De nuevo nos ha golpeado la calamidad. Y, como lo ha venido
haciendo a lo largo de la historia, volverá otra vez a golpearnos en el futuro
cuando menos lo esperemos. Nuestra sociedad occidental no está preparada moral
ni intelectualmente para las calamidades. El racionalismo, por una parte,
interpreta cualquier contratiempo existencial como un problema para el que hay que encontrar una oportuna solución
aplicando, sin más contemplaciones, el principio lógico de que cada pregunta
concreta exige una respuesta determinada. Y, por otra parte, sostiene que la eficiencia
económica y el desarrollo tecnológico harán realizable la utopía de la de la
satisfacción general de las necesidades básicas de la población.
Hasta el siglo XIX las sociedades humanas han estado
preparadas para la calamidad gracias a los viejos asideros trascendentales de
la realidad. Tradicionalmente el asidero por antonomasia fue la religión, que
lograba proyectar un orden cósmico sobre el plano de la experiencia humana.
Pero, desde el Renacimiento, las sociedades modernas han ido sustituyendo la
religión por distintas utopías en absoluto trascendentes, utopías que, muy al
contrario, deben realizarse a lo largo de la historia a través,
fundamentalmente, del avance científico y del progreso tecnológico.
El problema real de la modernidad ha sido el de la creencia.
Y por eso las distintas crisis que hemos ido encadenando desde, al menos, la
segunda mitad del siglo XVIII han sido crisis del espíritu, pues los nuevos
asideros han demostrado ser ineficaces e ilusorios mientras que los viejos han
quedado inservibles por inverosímiles. Una situación que, como sociedad, nos ha
llevado al nihilismo. A falta de un pasado donde apoyarse y de un futuro en el
que poder creer solo nos ha quedado el vacío. Todavía en época de Nietzsche el
nihilismo podía ser una filosofía provocadora y de poderes casi taumatúrgicos
pero hoy, que ya no queda nada por destruir ni nada significativo en que creer,
el nihilismo posmoderno ha demostrado ser el aliado cultural más eficaz de
nuestra indefensión ante la calamidad.
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