefensión ante la calamidad.

domingo, 31 de mayo de 2020

Poussin, el equilibrio


POUSSIN, EL EQULIBRIO






Apolo y Dafne, 1664. El Louvre.


Con la obra de ciertos artistas creo que se necesita mucho tiempo para alcanzar un juicio definido. Ocurre especialmente si has frecuentado desde joven ciertos cuadros que te interesaban o ejercían sobre ti una extraña seducción pero no sabías muy bien cómo explicarla. Pasan los años –a veces debe pasar más de media vida- y entonces un día empiezas a darte cuenta del verdadero valor de su belleza. Con Poussin me ha pasado eso. De joven lo admiraba, sabía delante de él que estaba ante la obra de un maestro, pero solo ha sido mucho después cuando he logrado comprender, de una forma íntima pero definitiva, por qué Poussin era un maestro. No me extraña nada que un pintor tan reflexivo y concienzudo como Cézanne sintiera profunda admiración por su obra, una admiración, dicho sea de paso, no tan generalizada entre sus compatriotas, enamorados entonces del Impresionismo aún en toda su potencia, como entre algunos destacados "connaisseurs”  ingleses y alemanes de la época. La crítica francesa, ya digo, vio en este artista poco más que a un pintor aburrido y no fue hasta el público entusiasmo de Cézanne por él que la cosa empezó a cambiar. Tildado muchas veces de “pintor intelectual” ha debido esperar hasta bien entrado el siglo XX para que se le reconociesen sus indiscutibles valores plásticos. Citaré en este sentido, sin ánimo de erudición, los canónicos estudios de Friedländer, Grautoff o Blunt, todos ellos importantes valedores de su legado.
Del mismo modo que  Cézanne se convierte en un artista clásico al saber reprimir todo impulso romántico en su obra, también en la evolución de Poussin observamos cómo de sus conocidas imágenes del amor festivo pasa, en su producción final, a practicar una meditación más desapasionada e incluso pesimista del sentimiento amoroso. El Apolo y Dafne del Louvre es, por ejemplo, una buena prueba de ello y quizá el último mensaje de Poussin a sus contemporáneos. Así, sus paisajes y escenas mitológicas finales rezuman una sabia melancolía ligada a ese obligado dominio de las pasiones y al reemplazo del ideal panteísta por una cierta resignación estoica. Y eso hoy, a mi edad, lo entiendo mucho mejor y me toca en lo hondo.
Poussin conecta el arte francés con el Alto Renacimiento y el arte de la Antigüedad en su conjunto, proporcionando el punto de partida para una tradición en la que incardinar luego tanto a un Ingres como a un Balthus. Como ellos, pinta escenas pensadas, hasta sus paisajes son imágenes vestidas de pensamiento. Creo que la voluntad de ser clásico se funda en la búsqueda del equilibrio entre la expresión y la idea, sin énfasis, sin añagazas. Lo que me gusta, lo que en verdad me emociona de Poussin es su persistente esfuerzo por alcanzar la clasicidad, ese inequívoco equilibrio emocional, en un tiempo que ya empezaba a dar señales de desvarío. No hace falta subrayar que sus pinturas fueron hechas por un artista culto, imbuido de literatura fabulosa y legendaria, antigua y moderna, para clientes inmersos asimismo en la cultura clásica. Un artista que se movió con comodidad en ese mundo de mitos que, con el progreso, se ha vuelto cada vez más oscuro para nosotros. Pero aun habiéndose perdido el contacto con el mundo imaginario del humanismo y haciéndose, por tanto, la interpretación de sus imágenes una tarea difícil para la mayoría de nosotros, lo que me sigue pareciendo emocionante –y también significativo- es que esa supuesta dificultad no interfiere en absoluto en el disfrute de la obra, en el placer de su pintura. Uno se da cuenta delante de los cuadros de Poussin –especialmente de los de su larguísimo periodo romano- de que no fue un ilustrador de mitos (ya fueran las Metamorfosis de Ovidio como Los Siete Sacramentos del Catolicismo) sino, muy al contrario, un filósofo de la pintura, por así decir. Para él la pintura parece el resultado de profundas reflexiones, unas veces motivadas por la lectura y otras, seguramente, por conversaciones con sus conocidos y colegas.
Los últimos diez años de su vida son una verdadera apoteosis. Sensible a la belleza de la naturaleza, sirviéndose del mito no como un fin sino como un medio, modulando la expresión y madurando sus ideas, realmente termina por expresar la genuina serenidad de un mundo olímpico. Y lo que pinta, entonces, ya no es la tierra que ve ni siquiera la alegórica que imagina sino lo más parecido a un jardín ideal,  posesión exclusiva de los dioses.




