lunes, 25 de octubre de 2021

Carta abierta a Simon Zabell

 


Dicen que los que han llegado allí, Simon, los muy viejos, recuerdan sobre todo su infancia y casi se complacen en los exclusivos recuerdos de ella, como si todo lo demás, el recorrido entero del resto de sus vidas de jóvenes y adultos, hubiese sido como una acumulación de distracciones y errores, de incalculables afanes por cosas que en realidad poco o nada han importado, una travesía hasta cierto punto inútil para regresar al origen, a lo que verdaderamente cuenta. Tú no desconoces, Simon, lo que le ocurrió a Stevenson, que recorrió medio mundo para al final solo pensar en su ciudad natal, desde la Polinesia.

Mira lo que dicen estos postreros versos de Stevenson cuando sabía que su vida se acababa en los Mares del Sur, en Apemama, envuelto en una verdadera y extraña nostalgia por su “ciudad ceñuda”: “Cuando la luz de mis ojos expirantes disminuya y ceda, y la voz del amor venga insignificante a mis oídos que estarán cerrándose, ¿qué sonido llegará sino el viejo grito del viento de nuestra ciudad inclemente? ¿Qué volverá sino la imagen del vacío de la juventud, llenado por el ruido de pasos y aquella voz de descontento y embeleso y desesperanza?”. Y en otro poema expirante, en el que parecía desdeñar los mares remotos y cálidos que con tanto ahínco había ido a buscar, aun le persistía el mismo espíritu y añoraba dolorosamente el borrascoso clima de Edimburgo: “Un mar que no está en los mapas envuelve y confina a una isla sin luces, en vano, al hijo errante. La voz de generaciones muertas me llama, sentado en la lontananza, a levantarme y con diligencia volver atrás sobre mis numerosos pasos y, acabado todo cambio, tenderme cuan largo soy en aquella notable ciudad de los muertos”. Quizá, Simon, debiera leerte estos versos en su lengua, que es también la tuya, por no oírlos traicionados sin remedio en la mía: “The belching winter wind, the missile rain, the rare and welcome silence of the snows, the laggard morn, the haggard day, the night…” Tú, Simon, que fuiste en su busca y cruzaste continentes ¿crees que también él se volvió hacia el lugar primero, por oscuro o deprimente que fuera? ¿Crees que uno acaba siempre por mirar con el desvalido ojo del recuerdo a su mortecino pueblo o a su pequeña ciudad de provincias de la que con tanto esfuerzo se quiso escapar cuando aun el futuro y la esperanza estaban por realizarse?

                                                        Stevenson fotografiado por Henry Walter Barnett

Ya ves lo que le ocurrió a Stevenson y no era viejo. Murió a los cuarenta y cuatro años, pero eso da igual. Cuando escribió estos poemas debió de notar que su fin estaba próximo, y solo se acordaba, con conmovedora nostalgia, del inhóspito lugar de su infancia. Mira cómo empieza este otro: “Los trópicos se difuminan y me parece como si yo, desde el Halkerside, o más alto, desde el Allermuir, o el escarpado Caerketton, en sueños volviera a mirar…”

Embarcarse hasta las antípodas, buscando remedio a sus achaques, poniendo mucha tierra e infinitos mares por medio, para morir evocando “el viejo grito del viento de nuestra ciudad inclemente”. Son las visiones del pasado de una infancia inapelable que vuelve para quedarse. Mira con qué claridad termina: “Esas yo recordaré, y luego todo lo olvidaré”. Así cierra Stevenson su poema, Simon, y no es de extrañar que así también cerremos tú y yo y nosotros todos, algún día por venir, nuestras vidas.  

miércoles, 13 de octubre de 2021

Fátima Pemán: mirar afuera para ver adentro

 

                                                   Chopos y encina en el barranco, 2020.



