Bacanal, 1628, Le Louvre |
Poussin, con ser uno de
los grandes pintores del siglo XVII, es también un auténtico “caso”. No solo
porque su inmenso prestigio se sustenta sobre poco más de la mitad de su
producción (el resto, como dijo Sandrart, uno de sus primeros biógrafos, es
obra para el mercado, colmada de “bacanales, ninfas y sátiros prestados de
Ovidio y colocados entre ruinas y paisajes”), sino muy especialmente por el
hecho de ser el más italiano de los pintores franceses de su tiempo sin, por
ello, perder un ápice del genuino carácter francés.
El erudito abad Gian
Pietro Bellori (1615-1696) en sus célebres “Vite
de´ pittori, scultori et architetti moderni” (1672) se ocupó de no muchos
artistas pero no quiso descuidar la figura de Poussin. El rigor informativo de
Bellori llama bastante la atención y es admirable su intento de relacionar las
obras con las ideas, pergeñando de esta manera uno de los primeros ensayos
serios de crítica de arte. Su instinto estético va contra el naturalismo de un Caravaggio
al tiempo que reprueba el manierismo que él identifica con un pintor como el Cavalier d´Arpino, probablemente el
titular del taller de pintura más famoso de su tiempo en Roma y que, sin
embargo, hoy pasa por ser un artista poco menos que intrascendente. Para
Bellori el restaurador de la pintura como una ciencia distintiva de los sabios,
que se fundamenta en la razón, la verdad, la elegancia y la perfección formal
(es decir, en la Idea) es Annibale Carracci, digno heredero de lo que supuso
Rafael 70 años antes.
Resumiendo mucho, el
programa artístico de la “Accademia”
de los Carracci consistía en conjugar el dibujo de un Miguel Ángel o un Rafael
con la sofisticada atmósfera de luces y sombras de un Tiziano o un Giorgione,
así como con la pureza del color de un Correggio y, por extensión, de toda la
escuela de Parma. Y el mejor dotado para el mantenimiento de ese programa ecléctico era, según Bellori, Nicolás Poussin.
Elizer y Rebeca, 1648, Le Louvre |
Bellori, gran admirador
del clasicismo de Poussin, que cuaja como estilo propio en la década de los 30,
se siente algo confuso con su producción romana anterior (1624-1634) de la cual
no se atreve a hacer un juicio exacto. En cualquier caso, lo más interesante de
este erudito italiano es el haber sido el primero en establecer las bases
teóricas para el juicio crítico de la obra de Poussin según un verdadero
programa ideológico: la forma debe reducirse a la expresión, mientras que el
color no debe ser tratado más que como un recurso ilusionista para persuadir al
ojo. Así, para que el pintor pueda adquirir la “manera magnífica” el tema
elegido precisa de cierta heroicidad y debe estar representado sin excesivo
detalle, renunciando a todo motivo vulgar y buscando la esencia aún a riesgo de
rozar la severidad en la composición por mor de una excesiva geometría del
espacio.
Esa “manera magnífica” tan
característica de Poussin será lo que con el tiempo recibirá el nombre de “grand goût”.
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