Pequeño Jardín Medieval. Maestro del Alto Rin, c 1415 |
Cuando hablamos de arte medieval no conviene
olvidar que lo perdido es abrumadoramente más extenso que lo preservado y aun
esto, por desgracia, mucho menos abundante que lo conocido. Sucesivas e
innumerables destrucciones han ido asolando un patrimonio que, a buen seguro,
convierte lo que resta en una mínima parte de lo que en su día hubo de existir.
Destrucciones, en unos casos, fortuitas, pero las más de las veces provocadas
por el impulso destructor del hombre. Si a ello añadimos la deprimente falta de
documentación y la anonimia que afecta a más del 90% de los artistas románicos
y a una parte no muy inferior de los góticos, el panorama final se asemeja
mucho a un ruinoso jeroglífico sin esperanza de resolución.
Por no abrumar con demasiados detalles solo
recordaremos que más de la mitad de la obra de un artista de la talla de Roger
van der Weyden ha sido pasto del infortunio sin apenas memoria hoy de lo
perdido; o que dos de las manifestaciones más excelentes de la pintura de la
Baja Edad Media en Occidente como son el Díptico
de Wilton (c. 1395) de la National Gallery de Londres o este Pequeño Jardín del Paraíso (c. 1410), que
ahora nos ocupa, siguen condenados a la lega orfandad por falta del más mísero
documento acreditativo.
Nada sabemos de su autor excepto –y no de forma
concluyente- su procedencia y años en activo. Después de ímprobas investigaciones
y cotejos que a menudo derivaron en inevitables querellas entre historiadores y
especialistas por fijar una atribución o arriesgar incluso una identificación,
tenemos que seguir refiriéndonos al autor de esta admirable obra con el desalentador
título de “maestro”. Maestro del Alto Rin, por ser un poco más precisos, al
menos en su área de actuación. El arte del Medievo, ya lo hemos dicho, está
lleno de “maestros” sin nombre. Las investigaciones de eruditos como Carl
Gebhardt o Ernst Buchner son las que más cerca han estado de desentrañar el
misterio llegando incluso a arriesgar el nombre de Hans Tiefenthal. Sin
embargo, tal paternidad no termina de lograr el consenso de la cauta y recelosa
comunidad académica internacional. Sea como fuere, lo que no parece en
entredicho es que el autor de esta tabla vivió y trabajó del 1410 al 1448 en
ciudades como Basilea, Estrasburgo, Colmar o Sélestat, todas ellas conectadas
por el Rin. Del mismo modo, tampoco se cuestiona su adscripción a lo que se ha
dado en llamar estilo “gótico internacional”. La expresión es del historiador
de arte francés Louis Courajod y por ella entendemos una inclinación por las
líneas graciosas y refinadas, el movimiento elegante y una rica ornamentación
dispuesta a confundir lo sacro con lo profano que se desarrolla entre finales
del XIV y las primeras décadas del siglo XV. A todo ello habría que añadir el
gusto por los colores puros, encarnados aquí en la elección de verdes, azules,
rojos y blancos. Un estilo que, en definitiva, debe mucho a la costumbre de
iluminar los salterios o libros de horas y que hay que situar dentro de un
contexto cortesano, especialmente sensible al lujo y dispuesto a evadirse de una
realidad a menudo desoladora. En buena parte de la pintura de estilo gótico
internacional las escenas, incluso de carácter religioso, están concebidas para
el placer de los sentidos y los recursos pictóricos se dirigen a la expresión
de la belleza, evitando con cuidado todo detalle que pueda connotar drama o
excesivo desánimo. La presencia de la Virgen María con su hijo en el jardín del
Paraíso se convertirá, por tanto, en un tema perfectamente adecuado al espíritu
que animaba la estética tardomedieval, como demuestra el significativo número
de obras que lo aborda. El propio Maestro del Alto Rin según parece lo trató,
que se sepa, en otra ocasión logrando, de nuevo, una obra maestra: la gran
tabla de La Virgen de las fresas (c. 1420) del Museo de Bellas Artes de Soleura
(Suiza), en la que Nuestra Señora vuelve a aparecer rodeada de flores y pájaros
con corona dorada y un libro rojo entre sus manos.
