sábado, 20 de mayo de 2023

Pepe Salas: el viaje interior

Ayer, viernes 19 de mayo, en la Casa de la Provincia de Sevilla Pepe Salas presentó su primera gran exposición individual. Una selección de casi 90 obras que ha ido creando a la par que iba viviendo su particular Viaje Interior. En el acto de presentación Pepe, del que soy buen amigo, me pidió que dijera unas palabras y esto fue más o menos lo que dije: 
"Esta exposición que ahora veremos no es solo un muy relevante conjunto de obras artísticas sino, en esencia, la purga de un corazón doliente, de un corazón incómodo en este mundo que nos ha tocado vivir. Hoy diríamos de alguien inadaptado, es decir, de alguien que no termina de encontrar su sitio entre nosotros. Es, por tanto, principalmente, una confesión; el testimonio de un desnudamiento. De ahí, que lo que vamos a ver a buen seguro puede que nos inquiete, que nos perturbe y nos agite por dentro.
Toda confesión es doblemente embarazosa: no solo para quien la hace sino también para quien la recibe. Y, asímismo, es catártica, al menos para quien la hace pues lo libera de una carga.
En este Viaje Interior de Pepe Salas hay sincera poesía y hay misterio. El artista ha conseguido crear un clima emocional que nos cautiva y nos envuelve y lo ha conseguido porque, desde su punto de vista, ha dicho la verdad. En eso consiste el viaje interior, una suerte de catábasis, es decir, un profundo ejercicio espiritual. 
Solo añadir que para mí el caso de Pepe Salas es el de un artista por necesidad vital, por destino. Entiende la pintura como asilo y como redención. Una especie de tabla de salvamento indispensable para poder sobrevivir en este a menudo tormentoso mundo humano. De ahí la dimensión trascendente, yo diría espiritual de su Viaje Interior que tantos años le ha ocupado y del que yo quiero en estos momentos de alegría y confraternidad felicitarlo y darle mi enhorabuena".
El catálogo de la exposición lleva un texto mío que os dejo aquí:


            Cuando lo exterior es emblema de lo interior

 

No conviene mirar la obra de Pepe Salas con mirada ingenua o, dicho con más propiedad, pretendidamente ingenua; cometeríamos un enojoso error de cálculo por culpa, lo más probable, de un exceso de información en la memoria que hace al ojo resabiado e invita al cerebro a juzgar sin causa. Tan perjudicial es el exceso de información como su falta a la hora de afinar el tiro en el campo de las artes pues nos hacen ver faisanes donde solo hay gallinas. O, lo que sería peor, unicornios en vez de vacas marismeñas.

Por más que la formación y el posterior desenvolvimiento de P.S. como pintor sean del todo autodidactas (no cursó estudios de Bellas Artes ni ha asistido a academia artística alguna) su férrea determinación, tal vez por imperiosa necesidad vital, de dedicarse a la pintura casi como un sacerdocio, así como el genuino carácter poético que destila su acotado y enigmático mundo logran que su obra traspase de largo los límites de la consabida sinceridad ingenua de los pintores amateurs para orbitar nada menos que alrededor de esa categoría, escurridiza al verbo pero inconfundible, de lo numinoso[1].  El ascendente poético del que antes hablamos y que impregna toda la recóndita y cautivadora imaginería de la serie El viaje interior nos evoca el clima emocional de una  poesía como la de Antonio Gamoneda, propincuo como pocos a la refulgencia de lo numinoso en la elaboración de sus imágenes, y, en concreto, de un poema de su libro Pasión de la mirada que quisiera traer aquí:

Al país que no es sino que habita/ él, y presiente, y es de noche, landa/ que no es lugar sino dolor, ¿quién baja,/ quién entra vivo en esta sombra, quién/ accede a la invisible compañía?/ ¿Qué ser no muere en este frío? El/ fortalece los tallos, se le oye/ beber las aguas en el interior,/ latir uniéndose a la noche, ser/ fuego que no consume su sarmiento,/ pájaro que en sí mismo se despliega.

Palpita en esas repetidas construcciones adversativas e interrogativas, en ese misterioso pronombre personal masculino una muy similar voluntad de oscurecer, de cifrar con un símbolo aquello que se desea expresar, a la de nuestro pintor que, como si supiera que el sentimiento numinoso es, por esencia, reluctante a la enseñanza y el aprendizaje, acierta a despertarlo por medio de la sugerencia y la insinuación. Si pudiéramos ver las obras de esta exposición como se ven los fotogramas de una película percibiríamos aún mejor la naturaleza de ese clima emocional que envuelve y vela, como una oscura nube de tormenta, la melancólica imaginería que el artista despliega no solo para describir un viaje sino para levantar, de paso, el andamiaje de un territorio tan propio como mítico, pues es su alma quien lo habita.  

