lunes, 1 de agosto de 2022

María Gómez. El viento. Retirarse es lo primero.

                                                                Camino a Sputnik, 2021



 MARÍA GÓMEZ: LA IMAGEN EMPÁTICA

 

No deberíamos considerar nuestros prójimos a las figuras de María Gómez. Al igual que ocurre con una Venus o una Madonna del Quattrocento su figuración se mueve en una esfera ideal, cercana al arquetipo y en apariencia fuera del alcance de las pasiones y los anhelos mortales. Por eso sus figuras nos resultan fascinantes. Tienen un inexplicable parecido con nosotros pero no son como nosotros. En varias de sus últimas grandes composiciones (De camino a Sputnik, Gran estancia de meditación o Señora pobreza) dichas figuras aparecen ocupadas en tareas o actividades domésticas de cierta enjundia pero lo hacen con una concentración tan ajena a toda mundanidad, con tal delicado altruismo que se dijera que están concebidas como premoniciones de lo eterno, destinadas a trascenderse a sí mismas.

A lo largo de una trayectoria que supera con creces los 40 años en la escena del arte (su primera individual se remonta a 1977) la evolución de MG se nos presenta como una empresa artística de una insólita coherencia a la que ella siempre ha sabido agregar un toque levemente indescifrable, casi mágico, de distinción o rareza que hace que pueda ser reconocida en cualquiera de sus cuadros. Adscrita desde muy joven al empeño general de su generación por renovar los modelos figurativos patrios recién iniciada la década de los ochenta, para MG parece claro que el objetivo del artista moderno no es provocar una ruptura traumática con la tradición sino más bien reapropiársela desde una independencia fáctica que resulta incompatible con cualquier ortodoxia estética. Su obra, así, evidencia que si en aras de la necesidad de novedad el artista de su tiempo opta por enfrentarse al reto de rehacer la forma y el estilo no es tanto para repudiar la tradición clásica cuanto para renovarla con el fin de poder expresar nuevas realidades o necesidades del alma que no habían tenido ocasión de poder ser expresadas antes.

Tratar de renovar la tradición es un empeño noble y difícil, no apto para cualquiera. En los cuadros de MG no hay cabida para la banalidad. Su figuración parece estar atravesada por el afán de rescatar una cierta idea de lo que la belleza debería ser hoy: algo a medio camino entre lo sagrado y lo humilde. La necesidad íntima de belleza surge de nuestra condición metafísica, de nuestro afán por encontrar nuestro lugar en un mundo cada vez más global y público. Se trata, en definitiva, de saber hallar el punto de equilibrio para poder alcanzar un cierto estado de armonía con los demás y con nosotros mismos. MG ordena el mundo en sus cuadros y yo diría que lo hace para encontrar su propio lugar en él, para vivir en él según sus necesidades. Pero una artista tan sensible y espiritual como ella sabe que solo puede acariciar la esperanza de conciliación con el mundo asumiendo su condición de “extraña”, de inadaptada, de ahí que la experiencia de belleza también pueda interpretarse en su caso como un ejercicio consolatorio, como una forma de encontrar por fin respuesta a las legítimas aspiraciones de concordia o armonía con aquello que de sustancial nos rodea. Nadie atento a la belleza prescinde de la idea de redención. Siempre me ha parecido que la obra de MG se sitúa en el umbral de lo trascendente. Sus personajes y aquello que hacen sus personajes apuntan más allá de este mundo de cosas materiales y concretas hacia un ámbito en el que la vida humana estaría tocada por una lógica emocional tan poderosa que haría que el sufrimiento fuera noble y el amor valiera la pena. Por eso he dicho al principio que sus figuras se resisten a ser consideradas como nuestros prójimos. Nosotros hemos terminado por ser, a fuerza de adaptación al mundo, de otra pasta, más endeble y más innoble. Los personajes de MG sienten lo que hacen, incluso aunque lo que hagan sea solo mirar o pensar, como sus enigmáticas cabezas sobre el papel de las antiguas páginas amarillas. Nosotros, en cambio, nos hemos acostumbrado a disertar sobre el amor o el dolor sin tomarnos la molestia de tan siquiera sentirlos.

