miércoles, 26 de abril de 2017

En la casa de Morandi

Puede que al principio fueran las cosas pero con el tiempo y la perseverancia Morandi acabó pintando el fantasma de las cosas. Así, lo que vemos en su pintura, aguafuertes o acuarelas no es la representación de unos pocos y obstinados motivos sino el espectro de esos cuerpos que Morandi lleva más allá de lo que entendemos como objeto. Igual que los espectros, sus motivos parecen estar vivos, animados por un complejo sistema de colores suaves y gradaciones tonales casi imperceptibles conseguidas a través de una pincelada lenta, densa, larga y sinuosa.


Visto de cerca todo vibra en su pintura y observamos que uno de sus secretos era enfrentar la pincelada corta y rectilínea del motivo con la pincelada más larga y tendente a la espiral de sus minuciosos y refinados fondos. En cambio, si tomamos distancia la escena se vuelve pensativa, confinada en un silencio autosuficiente. Da igual que se trate de un florero, de una jarra o de una casa.  La mirada del pintor, de tan entrenada en ellos, los ha dejado en cueros, y aparecen en el lienzo o en el papel trascendidos en un paréntesis de aire.
Así como el monje amanuense caligrafiaba el libro Morandi pinta.


miércoles, 5 de abril de 2017

Retrato de un hombre. Diego Velázquez, c 1635





He mirado este retrato tan obstinada y largamente que se me ha llegado a nublar la vista. Un retrato que de tener espíritu se quejaría, con razón, de que nadie lo entendiera nunca. En su accidentada historia ha pasado por distintas y controvertidas atribuciones, de Mazo a Van Dyck, y el eminente especialista en arte barroco español, August Mayer, creyó erróneamente que se trataba de un autorretrato. De un autorretrato de Velázquez, naturalmente. Sin embargo, cuando, después de pasar por varias manos, llegó finalmente al Metropolitan de Nueva York en 1949 fue degradado a la modesta categoría de “taller de Velázquez” y 30 años más tarde, castigado al almacén del propio museo. La anécdota del joven conservador escocés que al limpiar el cuadro se da cuenta de que se encuentra ante un indiscutible Velázquez perdido es de sobra conocida pues la prensa de todo el mundo publicó sus detalles en el mes de septiembre de 2009, y no se trata ahora de repetirlos.
Lo que me interesa, lo que más que interesarme, me apasiona, es el retrato. Cuando terminaron de limpiarlo y lo liberaron de las sucesivas capas de barnices dictaminaron que no se trataba de un retrato completamente terminado sino más bien de un rápido estudio del natural, como si eso importara mucho en Velázquez. ¿Es que acaso hay algún retrato de Velázquez “verdaderamente” terminado? ¿Y qué entendemos, hoy como ayer, por terminado?
Es verdad que tanto la golilla como el bigote están resueltos con una asombrosa fluidez, prácticamente “alla prima”.  Y que el fondo, compuesto de verdes, rosas y una amplia gama de grises, es en realidad una atmósfera que recuerda a la bruma. La trama del lienzo es visible en muchas partes y el pigmento está tan diluido que llega a alcanzar la transparencia de la acuarela. Pero esto es otro rasgo idiosincrásico de Velázquez. Recuérdese sino, la mayoría de sus enanos y bufones o la Venus del espejo.
Como ocurre de forma tan habitual que ya no reparamos en lo prodigioso de su técnica, también en este rostro velazqueño los detalles psicológicos están atemperados por esa señorial distancia que el pintor impone a sus modelos. ¿No es, entonces, la bolsa debajo del ojo indicio de una falta de sueño? ¿O el brillo algo húmedo de la frente una señal de azoramiento o sofoco a duras penas controlado?
Realmente el retrato asombra: silencioso, ligeramente desafiante, bien parecido. Velázquez lo coloca en un limbo, rodeado por ese típico resplandor atmosférico del que es el supremo maestro. No tenemos ninguna pista sobre su identidad pero ¡qué importa esto en un retrato así! Ese hombre está aquí, el cabello suave, el bigote tan sutil que termina convertido literalmente en un pelo hacia arriba, la mirada aguda, y a pesar de todo el cuadro no nos entrega su secreto porque en su interior sabemos que hay algo más, algo que no podemos expresar pero que el pintor ha dejado ahí, disperso. Y ese algo disperso contribuye poderosamente a hacer de los retratos de Velázquez una experiencia imborrable de la memoria. 



La ciudad ideal. Autor desconocido, 2ª mitad Siglo XV.

LA CIUDAD IDEAL. AUTOR DESCONOCIDO. SEGUNDA MITAD DEL SIGLO XV

Lo acababa de dejar por escrito Leon Battista Alberti en la primera parte de su tratado “De pictura” (1435) en el que afirmaba que la perspectiva es el principal instrumento del pintor moderno para construir el espacio. El pintor moderno –un intelectual antes que un artesano- es un arquitecto. Y un arquitecto, lo sabemos bien, es el político por antonomasia.



Quien fuera que pintó este cuadro sin duda se propuso pintar la “ciudad ideal”. Es tranquilísima y no encontramos un solo desecho humano o animal en el suelo. Nada la perturba, nada la ensucia. Basta imaginarnos cómo debía de ser una ciudad europea en el siglo XV, Urbino por ejemplo, para concluir que esta ciudad que vemos no puede ser si no una entelequia, un “desiderio” como dicen los italianos y, en definitiva, verdaderamente “ideal”.
De esta enigmática tabla casi nada sabemos. Los expertos no se ponen de acuerdo ni siquiera en su autoría así como tampoco en su datación. Se propone la segunda mitad del Quattrocento, pero eso es obvio. ¿Cómo es posible que de una obra tan lograda, tan rotunda no haya quedado testimonio contemporáneo de algún escritor o comentarista que aporte esos datos esenciales? O quizá los hubo y las vicisitudes de la historia los han destruido. Solo nos queda la obra, ella habla por sí misma.
Fijémonos por un momento en las ventanas a izquierda y derecha del tempietto central. Muchas de ellas están abiertas, y lo curioso es que lo están de modo diverso: unas completamente, otras a la mitad y algunas, solo en tres cuartos. De las cuatro puertas del templo la que vemos también aparece medio abierta. Estas señales, y algunas plantas que adornan los alféizares de ciertas ventanas, son las únicas marcas de la presencia humana. En cuanto al templo, eje vertebrador de toda la composición, más bien parece una astronave que ha caído del cielo preocupándose en aterrizar limpiamente justo en el centro de la plaza.
Por mucho que nos esforcemos no encontraremos forma de explicar qué sucede en esta ciudad. Sería mejor abandonar esa vía porque en ella no sucede realmente nada. Recordemos que se llama “la ciudad ideal”, precedente muy anticipado de lo que cinco siglos después llamaríamos “paisaje metafísico”. En realidad, es la escenificación de un mundo en el que el tiempo parece haberse detenido. Al contemplar esta vista lo primero que nos llega es la sensación de silencio y calma. Una calma y un silencio logrados a través de una geometría perfecta capaz de construir un espacio sagrado. Y aquí volvemos a Alberti. Solo el pintor que domine la perspectiva cónica, principio supremo del Renacimiento, será verdadero hacedor de espacios.
Lo que hace de este cuadro una experiencia estética e intelectual absolutamente fascinante es la cristalización perfecta de un mundo construido, animado e inanimado, en el que el tiempo y el espacio se han imbricado de tal forma que ya el uno sería irreconocible sin el otro. Es decir, lo que hace de este cuadro una experiencia completa e inolvidable es que trazando una ciudad pinta una nueva eternidad.