Si nos fijamos en los primeros cuadros que dan origen a El viaje interior, de los años 2003 al 2007, cuando aún el artista no tenía conciencia de estar iniciando serie alguna y obedecían a una inevitable necesidad interna, observamos en ciertos estilemas característicos como el rostro ausente de la figura, desconectado voluntariamente del exterior, la inclinación por el color sombrío y el trazo grueso, la aparición de la vaca como tótem, animal tutelar de la marisma, o el gusto por las formas circulares y las visiones oníricas, recursos y procedimientos (en ocasiones probablemente inconscientes) con los que poder dar salida, unas veces por medio de símbolos y otras recurriendo al arquetipo, a experiencias personales de íntimo carácter así como a estados de ánimo marcados por el desasosiego y cierta angustia vital. Algo así como una secuencia de conjuros plásticos de clara intención catártica; y, en definitiva, una manera de irse autobiografiando en el tiempo sin necesidad de autorretrato alguno.  

                                                                Presencia, grafito sobre papel, 2009


Obras inaugurales en las que percibimos algunas concomitancias de forma y fondo con muchos de los dibujos de Alfred Kubin, pero –algo reseñable- sin el elemento trágico o siniestro que introduce el artista checo. En contadas ocasiones llegan a ser las pinturas y dibujos de P. S. imágenes de mal agüero pues muy raramente se encuentra en ellas ese componente morboso o monstruoso que, por el contrario, sí se refleja en la obra de Kubin o en la serie dedicada a E. Allan Poe de un artista sin casilla como Odilon Redon, por cierto, muy admirado por el primero. En sus más lúgubres dibujos a creta (aquellos que escenifican pesadillas) es acaso donde más se aproxima a lo siniestro o lo sombrío, no solo de la noche sino también de la mente. Imágenes turbadoras en las que el artista vierte una experiencia agónica: el asalto, en la indefensión del sueño, de una extraña forma ovoide, generadora de energía negativa, que lanza sus rayos como redes y atormenta a su víctima. De nuevo, pues, volvemos a tropezarnos con lo numinoso en su doble vertiente de experiencia misteriosa y tremenda a la vez. Lo misterioso y lo tremendo como eficaces estímulos de la imaginación. Una imaginación, la del artista, que entonces puede servirse de ellos como potentes medios de expresión para descubrir las oportunas correspondencias entre lo pensado y/o sentido (las ideas y sentimientos) y lo representado (las cosas).  Y Correspondences será, precisamente, como Baudelaire titule uno de sus más célebres sonetos en el que podemos leer: La natura es un templo donde vividos pilares/ dejan, a veces, brotar confusas palabras./ Por allí pasa el hombre entre bosques de símbolos/ que lo observan atentos con familiar mirada.[2]

Toda obra simbolista apunta su tiro hacia un objetivo trascendente, máxime si en ella se dan cita motivos, atributos y emblemas religiosos o en la esfera de lo religioso. Es evidente que para P. S. “la natura es un templo” por donde “pasa el hombre entre bosques de símbolos”. No de otro modo ha de entenderse, por poner solo tres ejemplos, la presencia recurrente del nimbo, como signo de estado de beatitud o, incluso, marca de santidad, sobre la cabeza de la solitaria figura, o las desproporcionadas y un punto inquietantes alas negras, prótesis angélicas que subrayan, por contraste, la terrestre condición del mortal que las porta, o, en fin, esa densa geografía fantasmagórica, salpicada de ectoplasmas y figuras espectrales, cuya apariencia hace más solitaria aún la soledad del personaje. Pero, por encima de todas y como gobernando el pensamiento plástico del conjunto al completo, la imagen del viajero, perfecta alegoría de ese viaje interior que atraviesa el espíritu de la serie en su totalidad.