El motivo del “jardín cerrado o secreto”, del mismo modo que ocurrió con
“la adoración de los Reyes”, se convertirá para los artistas de la Baja Edad
Media en una magnífica oportunidad de “profanizar”, gracias a las licencias que
permite el arte, un tema sacro. Cuestión, esta última, que estudió con gran
profundidad Johan Huizinga en su imprescindible “El otoño de la Edad Media”. Este
jardín en el que vemos a la Virgen y a su hijo en compañía de seis santos aparece
protegido por un muro blanco almenado, lo que nos remite no sin fundamento al
tópico del “hortus conclusus”, tradicionalmente asociado a la virginidad de
María. Ya el mismo origen de la expresión es religioso pues su fuente
bibliográfica es nada menos que “El Cantar de los Cantares”, uno de los más
bellos libros del Antiguo Testamento: “huerto cerrado eres, hermana mía, esposa mía,
huerto cerrado, fuente sellada” dice la traducción clásica, (Cantares, 4:12).
Ahora bien, si su fuente bibliográfica la encontramos en el Antiguo Testamento,
su más que probable fuente artística o iconográfica la hallamos, sin embargo,
en otro jardín medieval, el “Hortus Deliciarum”
de Herrada de Landsberg, una monja alsaciana del siglo XII que llegó a ser madre
abadesa de la abadía del monte Saint
Odile en la región de los Vosgos. Este “Jardín de las delicias” (primera
enciclopedia de la que se tiene noticia escrita por una mujer) se convirtió en
uno de los manuscritos iluminados más célebres de su época ofreciendo, no solo
a las pupilas de abadías y conventos de Centroeuropa sino también a artistas de
toda condición, un precioso inventario de imágenes y significados del concepto
de “paraíso terrenal”. Así, podemos decir que el jardín ideal de la Baja Edad
Media se ajustaba perfectamente a la imagen del “hortus conclusus”. Por otra
parte, la presencia del muro almenado era una constante iconográfica en la
ilustración de los libros de horas de los siglos XIII y XIV, sobre todo en los
territorios franceses y en la región de Bohemia. Un muro de trazado ideal, no
ajustado a ley alguna de proporción o escala y, por tanto, no integrado en el
paisaje de la escena. Su papel era de mero delimitador espacial, generador de
un marco que acota y subraya el episodio narrado. En este caso, el episodio
narrado no es más que una representación simbólica de la virginidad de María,
como ya se ha dicho. La Virgen aparece leyendo (por el gesto de sus dedos,
diríase hojeando) un códice de rojas cubiertas, que bien pudiera ser una Biblia,
con la cabeza inclinada en paralelo al libro y envuelta en manto azul mientras
su hijo, justo debajo de ella, parece disfrutar pulsando un salterio en
compañía de santa Catalina, aunque en esto no hay acuerdo. Nos parece aquí
oportuno recordar que el salterio era el instrumento de cuerda que se utilizaba
tradicionalmente en la Edad Media para acompañar la liturgia de las horas. Así
lo refleja, por ejemplo, una hermosa ilustración protagonizada por el rey David
en el Salterio de París, códice del
siglo X que guarda, como una de sus joyas, la Biblioteca Nacional de Francia.
Llama también nuestra atención el discreto lugar reservado a María que,
contrariamente a lo habitual, no ocupa el centro de la tabla ni siquiera su eje
vertical, configurando, en cambio, un vacilante círculo con las restantes
figuras femeninas a su derecha y con su propio hijo. Círculo que se inscribe
dentro de un triángulo escaleno que abarcaría a las ocho figuras representadas
en el jardín y del cual María sería su vértice superior. Algunos estudiosos de
la obra han pretendido identificar a la mujer que recoge cerezas en el hueco de
su faldón para luego trasladarlas a un gran cesto de mimbre como santa Dorotea,
quizá por ser el emblema de ésta una cesta de frutas y flores y estar
relacionado su martirio con la presencia de rosas y manzanas frescas en pleno
invierno. No pasa desapercibida la cita al árbol bíblico de la vida –aquí como
cerezo- por el movimiento serpentino de su doble tronco trenzado. Debajo de él,
por último, nos encontramos con quien podría ser santa Margarita o santa
Bárbara (ambas miembros del Cuarteto de
Vírgenes Capitales junto a las santas antes mencionadas) que en tierras alemanas
solía formar pareja con santa Catalina. Quienquiera que fuese, su labor
consiste en extraer agua de una pila rectangular con un cucharón de madera
sujeto a la pila por una cadena dorada. Pareciera que con tal acción quisiera
dar de beber a unas libélulas que revolotean a su alrededor. Si nos fijamos con
atención observamos que la pila tiene practicado en uno de sus extremos un
orificio de forma rectangular por donde fluye el agua a través de una rústica
canalización de madera en la que un pajarillo se ha posado con la clara
intención de beber. Fuera de su tradicional ámbito religioso estas tres mujeres
aparecen entregadas a labores más propias de los placeres sensuales y de la
instrucción infantil. Lo sacro y lo profano conviviendo en perfecta armonía en
un decorado encantador en contraste con la dura realidad del mundo.