Veo el plasticismo de MG lleno de sustancia. Con el añadido virtuoso de estar expresado de una forma elegante y sumaria donde la intensidad emocional apenas necesita de anécdota narrativa. Es como si en sus cuadros pudiera respirarse el olor de la melancolía, una suerte de amable recogimiento pleno de gracia. A lo que contribuye, sin duda, un estilo que yo llamaría  neoarcaico, de cierta dureza expresiva muy finamente hilvanada a través de trazos nítidos y sencillos apoyados en un cromatismo apagado, a veces casi sordo, donde predominan los verdes, amarillos, azules y rosas. El óleo, en su caso, podría confundirse con el temple, trabajado a base de sucesivas capas o transparencias. Una pintura, en todo caso, con afán de síntesis espiritual que aspira a reflejar una voz interior, única, sincera, porque la pintora pinta el mundo que lleva dentro.

En uno de sus cuadernos de viaje (una especie de Diario) en 1985 la artista dejó escrito: “una vez que se ha volado ya no es posible caminar sin que una sensación de pérdida se instale entre nosotros”. Y, en efecto, en esta certera reflexión, que nos trae a la memoria los versos de aquella inolvidable conversación entre el Amado y su Esposa del Cántico Espiritual de San Juan de la Cruz, MG nos dice mucho más de lo que parece de su propia obra. No solo en la mujer que medita con un libro en la mano o en aquella que le ofrece a otra una luminiscente pequeña ofrenda o en el niño que porta con tierno esmero un cuenco verde sino incluso en una desnuda arquitectura o una simple cortina al viento podemos adivinar la necesidad de la artista por hacer “especiales” las cosas que toca, por extraerlas de sus respectivos contextos cotidianos para dotarlas de un peculiar embeleso, de una especie de encantamiento que las hace a un tiempo flotantes e indefensas. Como si hubieran levantado el pie, por un momento, de la tierra y perdido el contacto con el resto del mundo para volver, al poco, cambiadas, trascendidas por la experiencia, pero también conscientes de su propia vulnerabilidad, de su inevitable indefensión ante los embates de la vida real.

MG evita en su pintura involucrarse en exceso en las contingencias de la cotidianidad. Acaso por temor a mancillar aquello que de puro todavía persevera en nuestro sentimiento. Así, nos ofrece meditaciones sobre los anhelos e inquietudes humanas en lugar de soluciones mediante la acción. El arte genuino se distingue del artificioso porque apela a la imaginación en vez de buscar un sucedáneo de lo real. Las escenas imaginadas de MG no necesitan convertirse en realidad sino que están cómodas, como en su sitio, en tanto que representaciones. Llegan hasta nosotros empapadas de pensamiento y sensibilidad, son imágenes empáticas que se contentan con ponderar su valor de iconos  y nos deleitan de un modo inexplicable que, a la postre, termina por ser  la parte principal de su significado.  





 

                                                                                                                             



 

lunes, 11 de abril de 2022

En casa de Antonio Sosa

 

En casa de Antonio Sosa

 

                        “Estamos obligados a olvidar nuestro tiempo si lo que queremos es trabajar de acuerdo con nuestras convicciones”

                                                           -Goethe en una carta a Schiller, nov de 1797- 

 

 

 


 

 

Al principio me perdía. Me desviaba en Coria en vez de en La Puebla. Hasta que aprendí a guiarme por las rotondas, quiero decir, por los desvaríos artísticos que las corporaciones municipales tienen a bien infligir a los automovilistas que circunvalan por allí. La que te recibe a la llegada de La Puebla es literalmente inolvidable: tres grandes ninots de falla en plexiglás descascarillado (dos de ellos genuflexos y uno erguido y con capa) escenifican candorosamente el agradecimiento de los primeros moradores de la localidad al rey Alfonso X el Sabio. En cuanto hice de ese conjunto de carretera mi faro ya no volví a extraviarme. Era dar media vuelta, torcer a la izquierda enfilando la cuesta y al poco llegabas a su casa. La casa de Antonio Sosa es una casa grande que da a dos calles y desde la que se ve el río muy cerca. Siempre nos citamos allí y las sesiones de conversaciones –a veces, larguísimas- transcurrían en la planta baja, donde tiene el estudio. En más de una ocasión hablábamos delante del último dibujo que estuviera haciendo y, de ese modo, pude asistir a la lenta evolución de alguno de ellos.

