El
Salón de té de Saeki Shunkô, 1936.
(una
aproximación a la pintura japonesa de la primera mitad del siglo XX)
Durante la primera
mitad del siglo XX el arte y la estética tradicionales de Japón se vieron
invitados a convivir con la cultura y
las formas de vida occidentales, lo que produjo una era de palpitante
modernidad en el país y la creación de una pintura, arquitectura, diseño y moda
de un muy singular estilo art-decó (recuérdese, sin ir más lejos, los numerosos
trabajos de Frank Lloyd Wright en diferentes lugares del Gran Imperio). De
hecho, desde principios de la década de 1920 hasta finales de los años 30 Japón
desarrolló una cultura de consumo que caló sin dificultad en las grandes ciudades
e hizo de sus habitantes usuarios deseosos de las nuevas tecnologías
extranjeras. Así, numerosas capitales fueron sometidas a intensas
remodelaciones urbanas y empezaron a presentar calles bulliciosas repletas de
los nuevos signos del confort urbano: grandes almacenes, estaciones de trenes y
autobuses, cafeterías, salones de baile o de té, cines, etc.
Ya desde el periodo
Meiji (1868-1912) se pueden distinguir dos grandes tipologías de pintura
japonesa: la nacional (nihonga),
ejecutada en tinta o a color sobre papel o seda y la pintura de estilo más
occidental (yôga), en óleo sobre
lienzo. No hace falta subrayar que el primer tipo de pintura fue considerado
allí un apoyo importante a la tradición vernácula mientras que el segundo se ha
relacionado con la modernidad extranjera. En cualquier caso, lo cierto es que a
partir del periodo Meiji el foco de influencia externa pasa de ser China,
paradigma tradicional del arte nipón, a ser Europa, que impondrá sus novedades
generando un enorme entusiasmo en el sector más “progresista” del mundo del
arte japonés. El ansia de aprendizaje es tal que, en muchas ocasiones, se llega
a una acrítica imitación de todo lo europeo, por ejemplo en el vestir; como lo
demuestra la novedosa combinación del paraguas europeo con el kimono
tradicional entre las mujeres.
Pero el entusiasmo
por lo occidental que marcó las primeras décadas de la era Meiji fue pronto
sustituido por una reacción antagónica que lideraron el historiador y crítico
de arte Okakura Kakuzô y el erudito en historia del arte nipón Ernst Fenollosa
(por cierto, de origen español), promotores del estilo “nihonga” y, por tanto, empeñados en una revalorización de lo autóctono
como recreación de un estilo japonés antitético a Occidente y “lo moderno”.
Grandes espacios vacíos, énfasis en la línea del dibujo, rígida geometría como
matriz generadora de la composición y personajes de un hieratismo algo
aurático, en el sentido benjaminiano, serían sus rasgos distintivos.
No será hasta 1907,
con la creación del “Buten” (Academia Oficial de Arte Japonés), bajo la tutela
del Ministerio de Educación, que los dos grupos artísticos (nihonga y yôga) alcancen una especie de pacto de cohabitación que, de facto, supondrá el inicio de un
proceso de síntesis entre ambos. De esta manera, a lo largo de la era Taishô
(1912-1926) van a convivir los dos estilos sin recelar demasiado del contagio
mutuo. No obstante, fue el estilo yôga (promovido
por el Estado) el que predominó en estos años e hizo que muchos artistas
adoptaran técnicas propias de impresionismo y el postimpresionismo europeos.