martes, 10 de marzo de 2020

La Piedra de los Siete Guerreros o Borges en su sitio


La piedra de los siete guerreros o Borges en su sitio.






Amenazaba lluvia pero la lluvia se demoraba en caer y en esa amable demora anduvimos recorriendo el cementerio. Era la hora del almuerzo de un día terroso en Suiza y en el céntrico cementerio de Plainpalais no había un alma, excepto nosotros dos. Aunque el motivo de mi visita era Borges el recinto nos pareció tan agradable que más que encaminarnos hacia su tumba convinimos en deambular por sus límpidos senderos de grava sin urgencias, hasta encontrar su lápida. Yo llevaba una precaria imagen de ella en mi recuerdo (vista en alguna fotografía) y cuando creí reconocerla desde lejos sentí un primer escalofrío. Resultó no ser la del autor de “El inmortal” pues semejantes a la de él había otras lápidas por su zona. La hallé en un segundo intento y al leer su nombre en la piedra me quedé plantado y me interrumpió la emoción. Había llegado hasta aquí para mostrarle mi respeto y mi agradecimiento de lector maravillado. El intenso placer intelectual y las impagables enseñanzas formales de su lectura eran razones más que suficientes para, ahora que tenía ocasión, acercarme hasta su nombre tallado en granito y darle las gracias.
Carlos debió de observar mi turbación y con gran tacto decidió alejarse unos metros fingiendo atender otras tumbas. Yo, mientras reparaba en un triste ramo seco –sus flores ya del color de la ceniza- dejado sobre un vaso de cristal desvaído por alguna fervorosa mano entre la piedra y el seto de boj, aproveché para bisbisear unos versos del maestro como si de una oración laica se tratara. Y así recité en voz muy baja los últimos versos de “Las cosas”, ese asombroso soneto borgiano que así termina: “¡Cuántas cosas/limas, umbrales, atlas, copas, clavos,/nos sirven como tácitos esclavos,/ciegas y extrañamente sigilosas!/Durarán más allá de nuestro olvido;/no sabrán nunca que nos hemos ido”. La discreción y la mesura marcaron la vida pero también la muerte del escritor. Por eso decidió irse a morir a Ginebra. “En Ginebra me siento extrañamente feliz” dijo, y luego añadió: “soy un hombre libre. He resuelto quedarme en Ginebra porque Ginebra corresponde a los años más felices de mi vida”. Se refería a su adolescencia, cuando en 1914 llega con su familia para una breve estancia y por causa de la Gran Guerra se ven obligados a pasar allí cuatro años. Años decisivos en su formación en los que aprende alemán y refuerza su francés y, creo yo, ve nacer su vocación literaria.







Borges aspiraba, a un tiempo, a la invisibilidad (“he tomado, como cierto personaje de Wells, la determinación de ser un hombre invisible”) y a la universalidad y Ginebra le brindaba ambas dones. El anonimato y un ecumenismo cultural de distintas lenguas y religiones en grata convivencia. La misma lápida que ahora tenía frente a mí lo declaraba sutilmente. Y también su entereza. En el frente, debajo de su nombre, un círculo en el que se inscriben siete guerreros con sus armas blandidas y, fuera de él, aún más abajo, un verso en el inglés antiguo de un poema del siglo XI que conmemora la batalla de Maldon contra los vikingos. “Y que no temieran” sería la traducción. Es parte de lo que les dice el líder sajón a sus hombres antes de la batalla donde saben que van a morir y aún así libran. Y es también lo que a buen seguro se repetiría voluntariosamente Borges los meses que decidió pasar en Ginebra antes de morir.  Pero por detrás la piedra también habla; tiene tallada otra frase más larga, esta vez sacada de una saga nórdica (Völsunga saga), que dice: “Él toma la espada Gram y la coloca entre ellos desenvainada” y debajo, una talla de un barco vikingo que, sin duda, simboliza la eternidad y el viaje del que no se ha de volver.
Cuando terminé de dar la vuelta a su tumba y de hacer las fotos comprendí que Borges estaba en su sitio, donde él quiso estar para siempre. Solo espero que en esta discreta tierra suiza haya encontrado paz en el sueño.









