POUSSIN, EL EQULIBRIO
Apolo y Dafne, 1664. El Louvre. |
Con la obra de ciertos artistas creo que se necesita mucho
tiempo para alcanzar un juicio definido. Ocurre especialmente si has
frecuentado desde joven ciertos cuadros que te interesaban o ejercían sobre ti
una extraña seducción pero no sabías muy bien cómo explicarla. Pasan los años
–a veces debe pasar más de media vida- y entonces un día empiezas a darte
cuenta del verdadero valor de su belleza. Con Poussin me ha pasado eso. De
joven lo admiraba, sabía delante de
él que estaba ante la obra de un maestro, pero solo ha sido mucho después
cuando he logrado comprender, de una forma íntima pero definitiva, por qué
Poussin era un maestro. No me extraña nada que un pintor tan reflexivo y
concienzudo como Cézanne sintiera profunda admiración por su obra, una
admiración, dicho sea de paso, no tan generalizada entre sus compatriotas,
enamorados entonces del Impresionismo aún en toda su potencia, como entre
algunos destacados "connaisseurs” ingleses y alemanes de
la época. La crítica francesa, ya digo, vio en este artista poco más que a un
pintor aburrido y no fue hasta el público entusiasmo de Cézanne por él que la
cosa empezó a cambiar. Tildado muchas veces de “pintor intelectual” ha debido
esperar hasta bien entrado el siglo XX para que se le reconociesen sus indiscutibles
valores plásticos. Citaré en este sentido, sin ánimo de erudición, los canónicos
estudios de Friedländer, Grautoff o Blunt, todos ellos importantes valedores de
su legado.
Del mismo modo que
Cézanne se convierte en un artista clásico al saber reprimir todo
impulso romántico en su obra, también en la evolución de Poussin observamos
cómo de sus conocidas imágenes del amor festivo pasa, en su producción final, a
practicar una meditación más desapasionada e incluso pesimista del sentimiento
amoroso. El Apolo y Dafne del Louvre
es, por ejemplo, una buena prueba de ello y quizá el último mensaje de Poussin
a sus contemporáneos. Así, sus paisajes y escenas mitológicas finales rezuman
una sabia melancolía ligada a ese obligado dominio de las pasiones y al
reemplazo del ideal panteísta por una cierta resignación estoica. Y eso hoy, a
mi edad, lo entiendo mucho mejor y me toca en lo hondo.
Poussin conecta el arte francés con el Alto Renacimiento y el
arte de la Antigüedad en su conjunto, proporcionando el punto de partida para
una tradición en la que incardinar luego tanto a un Ingres como a un Balthus.
Como ellos, pinta escenas pensadas, hasta sus paisajes son
imágenes vestidas de pensamiento. Creo que la voluntad de ser clásico se funda
en la búsqueda del equilibrio entre la expresión y la idea, sin énfasis, sin
añagazas. Lo que me gusta, lo que en verdad me emociona de Poussin es su
persistente esfuerzo por alcanzar la clasicidad, ese inequívoco equilibrio
emocional, en un tiempo que ya empezaba a dar señales de desvarío. No hace
falta subrayar que sus pinturas fueron hechas por un artista culto, imbuido de
literatura fabulosa y legendaria, antigua y moderna, para clientes inmersos asimismo
en la cultura clásica. Un artista que se movió con comodidad en ese mundo de
mitos que, con el progreso, se ha vuelto cada vez más oscuro para nosotros.
Pero aun habiéndose perdido el contacto con el mundo imaginario del humanismo y
haciéndose, por tanto, la interpretación de sus imágenes una tarea difícil para
la mayoría de nosotros, lo que me sigue pareciendo emocionante –y también
significativo- es que esa supuesta dificultad no interfiere en absoluto en el
disfrute de la obra, en el placer de su pintura. Uno se da cuenta delante de
los cuadros de Poussin –especialmente de los de su larguísimo periodo romano-
de que no fue un ilustrador de mitos (ya fueran las Metamorfosis de Ovidio como
Los Siete Sacramentos del Catolicismo) sino, muy al contrario, un filósofo de
la pintura, por así decir. Para él la pintura parece el resultado de profundas
reflexiones, unas veces motivadas por la lectura y otras, seguramente, por
conversaciones con sus conocidos y colegas.
Los últimos diez años de su vida son una verdadera apoteosis.
Sensible a la belleza de la naturaleza, sirviéndose del mito no como un fin
sino como un medio, modulando la expresión y madurando sus ideas, realmente
termina por expresar la genuina serenidad de un mundo olímpico. Y lo que pinta,
entonces, ya no es la tierra que ve ni siquiera la alegórica que imagina sino
lo más parecido a un jardín ideal, posesión exclusiva de los dioses.
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