lunes, 30 de octubre de 2023

Federico Jaime o cómo hacer ver lo invisible

 

Pero el latido de nuestro corazón nos impulsa más abajo, a las profundidades del suelo primigenio, porque no solo reproducimos lo ya visto con más o menos entusiasmo, sino también hacemos visible lo secretamente vislumbrado

Paul Klee, “Sobre el arte moderno”.

 


    


                                           Candente. Pastel al óleo sobre papel, 2021



Ocurre en la pintura de Federico Jaime algo parecido a lo que nos pasa cuando entramos en una habitación a oscuras. Necesitamos permanecer un cierto tiempo en esa repentina oscuridad hasta que el ojo se habitúa y comienza poco a poco a descubrir todo aquello que estaba ahí y hasta entonces no podía ver. En la abstracción de F J –refinada, sutil, resultante de una minuciosa aleación entre la Naturaleza y la Forma- el ojo necesita tiempo para aprehender la pintura, pues es la propia pintura lo que acontece en ella.

Un proceder artístico que si bien ha resuelto, por un lado, renunciar a la utilización del tradicional sistema de correspondencias entre el mundo sensible y su correlato representativo, apostando por una depuración de la forma y un tratamiento autónomo del color, por otro, evita conscientemente desnaturalizarse del todo, no perder cierta vinculación anímica con la naturaleza, para, de ese modo, seguir ejerciendo un ineludible papel de mediador entre dos polos: lo natural y lo ideal o, lo que es lo mismo, la realidad y el deseo.  Y es en esa nueva gramática de la composición, que ya habían tanteado maestros pioneros de la abstracción  como Hilma af Klint o Kandinsky y de la que, años más tarde, Paul Klee se ocupará por extenso hasta sentar las bases de sus preceptos teóricos sin necesidad de rastro teosófico alguno[i], en la que nos parece  ver inscrita la obra de F J. Una obra que de un modo libre y lírico nunca ha dejado de dialogar con la naturaleza.

Libre pero rigurosamente contenido es el título de un óleo sobre lienzo que precisamente Klee pinta en 1930 cuando se encontraba ocupado en una serie de trabajos en torno al problema de la forma. En una sucesión de círculos concéntricos de tonos azules y rojos tierra que semejan un vórtice en cuyo centro un círculo irregular, compuesto por la suma de esos mismos tonos, actúa de punto focal, Klee logra integrar un violento movimiento en espiral dentro de un complejo orden de carácter visiblemente aleatorio, en consonancia con ciertos fenómenos naturales como puedan ser los remolinos de aire, agua o polvo. Todo esto encuentra confirmación en sus notas de clase cuando el artista aborda los distintos tipos de movimiento posibles en el agua o en la atmósfera detallando cómo se pueden trasladar al ámbito formal a través de ejemplos tomados de la naturaleza y la técnica (el molino de agua, la circulación sanguínea o la morfología de una planta)[ii]. Es, pues, evidente que el diálogo con la naturaleza se convierte, también en el caso de Klee, en una condición necesaria para el ejercicio de su arte.

A lo largo del siglo XX, sin embargo, la abstracción pictórica se ha conducido por caminos muy distintos y, unas veces, ha elegido la dirección de una pureza pensada desde el ideal matemático, caso del espacio figurativo de Mondrian, o bien desde una presentida representación de lo absoluto, que nos llevaría al suprematismo de Malévich, por ejemplo; otras veces, ha preferido la gestualidad impulsiva en línea con lo que Harold Rosenberg bautizó como action painting en el contexto norteamericano una vez acabada la Segunda Guerra Mundial.  

Pero hay una tercera alternativa en la que la abstracción de F. J. se sentiría más cómodamente afincada. Una abstracción, llamaremos, sensual que a partir de la disponibilidad formal de los diferentes elementos de la composición (ritmo, equilibrio, volumen, proporción y color) los combina con aquellos otros que la intuición aporta por medio de las muy diversas formas de la experiencia. Vía esta interesantísima en la que el artista es consciente, a la vez, de dos certezas: la insuficiencia del lenguaje –del signo que sea- para nombrar lo real y la propia dificultad para captar y comprender lo real, que parece siempre hostil a los sentidos y preferir vagar en lo oculto. Así, si la tarea del arte no fuera otra que hacer visible lo invisible del mundo el desafío del artista dependería en gran medida de la manera en que utilizara sus medios para la elaboración de un nuevo lenguaje que asuma tanto la insuficiencia lingüística vinculada a la crisis de la representación como los serios obstáculos que, sin duda, aparecerán en cuanto se disponga a aprehender lo real. Desde este punto de vista, la pintura no puede aparecer como algo puro en sí, sino más bien como huella de la relación –siempre problemática- entre objeto y sujeto.