Por una serie de
razones económicas, políticas y sociales (que ahora no es momento de
desarrollar) la vida artística de Japón se vio profundamente alterada en el
siguiente periodo Shôwa, en especial en los años que van desde 1926 a 1945,
etapa marcada por un creciente militarismo que se intensificó a partir de los
años 30. La atmósfera se fue enrareciendo no solo por los efectos de la Gran
Depresión de 1929 (muy virulentos en Japón) sino por una serie de factores
políticos y militares que desembocaron en la hecatombe atómica del 45. Son
estas circunstancias las que explican el amplio eco, en los ambientes
intelectuales y artísticos de esos años, del movimiento cultural “Retorno a
Japón”, inspirado en el famoso poema de homónimo título de Hagiwara Sakutaro (Nihon e no kaiki), publicado en 1938 y
en el que se lamentaba de que sus compatriotas se hubieran rendido al
consumismo y materialismo occidentales. Fue, en realidad, este poema
extremadamente influyente el que sirvió a los nostálgicos de un Japón
tradicional una metáfora oportuna y adecuada para expresar sus vagos anhelos de
una vuelta a las esencias. En paralelo, la política cultural de los sucesivos
gobiernos de esta década se propuso revitalizar ese mismo sentimiento y optó
por eliminar de las exposiciones y muestras artísticas oficiales cualquier
signo de hedonismo o liberalismo asociados a muchas obras de arte del anterior
periodo Taishô, lo cual allanó el camino para el sistema de producción oficial
del arte de guerra en los años posteriores. Ahora, un pintor como Yukihiko
Yasuda (1884-1978), quizá el más excelente de los pintores “nihonga”, pasara a
convertirse en el artista ejemplar del movimiento “Retorno a Japón”. Líneas muy
marcadas capaces de crear espacios planos y bidimensionales serían el sello
distinguible del estilo de Yasuda, primitivo, espiritual y convenientemente
alejado del arte occidental, que adolece de un ilusionismo pretendidamente
científico.
No obstante, fuera
del alcance de este estilo nostálgico, una serie de pintores, entre los que
destaca, Tsuchida Bakusen (1887-1936) siguieron frecuentando los lenguajes
visuales vanguardistas, tanto en el estilo como en la temática. En este
sentido, resulta muy reveladora la tendencia surgida a finales de los años 20
que celebraba la modernidad incorporando al campo pictórico tradicional del
estilo “nihonga” temas significativamente modernos, en concreto, mujeres
vestidas a la europea en actitudes asimismo “modernas” (moga). Muchas de estas pinturas, deudoras de las estéticas art-decó
y Bauhaus, se interesan en retratar objetos como automóviles, telescopios o
mobiliario moderno. “Salón de té” que la pintora Saeki Shunkô realiza en 1936
(y que reelaborará en otra versión tres años después) es un logrado ejemplo de
este nuevo estilo “maquinista”. Dos camareras de salón de té con el cabello
corto y ondulado (signo “moga” por
antonomasia) aparecen ataviadas con uniformes idénticos de estilo occidental (falda
larga y chaquetilla corta en doble pico y abotonada). Parecen posar, con las
bandejas de acero inoxidable medio ocultas detrás de sus faldas, en una actitud
entre cauta y servicial. Aunque se observan ligeras variaciones en sus poses
(la del flequillo de campana muestra los dos brazos al completo al tiempo que
retira con discreción la pierna derecha hacia atrás) ambas se nos presentan
como réplicas. Como si hubiesen sido capturadas en una instantánea, se
enfrentan al espectador de pie frente a una barra de bar y junto a un gran macetero
de cemento blanco que contiene unas vistosas cintas. Detrás, dividiendo buena
parte del enorme espacio vacío del fondo, un estante de forja alberga varias
macetas con cactus de distintas especies. La solería romboidal, los bordes
angulares de las plantas y las formas ovoides de las caras y las faldas dotan
de armonía geométrica a la composición y subrayan el interés de la artista por
la estética modernista. La propia colocación de las dos figuras,
ostensiblemente descentradas, es sin duda otro signo de modernidad que invita
al espectador a la sugerencia de un protagonismo compartido. No son tanto ellas
como el propio espacio, el salón de té con su sofisticada decoración, lo que
Saeki Shunkô ha querido –y sabido- representar de una manera delicada y moderna
a la vez.
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