Dicen que los que han llegado allí, Simon, los muy viejos,
recuerdan sobre todo su infancia y casi se complacen en los exclusivos
recuerdos de ella, como si todo lo demás, el recorrido entero del resto de sus
vidas de jóvenes y adultos, hubiese sido como una acumulación de distracciones
y errores, de incalculables afanes por cosas que en realidad poco o nada han
importado, una travesía hasta cierto punto inútil para regresar al origen, a lo
que verdaderamente cuenta. Tú no desconoces, Simon, lo que le ocurrió a
Stevenson, que recorrió medio mundo para al final solo pensar en su ciudad
natal, desde la Polinesia.
Mira lo que dicen estos postreros versos de Stevenson cuando
sabía que su vida se acababa en los Mares del Sur, en Apemama, envuelto en una
verdadera y extraña nostalgia por su “ciudad ceñuda”: “Cuando la luz de mis
ojos expirantes disminuya y ceda, y la voz del amor venga insignificante a mis
oídos que estarán cerrándose, ¿qué sonido llegará sino el viejo grito del viento
de nuestra ciudad inclemente? ¿Qué volverá sino la imagen del vacío de la
juventud, llenado por el ruido de pasos y aquella voz de descontento y embeleso
y desesperanza?”. Y en otro poema expirante, en el que parecía desdeñar los
mares remotos y cálidos que con tanto ahínco había ido a buscar, aun le
persistía el mismo espíritu y añoraba dolorosamente el borrascoso clima de
Edimburgo: “Un mar que no está en los mapas envuelve y confina a una isla sin
luces, en vano, al hijo errante. La voz de generaciones muertas me llama,
sentado en la lontananza, a levantarme y con diligencia volver atrás sobre mis
numerosos pasos y, acabado todo cambio, tenderme cuan largo soy en aquella
notable ciudad de los muertos”. Quizá, Simon, debiera leerte estos versos en su
lengua, que es también la tuya, por no oírlos traicionados sin remedio en la
mía: “The belching winter wind, the missile rain, the rare and welcome silence
of the snows, the laggard morn, the haggard day, the night…” Tú, Simon, que
fuiste en su busca y cruzaste continentes ¿crees que también él se volvió hacia
el lugar primero, por oscuro o deprimente que fuera? ¿Crees que uno acaba
siempre por mirar con el desvalido ojo del recuerdo a su mortecino pueblo o a
su pequeña ciudad de provincias de la que con tanto esfuerzo se quiso escapar
cuando aun el futuro y la esperanza estaban por realizarse?
Ya ves lo que le ocurrió a Stevenson y no era viejo. Murió a
los cuarenta y cuatro años, pero eso da igual. Cuando escribió estos poemas
debió de notar que su fin estaba próximo, y solo se acordaba, con conmovedora
nostalgia, del inhóspito lugar de su infancia. Mira cómo empieza este otro:
“Los trópicos se difuminan y me parece como si yo, desde el Halkerside, o más
alto, desde el Allermuir, o el escarpado Caerketton, en sueños volviera a
mirar…”
Embarcarse hasta las antípodas, buscando remedio a sus
achaques, poniendo mucha tierra e infinitos mares por medio, para morir
evocando “el viejo grito del viento de nuestra ciudad inclemente”. Son las
visiones del pasado de una infancia inapelable que vuelve para quedarse. Mira
con qué claridad termina: “Esas yo recordaré, y luego todo lo olvidaré”. Así
cierra Stevenson su poema, Simon, y no es de extrañar que así también cerremos tú
y yo y nosotros todos, algún día por venir, nuestras vidas.
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