La nómina de
pintores españoles residentes en Roma en la segunda mitad del siglo XIX es
amplísima, de proporciones oceánicas. Por citar algunos nombres de ese apretado
manojo destacamos los de Juan Agrasot, Germán Sánchez Algeciras, José Villegas,
los hermanos Benlliure y los hermanos Jiménez Aranda, Eliseo Meifrén, Moreno
Carbonero, Francisco Pradilla o Tomás Moragas. Todos ellos, en fin, coetáneos
de Marino Fortuny y Eduardo Rosales, las dos grandes referencias españolas de
la ciudad italiana por aquellas fechas. La presencia de estos dos pesos pesados
de la pintura fue, desde luego, determinante para atraer a una joven generación
de artistas a Roma, no solo porque buscaran su ilustre magisterio a la vez que
una más completa formación pictórica en las prestigiosas academias romanas,
sino porque también las posibilidades de venta y, por consiguiente, de
reconocimiento público aumentaban exponencialmente en una capital donde el
comercio del arte aun seguía imponiendo una visita periódica a los principales
marchantes y coleccionistas europeos y americanos.
Estudio romano de M Fortuny |
Así las cosas,
Roma aparecía para un joven pintor español como la opción, si no más
apetecible, al menos más práctica: la proximidad del idioma, un pasado reciente
lleno de vinculaciones históricas, políticas y culturales, y una luz meridional
de pareja vivacidad eran ventajas añadidas sobre la otra opción, la parisina.
Junto a París, Roma seguía siendo la otra capital artística de Europa. Y fueron
los artistas españoles los que supieron imponerse allí por encima de cualquier
otro grupo nacional.
El crítico Diego
Angeli en Le cronache del Caffé Greco,
compendio de la vida artística y cultural de la Roma decimonónica, afirma sin
ambages que los artistas españoles fueron los que dominaron el ambiente
pictórico de la ciudad, especialmente entre los años 1865-1885, hasta el punto
de que los salones más exclusivos les abrieron las puertas, logrando una
posición jamás alcanzada por ningún otro grupo de artistas en esa época en la
ciudad.
Muy pronto, sin
embargo, el destino les tenía reservadas unas muertes prematuras primero a
Rosales y, un año después, a Fortuny, acabando con dos carreras que de haber
seguido en activo hubieran dado de sí seguramente lo mejor de su cosecha.
Llegados a Italia con 22 años el madrileño y apenas 20 el catalán, tienen que
aprender a abrirse camino en una ciudad donde aun conviven el nazarenismo en declive de un Overbeck y
compañía con una pléyade de pintores costumbristas proclives a la pintura de
ruinas y anécdotas de una idealizada vida popular salpicada de ciocciari, albanesi y pifferari
ataviados todos ellos a la campesina usanza. Ni que decir tiene que la mayoría
de los artistas españoles tuvieron que adaptarse a esos gustos y suministrar al
comercio del souvenir italianizante
cuadros costumbristas de esa naturaleza para poder sobrevivir durante sus
respectivas estancias.
Retrato de Fortuny como Hamlet. E Rosales |
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