La
piedra de los siete guerreros o Borges en su sitio.
Amenazaba lluvia
pero la lluvia se demoraba en caer y en esa amable demora anduvimos recorriendo
el cementerio. Era la hora del almuerzo de un día terroso en Suiza y en el
céntrico cementerio de Plainpalais no
había un alma, excepto nosotros dos. Aunque el motivo de mi visita era Borges
el recinto nos pareció tan agradable que más que encaminarnos hacia su tumba
convinimos en deambular por sus límpidos senderos de grava sin urgencias, hasta
encontrar su lápida. Yo llevaba una precaria imagen de ella en mi recuerdo
(vista en alguna fotografía) y cuando creí reconocerla desde lejos sentí un
primer escalofrío. Resultó no ser la del autor de “El inmortal” pues semejantes
a la de él había otras lápidas por su zona. La hallé en un segundo intento y al
leer su nombre en la piedra me quedé plantado y me interrumpió la emoción.
Había llegado hasta aquí para mostrarle mi respeto y mi agradecimiento de
lector maravillado. El intenso placer intelectual y las impagables enseñanzas formales
de su lectura eran razones más que suficientes para, ahora que tenía ocasión,
acercarme hasta su nombre tallado en granito y darle las gracias.
Carlos debió de
observar mi turbación y con gran tacto decidió alejarse unos metros fingiendo
atender otras tumbas. Yo, mientras reparaba en un triste ramo seco –sus flores ya
del color de la ceniza- dejado sobre un vaso de cristal desvaído por alguna fervorosa
mano entre la piedra y el seto de boj, aproveché para bisbisear unos versos del
maestro como si de una oración laica se tratara. Y así recité en voz muy baja
los últimos versos de “Las cosas”, ese asombroso soneto borgiano que así
termina: “¡Cuántas cosas/limas, umbrales, atlas, copas, clavos,/nos sirven como
tácitos esclavos,/ciegas y extrañamente sigilosas!/Durarán más allá de nuestro
olvido;/no sabrán nunca que nos hemos ido”. La discreción y la mesura marcaron
la vida pero también la muerte del escritor. Por eso decidió irse a morir a
Ginebra. “En Ginebra me siento extrañamente feliz” dijo, y luego añadió: “soy
un hombre libre. He resuelto quedarme en Ginebra porque Ginebra corresponde a
los años más felices de mi vida”. Se refería a su adolescencia, cuando en 1914
llega con su familia para una breve estancia y por causa de la Gran Guerra se
ven obligados a pasar allí cuatro años. Años decisivos en su formación en los
que aprende alemán y refuerza su francés y, creo yo, ve nacer su vocación
literaria.
Borges aspiraba,
a un tiempo, a la invisibilidad (“he tomado, como cierto personaje de Wells, la
determinación de ser un hombre invisible”) y a la universalidad y Ginebra le brindaba ambas dones. El anonimato y un ecumenismo cultural de distintas lenguas
y religiones en grata convivencia. La misma lápida que ahora tenía frente a mí
lo declaraba sutilmente. Y también su entereza. En el frente, debajo de su
nombre, un círculo en el que se inscriben siete guerreros con sus armas
blandidas y, fuera de él, aún más abajo, un verso en el inglés antiguo de un
poema del siglo XI que conmemora la batalla de Maldon contra los vikingos. “Y
que no temieran” sería la traducción. Es parte de lo que les dice el líder
sajón a sus hombres antes de la batalla donde saben que van a morir y aún así
libran. Y es también lo que a buen seguro se repetiría voluntariosamente Borges
los meses que decidió pasar en Ginebra antes de morir. Pero por detrás la piedra también habla;
tiene tallada otra frase más larga, esta vez sacada de una saga nórdica (Völsunga saga), que dice: “Él toma la
espada Gram y la coloca entre ellos desenvainada” y debajo, una talla de un
barco vikingo que, sin duda, simboliza la eternidad y el viaje del que no se ha de volver.
Cuando terminé
de dar la vuelta a su tumba y de hacer las fotos comprendí que Borges estaba en
su sitio, donde él quiso estar para siempre. Solo espero que en esta discreta
tierra suiza haya encontrado paz en el sueño.
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