Un análisis de la obra de F. J. nos permite identificar el rigor y la inspiración con los que se adentra en este territorio que ya fue explorado en el pasado reciente con gran rendimiento por artistas de tanto talento como Klee, Willi Baumeister o Jürgen Partenheimer. Las formas con las que, en efecto, nuestro pintor da cuenta de lo real en los dibujos que nos presenta no son aquéllas perfectas y autosuficientes de lo que, podríamos llamar, la intuición de la esencia, sino esas otras de las imágenes, signos y símbolos con los que construimos nuestro mundo. Frente al ideal matemático o puro de la abstracción, F.J. reivindica una concepción de la forma pensada como composición, como construcción abierta en la que conviven e interactúan los elementos anteriormente mencionados: ritmo, equilibrio, proporción, volumen y color. 

Una imagen reducida a su forma es, en el fondo, un concepto poético. No hace falta haber leído a Jung para saber que, más o menos, desde principios del siglo XX un impulso generalizado ha guiado a muchos de los artistas modernos a las fuentes de lo que él denominó “el inconsciente colectivo” y yo prefiero llamar, más escuetamente,  el origen, es decir, esa parte de la psique que conserva y transmite la común herencia de la humanidad. Símbolos unas veces, y otras arquetipos, tan desconocidos y profundos que a menudo su posible significación se nos enreda en la espesura de las mitologías[iii]. Fijémonos por un momento en la tela que el artista titula Emblema Azul, contrapunto en cuanto a formato y técnica de esta exposición. ¿Qué vemos? Sobre un rico y grumoso fondo azul moteado de rojo (como un mar picado) emerge, en un tono azul algo distinto, una enigmática forma compleja que se adueña de la superficie y capta toda la atención de nuestra mirada. Por el título sabemos que estamos viendo algo con vocación de representación simbólica de otro algo muy distinto; ¿acaso una bella variación estilizada del célebre crismón de la primitiva iconografía cristiana o más bien, en el ámbito de la pictografía conceptual de Oriente,  un libre ensamblaje de los ideogramas chinos para señalar arriba y abajo, o quizá nada de todo esto y sencillamente una invención creativa y feliz del propio artista con valor de emblema ornamental?




La contemplación del arte se rige por un procedimiento más sencillo de lo que pueda parecer a primera vista. En realidad, en la magnitud de las sensaciones se revelan los valores. Si nos comportáramos ante el arte del mismo modo que lo hacemos cuando miramos al cielo, al mar o a las montañas nos sería bastante más fácil poder prescindir de lo narrativo, del recurso al argumento. Así, pienso yo, deberíamos acercarnos al catálogo de formas que nos presenta F. J., formas más próximas a lo emblemático y lo arquetípico y, en definitiva, a lo extraordinario que a cualquier afán especulativo o experimental.

Hablamos de lo extraordinario y me gustaría, en este caso, relacionarlo con el formato de los dibujos. No es habitual que lo extraordinario haga acto de presencia en dibujos de un tamaño tan reducido, muchos, más pequeños que un papel de carta. Trabajar con tales medidas entraña siempre un riesgo, el riesgo de lo fragmentario, de la tentativa, de lo no concluido. Las mágicas y felices composiciones de F. J., bien al contrario, nos parecen el resultado de una virtuosa combinación de las posibilidades técnicas de la pintura y el dibujo, híbridos de óleo, tinta, pastel y rotulador que se nos revelan como palimpsestos plásticos que ascienden desde la profundidad de la superficie delicadamente matizada del papel. Estamos, sin lugar a dudas, ante un maestro de lo pequeño.

En sus dibujos F. J. recrea, como acariciando, un universo alternativo, placentero, orgánico, inocente y ligeramente suspendido, como si supiera que en el ámbito de la experiencia artística todo debe ser soñado antes de ser visto. Algo parecido a una fantasía autofabricada pero siempre comprensible y de una bendita indiferencia.

Imágenes pequeñas pero de una enorme fuerza evocadora, formas empáticas y sencillas que aspiran nada menos que a la universal cordialidad entre el hombre y el mundo que habita.

 

 

                                                                                   Francisco L. González-Camaño

 

 

 

 

 



[i] La Teoría de la forma pictórica de Klee comprende los manuscritos de los tres primeros ciclos de clases que el artista impartió en la Bauhaus de Weimar entre el 14 de noviembre de 1921 y el 19 de diciembre de 1922. Las huellas dejadas en el texto por sucesivas revisiones vienen a demostrar que Klee reutilizó parte de estas clases en años posteriores. Existe traducción al castellano con el título de Aportaciones a una teoría de la forma pictórica. Notas de clase. Plot Editorial, 2013.

[ii] Cf. Keller Tschirren M, Klee, maestro de la forma pictórica, p. 45. Cat. de la exposición Paul Klee, maestro de la Bauhaus, Fundación Juan March, Madrid, 2013.

[iii] En este sentido, la obra de Carl G. Jung es amplísima y sus contribuciones están repartidas en distintos libros de los que destacaría tres: Símbolos de transformación, AION, contribución a los simbolismos del sí-mismo y Recuerdos, sueños y pensamientos. Los dos primeros están editados por Paidós, mientras que el tercero se encuentra en el catálogo de Seix-Barral.