lunes, 11 de abril de 2022

En casa de Antonio Sosa

 

En casa de Antonio Sosa

 

                        “Estamos obligados a olvidar nuestro tiempo si lo que queremos es trabajar de acuerdo con nuestras convicciones”

                                                           -Goethe en una carta a Schiller, nov de 1797- 

 

 

 


 

 

Al principio me perdía. Me desviaba en Coria en vez de en La Puebla. Hasta que aprendí a guiarme por las rotondas, quiero decir, por los desvaríos artísticos que las corporaciones municipales tienen a bien infligir a los automovilistas que circunvalan por allí. La que te recibe a la llegada de La Puebla es literalmente inolvidable: tres grandes ninots de falla en plexiglás descascarillado (dos de ellos genuflexos y uno erguido y con capa) escenifican candorosamente el agradecimiento de los primeros moradores de la localidad al rey Alfonso X el Sabio. En cuanto hice de ese conjunto de carretera mi faro ya no volví a extraviarme. Era dar media vuelta, torcer a la izquierda enfilando la cuesta y al poco llegabas a su casa. La casa de Antonio Sosa es una casa grande que da a dos calles y desde la que se ve el río muy cerca. Siempre nos citamos allí y las sesiones de conversaciones –a veces, larguísimas- transcurrían en la planta baja, donde tiene el estudio. En más de una ocasión hablábamos delante del último dibujo que estuviera haciendo y, de ese modo, pude asistir a la lenta evolución de alguno de ellos.

Llegar a La Puebla del Río desde el centro de Sevilla (donde vivo) es una experiencia un tanto descorazonadora, por lo que ves y sobre todo por lo que dejas de ver. Hasta que no cruzas el Aljarafe hacia el poniente todo es un dédalo de circunvalaciones y carreteras periféricas llenas de tráfico y cercadas por anodinos centros comerciales y un urbanismo de polígono. Luego, cuando pasas el túnel y tomas para Gelves, la carretera culebrea entre urbanizaciones achacosas y una sucesión de polígonos industriales de poco fuste y escasa actividad productiva. El campo apenas sobrevive y solo a lo lejos, o a lo muy lejos, se entrevé algún olivar, alguna hacienda, alguna antigua alquería. Nunca el río, que solo se le adivina por la ringlera de árboles que a veces se dejan ver, por la línea de horizonte, a la izquierda. Ese Guadalquivir, remoto modelador del paisaje, del que Antonio vive tan cerca y que tanto le ha acompañado en muchos de sus trabajos.

Siempre he admirado la obra de Antonio Sosa y cuando tuve la ocasión de conocerlo en persona en la edición de Arco del 2002 a través de nuestra amiga común Concha Ybarra me impresionó su sencillez de trato y su naturalidad a la hora de hablar de cuestiones artísticas. Desde ese momento quise ser su amigo y empecé a seguir su trayectoria con más detenimiento. En alguna ocasión, a lo largo de estos últimos veinte años, he escrito sobre su obra (breves consideraciones como a vuela pluma movido por el profundo poder de fascinación de su imaginería) pero hasta hace dos años no se  presentó la ocasión de poder dedicarle un libro a conciencia, y a fe que creo haber aprovechado la ocasión.

Siempre he pensado que si quieres fastidiar a un artista solo tienes que explicar su arte. En ese arriesgado ejercicio de equilibrio me he estado moviendo conscientemente desde que empecé a acercarme con ojo crítico a las obras de muchos de los artistas a los que admiro. Por eso he preferido evitar, en lo posible, las explicaciones categóricas, las conclusiones inapelables que tan mal se llevan con el espíritu del arte en general y aun peor –pues son incompatibles- con el arte, en concreto, de Antonio Sosa. Pocos artistas he conocido más libres que Sosa, más hostiles a las lucrativas estrategias y las inevitables componendas de lo que podemos llamar el circuito del arte. Una libertad que, desde luego, ha pagado –y sigue pagándola- cara. Que su singularísima obra esté casi toda guardada en su casa o en los almacenes de ciertos museos de prestigio nos parece cosa inaudita y lamentablemente reveladora de la situación por la que pasa el arte más actual no solo en España.

 


 

 Es difícil acercarse a la obra de este artista sin sentir en algún lugar de nuestro cuerpo algo parecido a la presencia de lo misterioso. Incluso en algunas ocasiones (delante de ciertas esculturas en madera o en escayola y ceniza) pareciera que estuviésemos rompiendo un tabú, penetrando en un espacio sagrado y prohibido y exponiéndonos, así, a un castigo terrible. Y como su propia etimología se encarga de recordarnos (misterio viene del verbo griego myein, que significa “cerrar la boca”) ante el misterio es difícil decir nada, mejor es no decir nada, aunque para el crítico eso resulte metafísicamente imposible. En cualquier caso, debería bastar con presenciarlo, asistir a su revelación y poco más, el misterio se escapa a toda explicación racional. Un poco como la obra de Antonio Sosa que para el crítico, ya lo hemos apuntado, es un desafío peligroso, un salto mortal sin red. Uno corre el riesgo de subirse a la parra o de terminar diciendo tonterías. 

En Nietzsche creo que tenemos una vía de acceso. En un fragmento póstumo de 1888 escribe: “los artistas no deben ver nada tal como es, sino que lo deben ver más pleno y más simple y más fuerte de como es. Para eso han de tener en el cuerpo una especie de juventud y de primavera eternas, una especie de ebriedad habitual”. Si proyectamos la obra de Antonio Sosa en el tiempo no tardamos en darnos cuenta de que haga lo que haga intensifica el sentimiento de estar vivo y estimula, en consecuencia, la capacidad perceptiva del espectador. El efecto que nos causan muchos de sus dibujos (grandes o pequeños) es, por tanto, de excitación, psíquica pero también física, una especie de ebriedad. Su iconografía sobreabundante, a caballo entre el bestiario medieval y el yacimiento psicoanalítico del recuerdo, posee la capacidad de conectarnos con las fuerzas subterráneas de la vida, con aquello que Freud llamó, con acierto, las pulsiones de vida. 

 

 


 Veo a Sosa perfectamente consciente de que para poder crear algo, en verdad, original y sincero el artista debe renunciar motu proprio al pensamiento discursivo y racional y volverlo intuitivo y simbólico. Es la única forma de superar la diferencia entre tiempo y eternidad. La forma superior de conocimiento está reservada a la poesía y al arte. Sosa es buen lector de poetas como Rilke, Lorca o el propio Nietzsche (en el fondo, también poeta) y no desconoce ciertos textos sagrados hinduistas como el Bhagavad-Gita. Está espiritualmente entrenado, por tanto, para saber que entre las ideas y las cosas media un abismo y que más allá de la conciencia solo queda lugar para el misterio. La experiencia artística, como la experiencia religiosa profunda, nos libera de la cadena del tiempo, alivia la conciencia de nuestra propia finitud, nos hace creernos superiores. Tengo para mí que, en el fondo, el arte en Sosa es un camino de autoconocimiento, un medio para ser mejor persona en el que poder equilibrar el terror de ser hombre con el prodigio de ser hombre también.

Sé, por haberlo vivido, que en este libro el artista se ha entregado por completo, se ha vaciado de sí mismo en un acto de rigurosa y persistente generosidad. Y por ello quedo eternamente agradecido. Quiero pensar que a partir de ahora si alguien tuviera que acercarse al personaje y a la persona de Antonio Sosa no tendría más remedio que leer este libro. 

 


 

No hay comentarios:

Publicar un comentario