La sórdida cotidianidad de la vejez, su penuria, solo será redimida
por el amor. De ahí la elección del título, su perfecta conveniencia.
Haneke vuelve a poner su cámara frente a cuestiones esenciales para
escrutar con su ojo clínico, de una gélida templanza, aquello que más nos
concierne. Vi la película en casa y era de noche. Esto quizá también contribuyó
a potenciar mi receptividad. En el cine siempre hay alguien que comenta algo
dispersivo, que hace ruido, que se levanta.
Haneke es un moralista, como casi todos los hombres sabios. Un
moralista no tiene, necesariamente, nada que ver con un predicador. Haneke no predica, dice las cosas fragmentariamente,
con sutileza, como al bies.
Y en esta película lo que dice es que el amor, el más maduro de todos
los sentimientos, puede ser también la más infalible posibilidad de redención.
En este sentido, su obra me recordó la narrativa de David F. Wallace.
Ambos ejercen como nadie en estas últimas décadas la capacidad de alterar a
quien se siente cómodo. Wallace murió, Haneke felizmente sigue vivo.
En las películas de Haneke se habla poco y se mira mucho. Como Wallace
en su narrativa, evita el psicoparloteo y el relleno naturalista. Y como en
Wallace, en su filmografía se defiende sin complejos que la verdad tiene que
ver con la vida antes que con la muerte, y que la vida es siempre algo
deficiente y ligeramente desalentador.
Y ante tal panorama la pregunta que ambos parecen querer plantearnos
es: ¿cómo es que nosotros, en tanto que seres humanos en un mundo agresivamente
materialista, aun somos capaces de alegrarnos, ser caritativos y agradecidos,
mantener relaciones auténticas y estar dispuestos a luchar por cosas tan
valiosas que no tienen precio?
Esa es la cuestión.
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