                 Viajero, creta sobre papel, 2010

Sobre una sencilla balsa de troncos, sin más ayuda que una escueta vara a modo de remo, desnudo y expuesto a los elementos, el viajero se concentra en el esfuerzo de dominar la corriente sin perder el equilibrio. Lo que surca –así nos lo parece-  es el río de su propia vida. En eso consiste el viaje trascendente, esa suerte de catábasis que, una vez decidida, debe hacerse en soledad y sin miedo hasta alcanzar las fuentes del yo liberado ya de las servidumbres del ego. Un largo y fatigoso viaje en el que, unas veces, te visitarán recuerdos recurrentes como los de un antiguo amor nunca olvidado (Amantes, 2013) y otras, sueños y visiones rayanos con el arquetipo (Salvación, 2012, donde un ciervo de flamígera cornamenta parece haber sido rescatado por el viajero de las procelosas aguas o El Sueño, 2018, donde ahora el viajero descansa dormido y custodiado por dos ángeles que lo han relevado de su función y en la balsa, durante las horas nocturnas del sueño, lo conducen con esmero). Pero todo profundo ejercicio espiritual (y una catábasis lo es) entraña siempre riesgo psíquico y así el viajero, en su voluntaria e ineludible travesía del desierto, tendrá que superar penalidades, tentaciones y acechantes peligros. Las escenas de cavernas y de cuevas que, sin remedio, nos evocan la inmensa vorágine del Inferno dantesco, con su caterva de condenados de toda laya sufriendo tormento en sus nueve círculos, son formidables pasajes de penalidad del mismo modo que en obras de títulos tan explícitos como Tentaciones o Mujer, de 2012 y 2019, las mujeres –de formas blandas y casi bulbosas o, por el contrario, turgentes como odaliscas- ejercen su poder de seducción y tientan al viajero con ardides que nos traen a la memoria las sirenas de la Odisea, las de sonoro canto letal para los hombres. Y en cuanto al peligro, éste habita, en ocasiones sin saber muy bien dónde localizarlo, por entre las grietas y oquedades del difuso bullir de formas que elevan abruptas cordilleras y bizarras formaciones rocosas y es, por tanto, peligro ubicuo. En cambio, en otras, se hace cuerpo y adopta la apariencia del animal salvaje, ese aterrador y muy concreto felino que acecha, campa o merodea en óleos y dibujos como Travesía (2018) o Amenaza (2010).  

                                                            Amenaza, creta sobre papel, 2010


Recursos iconográficos y temas, por lo demás, muy del gusto simbolista a los que pintores como Moreau, Khnopff o incluso Rousseau, el Aduanero, ya habían recurrido en obras tan significativas como Edipo y la Esfinge, Las caricias o La gitana dormida, respectivamente. Si en el muy poético cuadro del Aduanero es un león el que olfatea con dudosa intención a la figura dormida a la luz de la luna, en Moreau y, aún más claramente, en Khnopff el peligro toma hechuras de felino (pantera y guepardo) para representar a la amenazadora esfinge de la mitología clásica[3]. En el caso de estos dos últimos pintores (cultos, literarios, introvertidos y militantes de la causa simbolista) el juego cruzado de sexo y muerte (tentación y peligro) queda más que sugerido por la gestualidad y el contacto físico de sus protagonistas, algo que, sin embargo, P. S. prefiere evitar en sus cuadros y tratar de un modo menos explícito y por separado. Cabe decir, todavía dentro del campo de resonancias de un pintor como Moreau, que se podrían rastrear ciertas similitudes en el tratamiento del paisaje, si bien es cierto que en el caso de nuestro pintor la naturaleza toma un protagonismo y asume una entidad psíquica que no se advierte en la pintura del francés.

Partiendo, a menudo, de la mancha como recurso inspirador P. S. va, poco a poco, conformando toda una escenografía paisajística de estructura polimórfica y carácter tenebroso, en una suerte de abigarramiento formal en el que se logra la paradoja visual de construir una compleja morfología para luego desmaterializarla. Una naturaleza que se nos ofrece, así, en estado latente, como un espeso misterio donde se amalgama lo humano, lo animal y lo geológico. Contribuye, sin duda, a ello la aplicación del medio, sea éste óleo, creta o lápiz, casi al estilo all over, dificultando en gran medida la distinción entre elementos principales y secundarios de la composición y haciendo de ésta algo no relacional.

 Monte Erebus, grafito y óleo sobre papel, 2018

 