lunes, 2 de marzo de 2020

El jardín medieval del Maestro del Alto Rin






Pequeño Jardín Medieval. Maestro del Alto Rin, c 1415






Cuando hablamos de arte medieval no conviene olvidar que lo perdido es abrumadoramente más extenso que lo preservado y aun esto, por desgracia, mucho menos abundante que lo conocido. Sucesivas e innumerables destrucciones han ido asolando un patrimonio que, a buen seguro, convierte lo que resta en una mínima parte de lo que en su día hubo de existir. Destrucciones, en unos casos, fortuitas, pero las más de las veces provocadas por el impulso destructor del hombre. Si a ello añadimos la deprimente falta de documentación y la anonimia que afecta a más del 90% de los artistas románicos y a una parte no muy inferior de los góticos, el panorama final se asemeja mucho a un ruinoso jeroglífico sin esperanza de resolución.
Por no abrumar con demasiados detalles solo recordaremos que más de la mitad de la obra de un artista de la talla de Roger van der Weyden ha sido pasto del infortunio sin apenas memoria hoy de lo perdido; o que dos de las manifestaciones más excelentes de la pintura de la Baja Edad Media en Occidente como son el Díptico de Wilton (c. 1395) de la National Gallery de Londres o este Pequeño Jardín del Paraíso (c. 1410), que ahora nos ocupa, siguen condenados a la lega orfandad por falta del más mísero documento acreditativo.
Nada sabemos de su autor excepto –y no de forma concluyente- su procedencia y años en activo. Después de ímprobas investigaciones y cotejos que a menudo derivaron en inevitables querellas entre historiadores y especialistas por fijar una atribución o arriesgar incluso una identificación, tenemos que seguir refiriéndonos al autor de esta admirable obra con el desalentador título de “maestro”. Maestro del Alto Rin, por ser un poco más precisos, al menos en su área de actuación. El arte del Medievo, ya lo hemos dicho, está lleno de “maestros” sin nombre. Las investigaciones de eruditos como Carl Gebhardt o Ernst Buchner son las que más cerca han estado de desentrañar el misterio llegando incluso a arriesgar el nombre de Hans Tiefenthal. Sin embargo, tal paternidad no termina de lograr el consenso de la cauta y recelosa comunidad académica internacional. Sea como fuere, lo que no parece en entredicho es que el autor de esta tabla vivió y trabajó del 1410 al 1448 en ciudades como Basilea, Estrasburgo, Colmar o Sélestat, todas ellas conectadas por el Rin. Del mismo modo, tampoco se cuestiona su adscripción a lo que se ha dado en llamar estilo “gótico internacional”. La expresión es del historiador de arte francés Louis Courajod y por ella entendemos una inclinación por las líneas graciosas y refinadas, el movimiento elegante y una rica ornamentación dispuesta a confundir lo sacro con lo profano que se desarrolla entre finales del XIV y las primeras décadas del siglo XV. A todo ello habría que añadir el gusto por los colores puros, encarnados aquí en la elección de verdes, azules, rojos y blancos. Un estilo que, en definitiva, debe mucho a la costumbre de iluminar los salterios o libros de horas y que hay que situar dentro de un contexto cortesano, especialmente sensible al lujo y dispuesto a evadirse de una realidad a menudo desoladora. En buena parte de la pintura de estilo gótico internacional las escenas, incluso de carácter religioso, están concebidas para el placer de los sentidos y los recursos pictóricos se dirigen a la expresión de la belleza, evitando con cuidado todo detalle que pueda connotar drama o excesivo desánimo. La presencia de la Virgen María con su hijo en el jardín del Paraíso se convertirá, por tanto, en un tema perfectamente adecuado al espíritu que animaba la estética tardomedieval, como demuestra el significativo número de obras que lo aborda. El propio Maestro del Alto Rin según parece lo trató, que se sepa, en otra ocasión logrando, de nuevo, una obra maestra: la gran tabla de La Virgen de las fresas (c. 1420) del Museo de Bellas Artes de Soleura (Suiza), en la que Nuestra Señora vuelve a aparecer rodeada de flores y pájaros con corona dorada y un libro rojo entre sus manos.