Como en su momento le ocurriera a Thoreau el horizonte de Fátima Pemán “está limitado por los bosques”; es como si del sol, la lluvia, los árboles y las estrellas hubiera creado un mundo para ella sola. Estar solo en la naturaleza no es, en realidad, estar desamparado pues, como nos advierte el mismo Thoreau, “mientras disfrute de la amistad de las estaciones sé que nada podrá convertir la vida en una carga para mí”. [1]

Cuando uno ha sustituido el bullicio urbano por la constante y atenta intimidad con el medio natural sin duda termina no solo por aprender el admirable arte de la simplificación sino también acaba asumiendo una cierta manera de estar en el mundo, algo semejante a lo que podríamos llamar una lúcida concertación, una especie de pacto no escrito entre el mundo y uno mismo. En más de una ocasión la pintora ha reconocido que ha sido la naturaleza la que le enseñó a dibujar y que solo ésta es capaz de mostrarle “los conceptos que luego interiorizo”. Es muy probable que esto sea así pero no es menos cierto que su paso por la New York Studio School a mitad de los años noventa, en la que su tutor fue nada menos que Esteban Vicente, le familiarizará con los principios elementales y los recursos más eficaces de una abstracción, en su caso, siempre tendente a lo orgánico e infundida de un mesurado lirismo. Esta herencia y, quizá, el hábito del ejercicio del collage –en tanto laboratorio de relaciones espaciales y generador de consonancias y disonancias cromáticas- sostienen, en lo técnico, el paisajismo de Fátima Pemán. Un paisajismo de una económica sobriedad en el uso del color, donde los tonos cálidos de los marrones y amarillos parecen enfriarse a la vera de los verdes y purpúreos violetas que se caldean, en simétrica inversión, en contacto con los primeros. Y un paisajismo, a la vez, de una sabia austeridad en lo compositivo -casi rozando el esquematismo- en el que resulta imposible detectar ningún elemento anecdótico.

Siendo todo esto de una notable evidencia, lo que más nos llama la atención en estos paisajes de F.P. es la persistente ausencia de un centro de gravedad de la atención. Como en la pintura china, el ojo se desliza ligero por la tela sin poder hallar un foco donde descansar por un instante la mirada induciéndole, de este modo, a una visión holística e integradora. En ellos, por tanto, salta a la vista una cualidad rara que no pocas veces hemos echado en falta en el paisajismo occidental: la consabida circunstancia de que el orden de la naturaleza opera sin consultar los libros de geometría ni las leyes lineales de los hombres.

 A estas alturas de la historia es ya un lugar común recordar que un paisaje –en este caso, la sierra onubense de Aracena- es para el artista una manera de ver y sentir el espacio que le rodea y afecta. Hace más de cinco años que la pintora decidió trasladarse a esta su Arcadia particular con el propósito de darle un giro trascendente a su vida. No se trataba tanto de huir como de encontrarse y así fue cómo se descubrió disfrutando de un tiempo lento en el que las estaciones, y no las jornadas laborales, marcan el curso del vivir. Si bien es cierto que el artista no puede dejar de ver y sentir de una determinada manera, por lo general culturalmente aprendida, también lo es que la convivencia y el trato diario con un entorno natural de tamaño alcance sensible facilita la aceptación de un nuevo orden orgánico de las cosas en el que la simetría, la repetición y las concordancias pierden pie y dejan paso a lo profundo, oculto e idiosincrático de cada cosa. Basta contemplar con atención cualquiera de los paisajes de F. P. para constatar que en el proceso creativo de la boscosa urdimbre de ramajes, broza, trochas, claros y sombras se ha optado, en primera instancia, por transcribir sin necesidad de método preceptivo alguno el orden azaroso característico de la propia naturaleza. Es el ojo atento el que ordena, en todo caso, mientras mira. Esa es la razón principal por la que sus paisajes nos parecen tan “reales” sin ser, en sentido estricto, realistas.  

De un orden muy distinto es la abigarrada sintaxis de sus dibujos de temperamento grafitero. Envoltura caleidoscópica de botellas y otros enseres domésticos, cuando no simples papeles de acuarela, estas tintas negras se balancean entre un grafismo de entorno suburbano y la pintura ideomórfica del arte paleolítico.




Siendo interesantes en su calidad de dibujos gestuales de ejecución casi automática de un enorme potencial creativo, donde despliegan todo su vigor estético es como revestimiento o funda de botella al hacer de este objeto utilitario el inesperado escenario tridimensional de un jeroglífico de signos que terminan por suscitar una emoción. Magistralmente concebido, el contorno negro y definido que ata los dibujos entre sí funciona como una mágica línea que nos hace soñar.

 

                                                                                                   Francisco L. González-Camaño  

 



[1] Todas las citas de Henry D. Thoreau pertenecen a su célebre ensayo Walden disponible en castellano en edición de Errata Naturae.