El arte no es la vida. Empecemos por ahí. En todo caso, el
arte es algo que contradice a la vida, algo que irremediablemente la refuta. La
vida es, por esencia, transitoria e inestable y siempre acaba mal. El arte, en
cambio, es permanente o, como mínimo, aspira a serlo. En esto, como en algunas
otras cosas, no conviene desobedecer mucho a los griegos clásicos para los que
la cultura en general y el arte en particular eran actividades
“contemplativas”.
Hannah Arendt, que no era sospechosa de ser precisamente muy
platónica, decía –y la apreciación me parece tan precisa como preciosa- que en
una obra de arte el creador proyecta una idea o una emoción en un objeto que
está fuera de él. Y añadía: “Siendo así, el único criterio no social y
verdadero para juzgar las cosas específicamente culturales es su permanencia
relativa y aun su posible inmortalidad. Solamente lo que es capaz de durar en
el tiempo puede pretender ser un objeto cultural”.
Lo que ocurrió a partir de la eclosión de las vanguardias a
principios del siglo pasado fue que esta visión del arte y de lo cultural fue
puesta en solfa, por arcaica y reaccionaria, no por las masas iletradas o los
representantes de la cultura “de medio pelo” sino, paradójicamente, por la
intelectualidad y las élites rectoras de la cultura moderna. El meollo del arte
y la cultura, sostenían muchos artistas y buena parte de la crítica, se había
desplazado de la obra en sí a la personalidad del artista o, lo que es lo
mismo, del objeto con vocación de permanencia al proceso transitorio. La obra
de los llamados “pintores de la acción” y el subsecuente trabajo teórico de un
crítico como Harold Rosenberg son ejemplos canónicos de lo que digo.
Pero si la pintura es fundamentalmente acción no hay entonces
diferencias cualitativas entre el apunte inicial y el objeto final. No hay,
pues, jerarquías en el arte nuevo y cada acto es un suceso por sí mismo. Esta sería una de las consecuencias de
eliminar cualquier diferencia entre el arte y la vida. Otra: que el objeto
acabado, si es que lo está, tiene menos significación que los distintos
procedimientos que le dieron origen.
Lo que más llama la atención es que a pesar del importante
calado de estos cambios en el paradigma estético moderno, el propio talante
anti-intelectual y disolvente de este arte nuevo (preocupado en borrar de una
vez por todas la frontera entre el arte y la vida) no ha conseguido, no solo
revolucionar de manera irreversible la forma estética tradicional, sino ni tan
siquiera ofrecer una sola obra artística arquetípica, capaz de representar el
espíritu de su época. Aunque, quizá, eso
sería ya mucho pedir en una época como la nuestra.
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