El motivo del “jardín cerrado o secreto”, del mismo modo que ocurrió con “la adoración de los Reyes”, se convertirá para los artistas de la Baja Edad Media en una magnífica oportunidad de “profanizar”, gracias a las licencias que permite el arte, un tema sacro. Cuestión, esta última, que estudió con gran profundidad Johan Huizinga en su imprescindible “El otoño de la Edad Media”. Este jardín en el que vemos a la Virgen y a su hijo en compañía de seis santos aparece protegido por un muro blanco almenado, lo que nos remite no sin fundamento al tópico del “hortus conclusus”, tradicionalmente asociado a la virginidad de María. Ya el mismo origen de la expresión es religioso pues su fuente bibliográfica es nada menos que “El Cantar de los Cantares”, uno de los más bellos libros del Antiguo Testamento: “huerto cerrado eres, hermana mía, esposa mía, huerto cerrado, fuente sellada” dice la traducción clásica, (Cantares, 4:12). Ahora bien, si su fuente bibliográfica la encontramos en el Antiguo Testamento, su más que probable fuente artística o iconográfica la hallamos, sin embargo, en otro jardín medieval, el “Hortus Deliciarum” de Herrada de Landsberg, una monja alsaciana del siglo XII que llegó a ser madre abadesa de la abadía del monte Saint Odile en la región de los Vosgos. Este “Jardín de las delicias” (primera enciclopedia de la que se tiene noticia escrita por una mujer) se convirtió en uno de los manuscritos iluminados más célebres de su época ofreciendo, no solo a las pupilas de abadías y conventos de Centroeuropa sino también a artistas de toda condición, un precioso inventario de imágenes y significados del concepto de “paraíso terrenal”. Así, podemos decir que el jardín ideal de la Baja Edad Media se ajustaba perfectamente a la imagen del “hortus conclusus”. Por otra parte, la presencia del muro almenado era una constante iconográfica en la ilustración de los libros de horas de los siglos XIII y XIV, sobre todo en los territorios franceses y en la región de Bohemia. Un muro de trazado ideal, no ajustado a ley alguna de proporción o escala y, por tanto, no integrado en el paisaje de la escena. Su papel era de mero delimitador espacial, generador de un marco que acota y subraya el episodio narrado. En este caso, el episodio narrado no es más que una representación simbólica de la virginidad de María, como ya se ha dicho. La Virgen aparece leyendo (por el gesto de sus dedos, diríase hojeando) un códice de rojas cubiertas, que bien pudiera ser una Biblia, con la cabeza inclinada en paralelo al libro y envuelta en manto azul mientras su hijo, justo debajo de ella, parece disfrutar pulsando un salterio en compañía de santa Catalina, aunque en esto no hay acuerdo. Nos parece aquí oportuno recordar que el salterio era el instrumento de cuerda que se utilizaba tradicionalmente en la Edad Media para acompañar la liturgia de las horas. Así lo refleja, por ejemplo, una hermosa ilustración protagonizada por el rey David en el Salterio de París, códice del siglo X que guarda, como una de sus joyas, la Biblioteca Nacional de Francia. Llama también nuestra atención el discreto lugar reservado a María que, contrariamente a lo habitual, no ocupa el centro de la tabla ni siquiera su eje vertical, configurando, en cambio, un vacilante círculo con las restantes figuras femeninas a su derecha y con su propio hijo. Círculo que se inscribe dentro de un triángulo escaleno que abarcaría a las ocho figuras representadas en el jardín y del cual María sería su vértice superior. Algunos estudiosos de la obra han pretendido identificar a la mujer que recoge cerezas en el hueco de su faldón para luego trasladarlas a un gran cesto de mimbre como santa Dorotea, quizá por ser el emblema de ésta una cesta de frutas y flores y estar relacionado su martirio con la presencia de rosas y manzanas frescas en pleno invierno. No pasa desapercibida la cita al árbol bíblico de la vida –aquí como cerezo- por el movimiento serpentino de su doble tronco trenzado. Debajo de él, por último, nos encontramos con quien podría ser santa Margarita o santa Bárbara (ambas miembros del Cuarteto de Vírgenes Capitales junto a las santas antes mencionadas) que en tierras alemanas solía formar pareja con santa Catalina. Quienquiera que fuese, su labor consiste en extraer agua de una pila rectangular con un cucharón de madera sujeto a la pila por una cadena dorada. Pareciera que con tal acción quisiera dar de beber a unas libélulas que revolotean a su alrededor. Si nos fijamos con atención observamos que la pila tiene practicado en uno de sus extremos un orificio de forma rectangular por donde fluye el agua a través de una rústica canalización de madera en la que un pajarillo se ha posado con la clara intención de beber. Fuera de su tradicional ámbito religioso estas tres mujeres aparecen entregadas a labores más propias de los placeres sensuales y de la instrucción infantil. Lo sacro y lo profano conviviendo en perfecta armonía en un decorado encantador en contraste con la dura realidad del mundo.
Por lo que respecta a las tres figuras masculinas del lado izquierdo, lo primero que salta a la vista son dos cosas: la actitud meditabunda y descansada y la mayor precisión en el detalle de sus vestimentas. Su identidad, al menos en dos casos, ofrece menos dudas y también su significado. Las alas iridiscentes junto al mono oscuro a sus pies indican que el personaje que apoya su rostro en una mano no puede ser otro que el arcángel san Miguel. A su lado, también sentado, está san Jorge con el pequeño dragón que yace muerto a su espalda. El significado no parece entrañar mayores dificultades: los dos hombres derrotaron al mal y de ese modo hicieron del mundo (simbolizado en el jardín) un lugar más agradable y seguro. Sin embargo, la filiación del hombre de pie apoyado en el árbol (de nuevo un elemento decorativo ideal más, fuera de proporción) sigue ofreciendo resistencia y aun a día de hoy no hay acuerdo entre los estudiosos y especialistas. Yo, si se me permite, me inclinaría por la opción de san Bavón, santo de gran predicamento en Flandes y los territorios de Alsacia y Lorena, amante de la vida en los bosques y de los pájaros, por lo cual se le considera patrono de la cetrería. Detrás de sus piernas, picoteando en el tupido prado, se distingue un pájaro negro así como podemos ver otro en la copa del árbol sobre el que se apoya.