Llegar a La Puebla del Río desde el centro de Sevilla (donde vivo) es una experiencia un tanto descorazonadora, por lo que ves y sobre todo por lo que dejas de ver. Hasta que no cruzas el Aljarafe hacia el poniente todo es un dédalo de circunvalaciones y carreteras periféricas llenas de tráfico y cercadas por anodinos centros comerciales y un urbanismo de polígono. Luego, cuando pasas el túnel y tomas para Gelves, la carretera culebrea entre urbanizaciones achacosas y una sucesión de polígonos industriales de poco fuste y escasa actividad productiva. El campo apenas sobrevive y solo a lo lejos, o a lo muy lejos, se entrevé algún olivar, alguna hacienda, alguna antigua alquería. Nunca el río, que solo se le adivina por la ringlera de árboles que a veces se dejan ver, por la línea de horizonte, a la izquierda. Ese Guadalquivir, remoto modelador del paisaje, del que Antonio vive tan cerca y que tanto le ha acompañado en muchos de sus trabajos.

Siempre he admirado la obra de Antonio Sosa y cuando tuve la ocasión de conocerlo en persona en la edición de Arco del 2002 a través de nuestra amiga común Concha Ybarra me impresionó su sencillez de trato y su naturalidad a la hora de hablar de cuestiones artísticas. Desde ese momento quise ser su amigo y empecé a seguir su trayectoria con más detenimiento. En alguna ocasión, a lo largo de estos últimos veinte años, he escrito sobre su obra (breves consideraciones como a vuela pluma movido por el profundo poder de fascinación de su imaginería) pero hasta hace dos años no se  presentó la ocasión de poder dedicarle un libro a conciencia, y a fe que creo haber aprovechado la ocasión.

Siempre he pensado que si quieres fastidiar a un artista solo tienes que explicar su arte. En ese arriesgado ejercicio de equilibrio me he estado moviendo conscientemente desde que empecé a acercarme con ojo crítico a las obras de muchos de los artistas a los que admiro. Por eso he preferido evitar, en lo posible, las explicaciones categóricas, las conclusiones inapelables que tan mal se llevan con el espíritu del arte en general y aun peor –pues son incompatibles- con el arte, en concreto, de Antonio Sosa. Pocos artistas he conocido más libres que Sosa, más hostiles a las lucrativas estrategias y las inevitables componendas de lo que podemos llamar el circuito del arte. Una libertad que, desde luego, ha pagado –y sigue pagándola- cara. Que su singularísima obra esté casi toda guardada en su casa o en los almacenes de ciertos museos de prestigio nos parece cosa inaudita y lamentablemente reveladora de la situación por la que pasa el arte más actual no solo en España.

 


 

 Es difícil acercarse a la obra de este artista sin sentir en algún lugar de nuestro cuerpo algo parecido a la presencia de lo misterioso. Incluso en algunas ocasiones (delante de ciertas esculturas en madera o en escayola y ceniza) pareciera que estuviésemos rompiendo un tabú, penetrando en un espacio sagrado y prohibido y exponiéndonos, así, a un castigo terrible. Y como su propia etimología se encarga de recordarnos (misterio viene del verbo griego myein, que significa “cerrar la boca”) ante el misterio es difícil decir nada, mejor es no decir nada, aunque para el crítico eso resulte metafísicamente imposible. En cualquier caso, debería bastar con presenciarlo, asistir a su revelación y poco más, el misterio se escapa a toda explicación racional. Un poco como la obra de Antonio Sosa que para el crítico, ya lo hemos apuntado, es un desafío peligroso, un salto mortal sin red. Uno corre el riesgo de subirse a la parra o de terminar diciendo tonterías. 

En Nietzsche creo que tenemos una vía de acceso. En un fragmento póstumo de 1888 escribe: “los artistas no deben ver nada tal como es, sino que lo deben ver más pleno y más simple y más fuerte de como es. Para eso han de tener en el cuerpo una especie de juventud y de primavera eternas, una especie de ebriedad habitual”. Si proyectamos la obra de Antonio Sosa en el tiempo no tardamos en darnos cuenta de que haga lo que haga intensifica el sentimiento de estar vivo y estimula, en consecuencia, la capacidad perceptiva del espectador. El efecto que nos causan muchos de sus dibujos (grandes o pequeños) es, por tanto, de excitación, psíquica pero también física, una especie de ebriedad. Su iconografía sobreabundante, a caballo entre el bestiario medieval y el yacimiento psicoanalítico del recuerdo, posee la capacidad de conectarnos con las fuerzas subterráneas de la vida, con aquello que Freud llamó, con acierto, las pulsiones de vida. 

