Chopos y encina en el barranco, 2020.
Como en su momento le ocurriera a Thoreau el horizonte de
Fátima Pemán “está limitado por los bosques”; es como si del sol, la lluvia,
los árboles y las estrellas hubiera creado un mundo para ella sola. Estar solo
en la naturaleza no es, en realidad, estar desamparado pues, como nos advierte
el mismo Thoreau, “mientras disfrute de la amistad de las estaciones sé que
nada podrá convertir la vida en una carga para mí”. [1]
Cuando uno ha sustituido el bullicio urbano por la constante
y atenta intimidad con el medio natural sin duda termina no solo por aprender
el admirable arte de la simplificación sino también acaba asumiendo una cierta
manera de estar en el mundo, algo semejante a lo que podríamos llamar una
lúcida concertación, una especie de pacto no escrito entre el mundo y uno
mismo. En más de una ocasión la pintora ha reconocido que ha sido la naturaleza
la que le enseñó a dibujar y que solo ésta es capaz de mostrarle “los conceptos
que luego interiorizo”. Es muy probable que esto sea así pero no es menos
cierto que su paso por la New York Studio
School a mitad de los años noventa, en la que su tutor fue nada menos que Esteban
Vicente, le familiarizará con los principios elementales y los recursos más
eficaces de una abstracción, en su caso, siempre tendente a lo orgánico e
infundida de un mesurado lirismo. Esta herencia y, quizá, el hábito del
ejercicio del collage –en tanto
laboratorio de relaciones espaciales y generador de consonancias y disonancias
cromáticas- sostienen, en lo técnico, el paisajismo de Fátima Pemán. Un
paisajismo de una económica sobriedad en el uso del color, donde los tonos
cálidos de los marrones y amarillos parecen enfriarse a la vera de los verdes y
purpúreos violetas que se caldean, en simétrica inversión, en contacto con los
primeros. Y un paisajismo, a la vez, de una sabia austeridad en lo compositivo
-casi rozando el esquematismo- en el que resulta imposible detectar ningún
elemento anecdótico.
Siendo todo esto de una notable evidencia, lo que más nos
llama la atención en estos paisajes de F.P. es la persistente ausencia de un
centro de gravedad de la atención. Como en la pintura china, el ojo se desliza ligero
por la tela sin poder hallar un foco donde descansar por un instante la mirada induciéndole,
de este modo, a una visión holística e integradora. En ellos, por tanto, salta
a la vista una cualidad rara que no pocas veces hemos echado en falta en el
paisajismo occidental: la consabida circunstancia de que el orden de la
naturaleza opera sin consultar los libros de geometría ni las leyes lineales de
los hombres.
A estas alturas de la
historia es ya un lugar común recordar que un paisaje –en este caso, la sierra
onubense de Aracena- es para el artista una manera de ver y sentir el espacio
que le rodea y afecta. Hace más de cinco años que la pintora decidió
trasladarse a esta su Arcadia particular con el propósito de darle un giro
trascendente a su vida. No se trataba tanto de huir como de encontrarse y así
fue cómo se descubrió disfrutando de un tiempo lento en el que las estaciones,
y no las jornadas laborales, marcan el curso del vivir. Si bien es cierto que
el artista no puede dejar de ver y sentir de una determinada manera, por lo
general culturalmente aprendida, también lo es que la convivencia y el trato
diario con un entorno natural de tamaño alcance sensible facilita la aceptación
de un nuevo orden orgánico de las cosas en el que la simetría, la repetición y las
concordancias pierden pie y dejan paso a lo profundo, oculto e idiosincrático
de cada cosa. Basta contemplar con atención cualquiera de los paisajes de F. P.
para constatar que en el proceso creativo de la boscosa urdimbre de ramajes,
broza, trochas, claros y sombras se ha optado, en primera instancia, por
transcribir sin necesidad de método preceptivo alguno el orden azaroso
característico de la propia naturaleza. Es el ojo atento el que ordena, en todo
caso, mientras mira. Esa es la razón principal por la que sus paisajes nos
parecen tan “reales” sin ser, en sentido estricto, realistas.
De un orden muy distinto es la abigarrada sintaxis de sus
dibujos de temperamento grafitero. Envoltura caleidoscópica de botellas y otros
enseres domésticos, cuando no simples papeles de acuarela, estas tintas negras
se balancean entre un grafismo de entorno suburbano y la pintura ideomórfica
del arte paleolítico.
Siendo interesantes en su calidad de dibujos gestuales de
ejecución casi automática de un enorme potencial creativo, donde despliegan
todo su vigor estético es como revestimiento o funda de botella al hacer de
este objeto utilitario el inesperado escenario tridimensional de un jeroglífico
de signos que terminan por suscitar una emoción. Magistralmente concebido, el
contorno negro y definido que ata los dibujos entre sí funciona como una mágica
línea que nos hace soñar.
Francisco
L. González-Camaño
[1] Todas las citas de Henry D. Thoreau pertenecen a su célebre ensayo Walden disponible en castellano en edición de Errata Naturae.
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