Resulta significativo el detalle de que mientras las mujeres actúan (incluida la Virgen), los hombres parecen meditar. Dejo la observación aquí por si alguien estuviera interesado en tirar del hilo. Entre ambos grupos, no obstante, se encuentra una mesa hexagonal de piedra blanca sobre la que se han dispuesto, a cada lado de un paño asimismo blanco que la cruza, una copa y un plato hondo con frutas en su interior y restos de otras esparcidas a su vera. Tanto si son granadas como si son manzanas el simbolismo cristiano resulta indiscutible. La mesa parece tener una doble función espacial de hiato y diptongo a la vez, al actuar tanto de linde separadora como de nexo de unión entre dos mundos: el femenino y el masculino. Además de ser soporte de los alimentos sensuales en clara connivencia con los del espíritu como pueden ser la música y la lectura del libro sagrado. Alianza de referencias profanas y sacras que hacen de este jardín un lugar ambiguo: por un lado, Jardín del Paraíso; por otro, Jardín del Amor. Jardín, por lo demás, ubérrimo, tratado al estilo mille-fleurs tan popular en los tapices y otras artes aplicadas de la Baja Edad Media. Pero aunque este tratamiento fuera un recurso “idealizante”, tanto de la flora como de la fauna no puede decirse que sean productos de la imaginación del pintor. Por el contrario, las muchas flores que aparecen florecieron en los jardines medievales: rosas, lirios, margaritas, violetas, alhelíes, claveles o peonías, todas ellas presentes e identificables en esta obra y algunas cargadas de simbolismo mariano, así como los numerosos y distintos pájaros e insectos: las ya nombradas libélulas, las mariposas, el carbonero común, el petirrojo, el martín pescador, el pinzón, el jilguero y así hasta un total de trece aves que pueblan el jardín aportando encanto y placer visual  a la escena.
Por último, recordar el pequeño formato de la obra (26,3x 33,4 cm) que nos sugiere un encargo privado como imagen devocional portátil, probablemente comisionada por una influyente y culta abadesa en la medida en que el tema mariano fue muy solicitado a finales de la Edad Media por abadías y conventos femeninos.


