Hay rostros que
expresan un siglo y acaban por ser el epítome de su época. El de Rodolfo
Valentino lo es del siglo XIX, que sociológica y culturalmente expira en la
década de los felices 20, al poco de
apagarse la gran fogata de la Primera Guerra Mundial. Valentino era la imagen
perfecta del cine mudo, es decir, una impecable fotografía en blanco y negro.
La foto de un rostro sin tacha, de una masculinidad sin aristas, limpia,
serena, casi andrógina. Un rostro que podía contener todos los rostros de los
hombres, concebido por el cine para que ningún hombre se sintiera expulsado.
Una cara con ambición de eternidad, sin apenas peculiaridades pero con el
calculado atractivo para remover el instinto femenino, ese admirable revuelto
de erotismo y amor maternal.
Rodolfo Valentino |
Así, el rostro de
Valentino es más bien una idea. En cambio, el de Marlon Brando es un
acontecimiento, casi un terremoto de los sentidos. Si Valentino era el hombre (tal como se sublimaba hasta
la llegada del siglo XX) Brando es ahora un
hombre; nada menos que un hombre, pero de la cabeza a los pies, es decir –y
aquí radica la principal diferencia-, de cuerpo entero.
Frente a la máscara
invulnerable y perfecta de Valentino, el cuerpo trabajado y levemente
transpirado de Brando, su rostro peculiar, tentador, casi impúdico.
Brando, nacido cuando
moría Valentino, es la irrupción del siglo XX, la encarnación explícita de la
ambición y la voluntad de ser un hombre. Frente a la impoluta abstracción de
Valentino, la realidad tangible y presente de Brando.
Marlon Brando |
Para ser Valentino era
suficiente con un rostro, Brando necesitó para ser Brando de todo el cuerpo. El
siglo XX es corporal.
Pero a Brando la edad
terminó por convertirlo en un ser humano y eliminó cualquier posibilidad de
mitificación. Valentino, en cambio, murió justo a tiempo, y desde ese instante
no ha dejado jamás de crecer como mito.
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