Por lo que respecta a las tres figuras masculinas
del lado izquierdo, lo primero que salta a la vista son dos cosas: la actitud
meditabunda y descansada y la mayor precisión en el detalle de sus vestimentas.
Su identidad, al menos en dos casos, ofrece menos dudas y también su
significado. Las alas iridiscentes junto al mono oscuro a sus pies indican que
el personaje que apoya su rostro en una mano no puede ser otro que el arcángel
san Miguel. A su lado, también sentado, está san Jorge con el pequeño dragón
que yace muerto a su espalda. El significado no parece entrañar mayores
dificultades: los dos hombres derrotaron al mal y de ese modo hicieron del
mundo (simbolizado en el jardín) un lugar más agradable y seguro. Sin embargo,
la filiación del hombre de pie apoyado en el árbol (de nuevo un elemento
decorativo ideal más, fuera de proporción) sigue ofreciendo resistencia y aun a
día de hoy no hay acuerdo entre los estudiosos y especialistas. Yo, si se me
permite, me inclinaría por la opción de san Bavón, santo de gran predicamento
en Flandes y los territorios de Alsacia y Lorena, amante de la vida en los
bosques y de los pájaros, por lo cual se le considera patrono de la cetrería.
Detrás de sus piernas, picoteando en el tupido prado, se distingue un pájaro
negro así como podemos ver otro en la copa del árbol sobre el que se apoya.
Resulta significativo el detalle de que mientras
las mujeres actúan (incluida la Virgen), los hombres parecen meditar. Dejo la
observación aquí por si alguien estuviera interesado en tirar del hilo. Entre
ambos grupos, no obstante, se encuentra una mesa hexagonal de piedra blanca
sobre la que se han dispuesto, a cada lado de un paño asimismo blanco que la
cruza, una copa y un plato hondo con frutas en su interior y restos de otras
esparcidas a su vera. Tanto si son granadas como si son manzanas el simbolismo
cristiano resulta indiscutible. La mesa parece tener una doble función espacial
de hiato y diptongo a la vez, al actuar tanto de linde separadora como de nexo
de unión entre dos mundos: el femenino y el masculino. Además de ser soporte de
los alimentos sensuales en clara connivencia con los del espíritu como pueden
ser la música y la lectura del libro sagrado. Alianza de referencias profanas y
sacras que hacen de este jardín un lugar ambiguo: por un lado, Jardín del
Paraíso; por otro, Jardín del Amor. Jardín, por lo demás, ubérrimo, tratado al
estilo mille-fleurs tan popular en
los tapices y otras artes aplicadas de la Baja Edad Media. Pero aunque este
tratamiento fuera un recurso “idealizante”, tanto de la flora como de la fauna
no puede decirse que sean productos de la imaginación del pintor. Por el
contrario, las muchas flores que aparecen florecieron en los jardines
medievales: rosas, lirios, margaritas, violetas, alhelíes, claveles o peonías,
todas ellas presentes e identificables en esta obra y algunas cargadas de
simbolismo mariano, así como los numerosos y distintos pájaros e insectos: las
ya nombradas libélulas, las mariposas, el carbonero común, el petirrojo, el
martín pescador, el pinzón, el jilguero y así hasta un total de trece aves que
pueblan el jardín aportando encanto y placer visual a la escena.
Por último, recordar el pequeño formato de la
obra (26,3x 33,4 cm) que nos sugiere un encargo privado como imagen devocional
portátil, probablemente comisionada por una influyente y culta abadesa en la
medida en que el tema mariano fue muy solicitado a finales de la Edad Media por
abadías y conventos femeninos.
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