domingo, 26 de enero de 2020

El Salón de Té de Saeki Shunkô, 1936


El Salón de té de Saeki Shunkô, 1936.
(una aproximación a la pintura japonesa de la primera mitad del siglo XX)





Durante la primera mitad del siglo XX el arte y la estética tradicionales de Japón se vieron invitados a convivir  con la cultura y las formas de vida occidentales, lo que produjo una era de palpitante modernidad en el país y la creación de una pintura, arquitectura, diseño y moda de un muy singular estilo art-decó (recuérdese, sin ir más lejos, los numerosos trabajos de Frank Lloyd Wright en diferentes lugares del Gran Imperio). De hecho, desde principios de la década de 1920 hasta finales de los años 30 Japón desarrolló una cultura de consumo que caló sin dificultad en las grandes ciudades e hizo de sus habitantes usuarios deseosos de las nuevas tecnologías extranjeras. Así, numerosas capitales fueron sometidas a intensas remodelaciones urbanas y empezaron a presentar calles bulliciosas repletas de los nuevos signos del confort urbano: grandes almacenes, estaciones de trenes y autobuses, cafeterías, salones de baile o de té, cines, etc.
Ya desde el periodo Meiji (1868-1912) se pueden distinguir dos grandes tipologías de pintura japonesa: la nacional (nihonga), ejecutada en tinta o a color sobre papel o seda y la pintura de estilo más occidental (yôga), en óleo sobre lienzo. No hace falta subrayar que el primer tipo de pintura fue considerado allí un apoyo importante a la tradición vernácula mientras que el segundo se ha relacionado con la modernidad extranjera. En cualquier caso, lo cierto es que a partir del periodo Meiji el foco de influencia externa pasa de ser China, paradigma tradicional del arte nipón, a ser Europa, que impondrá sus novedades generando un enorme entusiasmo en el sector más “progresista” del mundo del arte japonés. El ansia de aprendizaje es tal que, en muchas ocasiones, se llega a una acrítica imitación de todo lo europeo, por ejemplo en el vestir; como lo demuestra la novedosa combinación del paraguas europeo con el kimono tradicional entre las mujeres.
Pero el entusiasmo por lo occidental que marcó las primeras décadas de la era Meiji fue pronto sustituido por una reacción antagónica que lideraron el historiador y crítico de arte Okakura Kakuzô y el erudito en historia del arte nipón Ernst Fenollosa (por cierto, de origen español), promotores del estilo “nihonga” y, por tanto, empeñados en una revalorización de lo autóctono como recreación de un estilo japonés antitético a Occidente y “lo moderno”. Grandes espacios vacíos, énfasis en la línea del dibujo, rígida geometría como matriz generadora de la composición y personajes de un hieratismo algo aurático, en el sentido benjaminiano, serían sus rasgos distintivos.
No será hasta 1907, con la creación del “Buten” (Academia Oficial de Arte Japonés), bajo la tutela del Ministerio de Educación, que los dos grupos artísticos (nihonga y yôga) alcancen una especie de pacto de cohabitación  que, de facto, supondrá el inicio de un proceso de síntesis entre ambos. De esta manera, a lo largo de la era Taishô (1912-1926) van a convivir los dos estilos sin recelar demasiado del contagio mutuo. No obstante, fue el estilo yôga (promovido por el Estado) el que predominó en estos años e hizo que muchos artistas adoptaran técnicas propias de impresionismo y el postimpresionismo europeos.