La rotunda y sumamente expresiva presencia del paisaje en El viaje interior responde, sin la menor duda, a necesidades psíquicas del propio autor. Llama la atención que cuanto más se va adentrando el pintor en la experiencia iniciática de su viaje, menos se parece el paisaje representado al natal que le rodea en su cotidianidad, esas dehesas, arrozales y marismas del bajo Guadalquivir, señas vernáculas de identidad que solo en las primeras piezas de la serie cobran protagonismo en forma de choza marismeña y en los llanos horizontes que la circundan. De la vaca hacemos abstracción pues más que un elemento del paisaje como tal nos parece que su tratamiento adquiere otra dimensión, pasando a ser efigie de comarca y símbolo de fecundidad. En cualquier caso, no parece que la recreación más o menos verosímil de su propio paisaje haya sido uno de los propósitos o necesidades que albergara el pintor. La tendencia, más bien, apunta hacia otro objetivo: tomar la naturaleza como punto de partida para, acto seguido, irse distanciando progresivamente de ella hasta lograr favorecer otras dimensiones que la transformen en algo parecido a un enigma. Un enigma en el que caben recuerdos de experiencias personales de carácter familiar (El estanque de los caballitos, 2013, donde vuelve a aparecer la relación entre padre e hijo) o de índole más íntima y personal (por ejemplo, Encuentro con la sombra, Viaje interior y Calma, tres óleos del 2021 donde el espejo es más bien una ventana por la cual el personaje se abisma en su propio interior). Recuerdos y experiencias personales, al fin y al cabo, tratados a la manera de un enigma.

Por todo ello cabe deducir que P. S. no desconoce la diferencia entre lo visible y lo real. Aquello que vemos solo puede ser, a lo sumo, conductor de lo real. Nuestra realidad se conforma, a partes iguales, por lo que percibimos del mundo por medio de los sentidos y –no menos importante- por lo que nos llega filtrado a través de nuestro espíritu. Como muy atinadamente nos recuerda Patrick Harpur, “nuestra visión del mundo es sólo una visión, pero no el mundo (…) La imaginación permite asumir que solo es posible contemplar el mundo a través de alguna perspectiva imaginativa o mito (…) Toda literalidad conduce sin remedio a la ceguera”[4]. P. S., al decidirse por narrar su viaje interior, ha recurrido a la imaginación por la vía del símbolo. Y sabemos que la peculiaridad principal del símbolo consiste en significar lo que está más allá, aquello que por ser trascendente está fuera del mundo. Una experiencia iniciática como la descrita aquí es, en este sentido, trascendente por derecho propio. El pintor, en su imperiosa necesidad de autoconocimiento e introspección, despliega en imágenes un periplo que nos recuerda al de las tres vías del viaje místico (purgativa, iluminativa y unitiva): del descensus ad inferos a la serenidad y plenitud absolutas de sentirse uno con todo lo creado. Unión mística que bien podrían simbolizar esos enigmáticos bloques sagrados que destacan por su granítica blancura en mitad de la noche; secreta y muy lograda manifestación de lo numinoso, donde todo está contenido.

Goethe, que sabía de estas cosas, lo dejó escrito en una carta a su amigo el filósofo Friedrich H. Jacobi: “principio y fin de toda actividad artística es explicar el mundo relativo al yo a través del mundo interior”[5]. P. S. lo ha cumplido.

 

 

 

                                                                                          Francisco L. González-Camaño

 

  



[1] El concepto de lo numinoso (un neologismo originado de numen) lo abordó por primera vez y por extenso el teólogo y especialista en religiones comparadas Rudolf Otto en su célebre ensayo Lo santo. Lo racional y lo irracional en la idea de Dios. Podría decirse, simplificando mucho, que lo numinoso es aquello que nos supera y nos empequeñece por su tremendo misterio. Como el mismo Otto aclara: “el contenido cualitativo de lo numinoso, que se presenta bajo la forma de misterio, está constituido por el elemento que hemos llamado tremendum, que detiene y distancia con su majestad. Pero, de otra parte, es claramente algo que al mismo tiempo atrae, capta, embarga y fascina”.

[2] Primer cuarteto, en efecto, de Correspondencias, soneto que ha pasado a convertirse en uno de los manifiestos más logrados de lo que años más tarde se conocerá como Simbolismo y que Baudelaire incluye en Las flores del mal, obra capital de la poesía europea del siglo XIX.

[3] Recordemos que, según nos cuenta Sófocles en Edipo Rey, al llegar a las cercanías de Tebas huyendo de Corinto por causa de un oráculo, Edipo resuelve el funesto acertijo que la Esfinge le propone, a saber: ¿qué ser, provisto de una sola voz, camina primero a cuatro patas por la mañana, después sobre dos patas al mediodía y finalmente con tres patas al anochecer? Al contestar “el hombre” Edipo logra la muerte de la Esfinge pero también, y para su desgracia, ser proclamado rey de Tebas al verse casado con Yocasta, su desconocida madre, cumpliéndose así el infortunado anuncio del oráculo. 

[4] Citas que pueden encontrarse en el impagable ensayo de Harpur titulado El fuego secreto de los filósofos. Una historia de la imaginación, publicado por Atalanta en 2002.

[5] La carta en cuestión la cita Rolf G. Renner en su monográfico sobre Edward Hopper editado por Taschen en 2002.