MARÍA GÓMEZ: LA IMAGEN EMPÁTICA
No deberíamos considerar nuestros
prójimos a las figuras de María Gómez. Al igual que ocurre con una Venus o una
Madonna del Quattrocento su figuración se mueve en una esfera ideal, cercana al
arquetipo y en apariencia fuera del alcance de las pasiones y los anhelos
mortales. Por eso sus figuras nos resultan fascinantes. Tienen un inexplicable
parecido con nosotros pero no son como nosotros. En varias de sus últimas
grandes composiciones (De camino a
Sputnik, Gran estancia de meditación
o Señora pobreza) dichas figuras aparecen
ocupadas en tareas o actividades domésticas de cierta enjundia pero lo hacen
con una concentración tan ajena a toda mundanidad, con tal delicado altruismo que
se dijera que están concebidas como premoniciones de lo eterno, destinadas a
trascenderse a sí mismas.
A lo largo de una trayectoria que
supera con creces los 40 años en la escena del arte (su primera individual se
remonta a 1977) la evolución de MG se nos presenta como una empresa artística
de una insólita coherencia a la que ella siempre ha sabido agregar un toque
levemente indescifrable, casi mágico, de distinción o rareza que hace que pueda
ser reconocida en cualquiera de sus cuadros. Adscrita desde muy joven al empeño
general de su generación por renovar los modelos figurativos patrios recién
iniciada la década de los ochenta, para MG parece claro que el objetivo del
artista moderno no es provocar una ruptura traumática con la tradición sino más
bien reapropiársela desde una independencia fáctica que resulta incompatible
con cualquier ortodoxia estética. Su obra, así, evidencia que si en aras de la
necesidad de novedad el artista de su tiempo opta por enfrentarse al reto de
rehacer la forma y el estilo no es tanto para repudiar la tradición clásica
cuanto para renovarla con el fin de poder expresar nuevas realidades o
necesidades del alma que no habían tenido ocasión de poder ser expresadas
antes.
Tratar de renovar la tradición es
un empeño noble y difícil, no apto para cualquiera. En los cuadros de MG no hay
cabida para la banalidad. Su figuración parece estar atravesada por el afán de
rescatar una cierta idea de lo que la belleza debería ser hoy: algo a medio
camino entre lo sagrado y lo humilde. La necesidad íntima de belleza surge de
nuestra condición metafísica, de nuestro afán por encontrar nuestro lugar en un
mundo cada vez más global y público. Se trata, en definitiva, de saber hallar
el punto de equilibrio para poder alcanzar un cierto estado de armonía con los
demás y con nosotros mismos. MG ordena el mundo en sus cuadros y yo diría que
lo hace para encontrar su propio lugar en él, para vivir en él según sus
necesidades. Pero una artista tan sensible y espiritual como ella sabe que solo
puede acariciar la esperanza de conciliación con el mundo asumiendo su
condición de “extraña”, de inadaptada, de ahí que la experiencia de belleza
también pueda interpretarse en su caso como un ejercicio consolatorio, como una
forma de encontrar por fin respuesta a las legítimas aspiraciones de concordia
o armonía con aquello que de sustancial nos rodea. Nadie atento a la belleza
prescinde de la idea de redención. Siempre me ha parecido que la obra de MG se
sitúa en el umbral de lo trascendente. Sus personajes y aquello que hacen sus
personajes apuntan más allá de este mundo de cosas materiales y concretas hacia
un ámbito en el que la vida humana estaría tocada por una lógica emocional tan poderosa
que haría que el sufrimiento fuera noble y el amor valiera la pena. Por eso he
dicho al principio que sus figuras se resisten a ser consideradas como nuestros
prójimos. Nosotros hemos terminado por ser, a fuerza de adaptación al mundo, de
otra pasta, más endeble y más innoble. Los personajes de MG sienten lo que
hacen, incluso aunque lo que hagan sea solo mirar o pensar, como sus
enigmáticas cabezas sobre el papel de las antiguas páginas amarillas. Nosotros,
en cambio, nos hemos acostumbrado a disertar sobre el amor o el dolor sin
tomarnos la molestia de tan siquiera sentirlos.
Veo el plasticismo de MG lleno de
sustancia. Con el añadido virtuoso de estar expresado de una forma elegante y
sumaria donde la intensidad emocional apenas necesita de anécdota narrativa. Es
como si en sus cuadros pudiera respirarse el olor de la melancolía, una suerte
de amable recogimiento pleno de gracia. A lo que contribuye, sin duda, un
estilo que yo llamaría neoarcaico, de cierta dureza expresiva
muy finamente hilvanada a través de trazos nítidos y sencillos apoyados en un
cromatismo apagado, a veces casi sordo, donde predominan los verdes, amarillos,
azules y rosas. El óleo, en su caso, podría confundirse con el temple,
trabajado a base de sucesivas capas o transparencias. Una pintura, en todo caso,
con afán de síntesis espiritual que aspira a reflejar una voz interior, única,
sincera, porque la pintora pinta el mundo que lleva dentro.
En uno de sus cuadernos de viaje
(una especie de Diario) en 1985 la artista dejó escrito: “una vez que se ha
volado ya no es posible caminar sin que una sensación de pérdida se instale
entre nosotros”. Y, en efecto, en esta certera reflexión, que nos trae a la
memoria los versos de aquella inolvidable conversación entre el Amado y su
Esposa del Cántico Espiritual de San
Juan de la Cruz, MG nos dice mucho más de lo que parece de su propia obra. No
solo en la mujer que medita con un libro en la mano o en aquella que le ofrece
a otra una luminiscente pequeña ofrenda o en el niño que porta con tierno
esmero un cuenco verde sino incluso en una desnuda arquitectura o una simple
cortina al viento podemos adivinar la necesidad de la artista por hacer
“especiales” las cosas que toca, por extraerlas de sus respectivos contextos
cotidianos para dotarlas de un peculiar embeleso, de una especie de encantamiento
que las hace a un tiempo flotantes e indefensas. Como si hubieran levantado el
pie, por un momento, de la tierra y perdido el contacto con el resto del mundo
para volver, al poco, cambiadas, trascendidas por la experiencia, pero también
conscientes de su propia vulnerabilidad, de su inevitable indefensión ante los embates
de la vida real.
MG evita en su pintura
involucrarse en exceso en las contingencias de la cotidianidad. Acaso por temor
a mancillar aquello que de puro todavía persevera en nuestro sentimiento. Así,
nos ofrece meditaciones sobre los anhelos e inquietudes humanas en lugar de
soluciones mediante la acción. El arte genuino se distingue del artificioso
porque apela a la imaginación en vez de buscar un sucedáneo de lo real. Las
escenas imaginadas de MG no necesitan convertirse en realidad sino que están
cómodas, como en su sitio, en tanto que representaciones. Llegan hasta nosotros
empapadas de pensamiento y sensibilidad, son imágenes empáticas que se
contentan con ponderar su valor de iconos y nos deleitan de un modo inexplicable que, a
la postre, termina por ser la parte
principal de su significado.
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