 

 


 Veo a Sosa perfectamente consciente de que para poder crear algo, en verdad, original y sincero el artista debe renunciar motu proprio al pensamiento discursivo y racional y volverlo intuitivo y simbólico. Es la única forma de superar la diferencia entre tiempo y eternidad. La forma superior de conocimiento está reservada a la poesía y al arte. Sosa es buen lector de poetas como Rilke, Lorca o el propio Nietzsche (en el fondo, también poeta) y no desconoce ciertos textos sagrados hinduistas como el Bhagavad-Gita. Está espiritualmente entrenado, por tanto, para saber que entre las ideas y las cosas media un abismo y que más allá de la conciencia solo queda lugar para el misterio. La experiencia artística, como la experiencia religiosa profunda, nos libera de la cadena del tiempo, alivia la conciencia de nuestra propia finitud, nos hace creernos superiores. Tengo para mí que, en el fondo, el arte en Sosa es un camino de autoconocimiento, un medio para ser mejor persona en el que poder equilibrar el terror de ser hombre con el prodigio de ser hombre también.

Sé, por haberlo vivido, que en este libro el artista se ha entregado por completo, se ha vaciado de sí mismo en un acto de rigurosa y persistente generosidad. Y por ello quedo eternamente agradecido. Quiero pensar que a partir de ahora si alguien tuviera que acercarse al personaje y a la persona de Antonio Sosa no tendría más remedio que leer este libro. 

 


 

viernes, 25 de febrero de 2022

Montepecho. Félix de Cárdenas

 

 Montepecho, óleo sobre lienzo, 1991. 100x81 cm

Félix de Cárdenas



Si hay un cuadro, en la pintura de Félix de Cárdenas, donde la integración de los géneros del paisaje, el bodegón y el desnudo se produzca del modo más fluido y feliz es, sin duda, Montepecho. El pintor ya lo había ensayado –y lo seguirá haciendo en el futuro- en la segunda mitad de los años ochenta (recordemos, por ejemplo, Bodegón de la piña de 1986 o el magnífico Bodegón del limón con el molino de Benalosa de 1988) pero es ahora cuando el tercer género, el desnudo, aparece de forma menos alegórica, más explícita.

Son conocidas las reservas del artista sobre la eficacia plástica y poder de sugestión del cuerpo desnudo, especialmente femenino, en la pintura moderna. Su desconfianza, en este sentido, le ha llevado a utilizar otras estrategias que han enriquecido, de manera muy sabrosa, su iconografía; la más generalizada es la alegoría gastronómica a base de frutas, plantas hortícolas y útiles de mesa. Así higos y granadas aparecerán a menudo como alegorías frutales del sexo femenino mientras que la berenjena o el cuchillo harán las veces del masculino. No son, pues, meros cuerpos desnudos con sus limitados efectos visuales y libidinales sino que en tanto que alegorías de la vista, el gusto y el tacto cobran una dimensión que, sin olvidar su poder de sugestión, es, a la vez, conceptual y reflexiva. Por si fuera poco, el paisaje aquí también está preñado de un manifiesto erotismo expresado en las redondeces y turgencias de las formas, no solo por la suave ondulación de la colina coronada por una inverosímil construcción rural que más bien parece un rosado pezón, sino por la cimbreante danza cruzada de los largos tallos rematados en grandes hojas que tienden a la forma del roleo vegetal.

Toda la composición parece como ingrávida, sostenida sin esfuerzo en el aire por lo que bien pudiera ser una gran hoja de parra o una vaina abierta en la que se concentra la carga más significativa de color. Y será, de nuevo, la disposición y aplicación del color lo que terminará haciendo de esta obra un cuadro memorable: de los tonos cálidos de abajo se asciende sutilmente  hacia una gama más fría conforme se alcanza la parte superior, sin solución de continuidad, creando un clima como de ensoñación y enigma, idóneo para el reflejo de ese lugar ideal, síntesis de pensamiento y sensualidad.