lunes, 7 de enero de 2019

La Joven del Sombrero Rojo. Vermeer.






Óleo sobre tabla,  1665 circa
 

Con el rostro girado hacia nosotros, un brillo en los labios ligeramente entreabiertos y la mirada iluminada por la curiosidad “la joven del sombrero rojo” es una de las obras más subyugantes e inclasificables de Vermeer.  Ataviada con un suntuoso vestido azul que recuerda vagamente a un kimono (Japansche Rok, el último grito en el vestir femenino de la segunda mitad del siglo XVII en los Países Bajos) complementado por el rojo carmesí del protuberante sombrero, la joven parece como pillada por sorpresa sin apenas tiempo para levantar el brazo que aun descansa en el respaldo de la silla. Y es en ese gesto repentino donde se nos revela la sutil inteligencia del artista que consigue así involucrarnos en la escena de modo tan directo que termina por atraernos al mismo espacio privado que ocupa la muchacha. Y, sin embargo, por más que parezca que se nos facilita un contacto con ella –observen el primer plano elaboradamente desprevenido y, en verdad, protofotográfico- el pintor la retrata de un modo que nos veda el acceso a sus verdaderos pensamientos, cuánto más a cualquier dato de su vida. El encuadre, convenientemente tan próximo y cerrado, dificulta, por lo demás, la posibilidad de concluir información alguna del personaje, dejando abierta cualquier vía narrativa.
En las antípodas del pintoresquismo y la pintura costumbrista, tan querida y frecuentada por la mayor parte de los colegas compatriotas de Vermeer, como Ochtervelt, Metsu, Cornelis de Man o Jacob van Loo, las mujeres del maestro de Delft se concentran con tal intensidad en lo que hacen que semejan seres alejados del tiempo y del mundo, abismadas por completo en sus íntimos y domésticos quehaceres, ya sean estos la lectura o escritura de una carta, el tecleo de un virginal o el mero disfrute del contacto de unas perlas en el cuello.
Como de costumbre en las composiciones de Vermeer nos vemos impelidos a dejar vagar la mirada por una rica sucesión de motivos que nos procuran un disfrute sensual –el dibujo y textura del tapiz del fondo, el refinado trabajo de talla de las cabezas de león de la silla, la exigente calidad de las telas- hasta llegar al personaje, verdadero meollo de sus cuadros, ese ser humano que en su concentrada mismidad atrae nuestra mirada como la luz a la polilla hasta asentarlo definitivamente en la memoria. Es ese silencio vermeeriano, tan ajeno al ruido de la historia, lo que nos seduce hasta el punto de rendirnos a la evidencia de su sencilla invulnerabilidad.  
No obstante, lo que hace que esta pintura ocupe un lugar único en la, por otra parte, exigua producción vermeeriana es la absoluta falta de tema, que impide adscribirla a género alguno. Solo es un retrato de medio cuerpo de una joven –probablemente su hija María-  en el acto de encontrar la mirada del que la mira.
Me gustaría, por último, destacar el detalle del sombrero de plumas, así como la exótica vestimenta, pues estos aditamentos no aparecen como simples caprichos de la moda sino que permiten al pintor crear ciertas áreas de color –rojas y azules- ideales para enmarcar el rostro de la joven. Integrado por el blanco del pañuelo del cuello, el color contribuye a suavizar el sombreado de la cara causado por la ancha ala del sombrero. Si nos fijamos bien vemos que Vermeer incluyó toques de rojo en la capa-base del vestido azul para conseguir un tono cálido y no tuvo reparos en usar el mismo azul para las sombras del sombrero. Esta repetición casi imperceptible de los colores le permitió no solo dar profundidad a la imagen sino lograr una agradable coherencia cromática.
Pero si en algo Vermeer no tiene rival es en el dominio de los recursos de la luz. Como ya hiciera, por ejemplo en “Vista de Delft” también aquí el pintor recurre a los pequeños toques de luz especular para las sombras. En las cabezas de león resultan, en concreto, evidentes. Estos destellos que podrían compararse a los halos desenfocados de una foto vienen a confirmar el conocimiento por parte del artista de las lentes ópticas y, en particular, de lo que conocemos como “cámara oscura”.  Ahora bien, no es que este retrato sea una reproducción fiel de una imagen proyectada, más bien parece una genial interpretación artística a partir de una experiencia previa del pintor con tales artilugios.
A pesar de la cuidada y armoniosa composición de esta tablita el retrato se nos revela como la representación espontánea de un gesto natural: el de una mujer que mira hacia afuera por curiosidad. Eso sí, pintado por alguien como Vermeer, es decir, trascendido por un audaz cromatismo y un uso sutilísimo de la luz. Y es que en Vermeer siempre pesa mucho más el silencio de la pintura que el fragor de la anécdota.





No hay comentarios:

Publicar un comentario