Por una serie de razones económicas, políticas y sociales (que ahora no es momento de desarrollar) la vida artística de Japón se vio profundamente alterada en el siguiente periodo Shôwa, en especial en los años que van desde 1926 a 1945, etapa marcada por un creciente militarismo que se intensificó a partir de los años 30. La atmósfera se fue enrareciendo no solo por los efectos de la Gran Depresión de 1929 (muy virulentos en Japón) sino por una serie de factores políticos y militares que desembocaron en la hecatombe atómica del 45. Son estas circunstancias las que explican el amplio eco, en los ambientes intelectuales y artísticos de esos años, del movimiento cultural “Retorno a Japón”, inspirado en el famoso poema de homónimo título de Hagiwara Sakutaro (Nihon e no kaiki), publicado en 1938 y en el que se lamentaba de que sus compatriotas se hubieran rendido al consumismo y materialismo occidentales. Fue, en realidad, este poema extremadamente influyente el que sirvió a los nostálgicos de un Japón tradicional una metáfora oportuna y adecuada para expresar sus vagos anhelos de una vuelta a las esencias. En paralelo, la política cultural de los sucesivos gobiernos de esta década se propuso revitalizar ese mismo sentimiento y optó por eliminar de las exposiciones y muestras artísticas oficiales cualquier signo de hedonismo o liberalismo asociados a muchas obras de arte del anterior periodo Taishô, lo cual allanó el camino para el sistema de producción oficial del arte de guerra en los años posteriores. Ahora, un pintor como Yukihiko Yasuda (1884-1978), quizá el más excelente de los pintores “nihonga”, pasara a convertirse en el artista ejemplar del movimiento “Retorno a Japón”. Líneas muy marcadas capaces de crear espacios planos y bidimensionales serían el sello distinguible del estilo de Yasuda, primitivo, espiritual y convenientemente alejado del arte occidental, que adolece de un ilusionismo pretendidamente científico.
No obstante, fuera del alcance de este estilo nostálgico, una serie de pintores, entre los que destaca, Tsuchida Bakusen (1887-1936) siguieron frecuentando los lenguajes visuales vanguardistas, tanto en el estilo como en la temática. En este sentido, resulta muy reveladora la tendencia surgida a finales de los años 20 que celebraba la modernidad incorporando al campo pictórico tradicional del estilo “nihonga” temas significativamente modernos, en concreto, mujeres vestidas a la europea en actitudes asimismo “modernas” (moga). Muchas de estas pinturas, deudoras de las estéticas art-decó y Bauhaus, se interesan en retratar objetos como automóviles, telescopios o mobiliario moderno. “Salón de té” que la pintora Saeki Shunkô realiza en 1936 (y que reelaborará en otra versión tres años después) es un logrado ejemplo de este nuevo estilo “maquinista”. Dos camareras de salón de té con el cabello corto y ondulado (signo “moga” por antonomasia) aparecen ataviadas con uniformes idénticos de estilo occidental (falda larga y chaquetilla corta en doble pico y abotonada). Parecen posar, con las bandejas de acero inoxidable medio ocultas detrás de sus faldas, en una actitud entre cauta y servicial. Aunque se observan ligeras variaciones en sus poses (la del flequillo de campana muestra los dos brazos al completo al tiempo que retira con discreción la pierna derecha hacia atrás) ambas se nos presentan como réplicas. Como si hubiesen sido capturadas en una instantánea, se enfrentan al espectador de pie frente a una barra de bar y junto a un gran macetero de cemento blanco que contiene unas vistosas cintas. Detrás, dividiendo buena parte del enorme espacio vacío del fondo, un estante de forja alberga varias macetas con cactus de distintas especies. La solería romboidal, los bordes angulares de las plantas y las formas ovoides de las caras y las faldas dotan de armonía geométrica a la composición y subrayan el interés de la artista por la estética modernista. La propia colocación de las dos figuras, ostensiblemente descentradas, es sin duda otro signo de modernidad que invita al espectador a la sugerencia de un protagonismo compartido. No son tanto ellas como el propio espacio, el salón de té con su sofisticada decoración, lo que Saeki Shunkô ha querido –y sabido- representar de una manera delicada y moderna a la vez.