Es muy probable que
se autobautizara como Le Corbusier (hasta 1920 se llamaba Jeanneret) cuando
interiorizó que su “misión” en la vida iba a ser “purificar” la arquitectura
occidental, librándola del nefasto historicismo ecléctico que, según él,
intoxicaba el caserío de las grandes ciudades desde mediados del siglo XIX. Y
se puso manos a la obra como solo los conversos saben hacerlo, desplegando una
actividad y un apostolado sin desmayo ni contemplaciones, especialmente en su
llamada “etapa heroica”, de 1917 hasta los primeros años treinta. Años en los
que, instalado en París, frecuenta el círculo de la vanguardia postcubista y
hasta se atreve, respaldado por su amigo el pintor y fotógrafo Ozenfant, a incursionar
en el mundo de la pintura. De hecho, exponen juntos en 1918 bajo el rótulo de
“puristas” (una suerte de postcubismo de formas abstractas y motivos
figurativos regido por un fuerte orden compositivo de raíz matemática). Años,
también, en los que vuelca sus experiencias, lecturas y observaciones en un
libro, “Vers une architecture” (1923), que con el paso del tiempo
llegará a convertirse en lectura de cabecera de todo arquitecto con voluntad de
ortodoxo moderno. Pero a diferencia de la República de Weimar, en la Francia de
los años veinte del pasado siglo no había muchas oportunidades para los
arquitectos que, como Le Corbusier, pretendían cambiar los usos y costumbres
populares a la hora de habitar una vivienda pública. Así, nuestro protagonista
tuvo que renunciar -de momento- a su magna empresa de transformación del
entorno urbano y conformarse solo con proyectar unas pocas viviendas
unifamiliares para su estrecho y exquisito círculo de amistades, ese sector
social parisino que Wyndham Lewis llamó, no sin cierto retintín, “la
pseudobohemia adinerada”.
La casa-taller de
Ozenfant es la primera de ellas y uno de sus ejemplos más logrados. En estos
experimentos de tanteo (que tanto deben al famoso prototipo de la “Casa
Citrohan”) Le Corbusier desarrolla una técnica para sacar las cosas de su
tradicional contexto y así poder establecer nuevas relaciones de significado:
grandes ventanales fabriles o lucernarios industriales en forma de diente de
sierra se incorporan al ámbito doméstico produciendo efectos chocantes pero
resultados muy efectivos. La obra, en realidad, se basa en un único volumen de
marcado carácter plástico en el que destacan, por un lado, la estandarización
de las ventanas corridas y a escala humana y, por otro, la ausencia de cornisa,
a excepción de la que aparece en la esquina de la planta baja marcando, de
manera un tanto abstracta, los accesos. Destacar, asímismo, el tratamiento
formal de la esquina en ángulo recto que consigue desmaterializar a través de
la luz y la liviandad que produce el gran triedro de vidrio.
El estudio del pintor en la planta superior. |
Le Corbusier
organiza el alojamiento en tres niveles: la planta baja -sin sus
característicos pilotes esta vez-, destinada a garaje y a algunos espacios
comunes de la vivienda, la primera planta, en la que, además de la galería, se
encuentran los dormitorios y, por último, la planta superior, reservada para el
estudio del pintor y, por tanto, con las mejores vistas y la más completa
iluminación.
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