martes, 10 de marzo de 2020

La Piedra de los Siete Guerreros o Borges en su sitio


La piedra de los siete guerreros o Borges en su sitio.






Amenazaba lluvia pero la lluvia se demoraba en caer y en esa amable demora anduvimos recorriendo el cementerio. Era la hora del almuerzo de un día terroso en Suiza y en el céntrico cementerio de Plainpalais no había un alma, excepto nosotros dos. Aunque el motivo de mi visita era Borges el recinto nos pareció tan agradable que más que encaminarnos hacia su tumba convinimos en deambular por sus límpidos senderos de grava sin urgencias, hasta encontrar su lápida. Yo llevaba una precaria imagen de ella en mi recuerdo (vista en alguna fotografía) y cuando creí reconocerla desde lejos sentí un primer escalofrío. Resultó no ser la del autor de “El inmortal” pues semejantes a la de él había otras lápidas por su zona. La hallé en un segundo intento y al leer su nombre en la piedra me quedé plantado y me interrumpió la emoción. Había llegado hasta aquí para mostrarle mi respeto y mi agradecimiento de lector maravillado. El intenso placer intelectual y las impagables enseñanzas formales de su lectura eran razones más que suficientes para, ahora que tenía ocasión, acercarme hasta su nombre tallado en granito y darle las gracias.
Carlos debió de observar mi turbación y con gran tacto decidió alejarse unos metros fingiendo atender otras tumbas. Yo, mientras reparaba en un triste ramo seco –sus flores ya del color de la ceniza- dejado sobre un vaso de cristal desvaído por alguna fervorosa mano entre la piedra y el seto de boj, aproveché para bisbisear unos versos del maestro como si de una oración laica se tratara. Y así recité en voz muy baja los últimos versos de “Las cosas”, ese asombroso soneto borgiano que así termina: “¡Cuántas cosas/limas, umbrales, atlas, copas, clavos,/nos sirven como tácitos esclavos,/ciegas y extrañamente sigilosas!/Durarán más allá de nuestro olvido;/no sabrán nunca que nos hemos ido”. La discreción y la mesura marcaron la vida pero también la muerte del escritor. Por eso decidió irse a morir a Ginebra. “En Ginebra me siento extrañamente feliz” dijo, y luego añadió: “soy un hombre libre. He resuelto quedarme en Ginebra porque Ginebra corresponde a los años más felices de mi vida”. Se refería a su adolescencia, cuando en 1914 llega con su familia para una breve estancia y por causa de la Gran Guerra se ven obligados a pasar allí cuatro años. Años decisivos en su formación en los que aprende alemán y refuerza su francés y, creo yo, ve nacer su vocación literaria.







Borges aspiraba, a un tiempo, a la invisibilidad (“he tomado, como cierto personaje de Wells, la determinación de ser un hombre invisible”) y a la universalidad y Ginebra le brindaba ambas dones. El anonimato y un ecumenismo cultural de distintas lenguas y religiones en grata convivencia. La misma lápida que ahora tenía frente a mí lo declaraba sutilmente. Y también su entereza. En el frente, debajo de su nombre, un círculo en el que se inscriben siete guerreros con sus armas blandidas y, fuera de él, aún más abajo, un verso en el inglés antiguo de un poema del siglo XI que conmemora la batalla de Maldon contra los vikingos. “Y que no temieran” sería la traducción. Es parte de lo que les dice el líder sajón a sus hombres antes de la batalla donde saben que van a morir y aún así libran. Y es también lo que a buen seguro se repetiría voluntariosamente Borges los meses que decidió pasar en Ginebra antes de morir.  Pero por detrás la piedra también habla; tiene tallada otra frase más larga, esta vez sacada de una saga nórdica (Völsunga saga), que dice: “Él toma la espada Gram y la coloca entre ellos desenvainada” y debajo, una talla de un barco vikingo que, sin duda, simboliza la eternidad y el viaje del que no se ha de volver.
Cuando terminé de dar la vuelta a su tumba y de hacer las fotos comprendí que Borges estaba en su sitio, donde él quiso estar para siempre. Solo espero que en esta discreta tierra suiza haya encontrado paz en el sueño.









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