Joven futbolista, 1926 |
Desde el principio hasta el final de
su vida Ángel Zárraga tuvo que lidiar con la incomprensión, el menosprecio y el
consecuente ostracismo al que lo sometieron tanto los gobernantes políticos
como la cultura oficial de su propio país. México lo vio nacer y en México murió,
sin embargo la parte nuclear –y más larga- de su vida creativa la pasó en
Europa, principalmente en Francia pero también en España. Nacido en la ciudad
de Durango en el mismo año que su compatriota Diego Rivera (1886), su familia,
de ascendencia vasca y francesa, le facilitó un viaje de estudios por Europa en
1904 después de haberse formado en la Real Academia de Bellas Artes de San
Carlos de la capital mexicana donde recibió la profunda influencia de su primer
maestro, el pintor simbolista Julio Ruelas. Éste, sabedor de su precoz talento
para el dibujo académico y la composición, le ayudó a incorporar a su estilo
realista esa especie de seducción morbosa inherente al simbolismo germano que
el propio Ruelas practicaba. Ya en Europa, estudia en Bruselas y frecuenta a
algunos pintores del Grupo de los XX para luego trasladarse a España donde pasa
3 años en diferentes ciudades castellanas llegando a inscribirse en el taller
de Zuloaga, otra de sus reconocidas influencias de juventud. En 1906 llega a
ver colgados varios de sus cuadros en una exposición colectiva nada menos que
en el Museo del Prado. Como dato curioso, señalar que en la Novena Exposición
Internacional de Arte de Venecia de 1910 Zárraga expone junto a Zuloaga y Zubiarre,
como un pintor español más, dentro del contingente que allí representaba a
nuestro país. Finalmente, en 1911, decide instalarse en París donde desarrollará
una larga y exitosa carrera basada, sobre todo al principio, en el retrato como
género. Recordar, en este sentido, sus famosos retratos de Valle-Inclán, el de
Juan Ramón Jiménez en estilo cubista o el, muy posterior, de Pierre Bonnard
(gran amigo suyo), hoy en el Centre
Pompidou de París. Cuando, ya decepcionado de Europa, vuelve a su patria en
plena 2ª Guerra Mundial se dedica a la pintura de grandes murales por encargo
de instituciones privadas o de la Iglesia puesto que los distintos gobiernos de
ideología izquierdista que se suceden en México lo ignoran por completo y lo
someten a un silencio oficial.
Retrato de Ramón Novarro, c. 1927 |
Uno de los rasgos más llamativos y
que hace de este pintor injustamente olvidado durante tanto tiempo (hay que
decir que en su país se ha empezado a valorarlo en los últimos años) un caso
único es su decisión de incluir al deporte (en concreto, al fútbol y al rugby)
entre sus temas pictóricos más frecuentados, dotándolo de una significación
trascendente. Después de una breve e indagatoria etapa cubista Zárraga sufre un
profundo período de desorientación que coincide con los años de la 1ª Guerra
Mundial y del cual se libera justo a través de dos de los temas que van a
convertirlo en el pintor que fue: el deporte y la religión. Hablemos ahora solo
un poco del primero. El propio artista confiesa en 1917: “ Salí del cubismo por
la puerta del sport (…) El sport me sirvió de reacción anticubista,
si es posible expresarse así”.
Hay que decir que por aquella época
los deportes del fútbol y, en menor medida, del rugby empezaban a gozar de un
fuerte predicamento entre la juventud no solo en Francia. Pronto se
incorporaron a las aficiones y costumbres sociales de las clases altas y medias
convenientemente promocionados por los distintos gobiernos de todo signo. En el
caso de Zárraga es más que probable que la preferencia por el fútbol masculino
y también femenino se viera estimulada por la circunstancia de su matrimonio en
1919 con la atleta Jeanette Ivanoff, consumada futbolista y capitana de Les Sportives de Paris quien condujo a
su equipo a la victoria del Campeonato Femenino de Fútbol de 1922. A su mujer,
de hecho, la retrató en varias ocasiones y también a su primo, el famoso galán
de cine Ramón Novarro, con un balón de fútbol en las manos. Son cuadros que han
evolucionado desde un inicial simbolismo hacia una figuración art-decó en la
que, de algún modo, pueden rastrearse trazas de cierta metafísica italiana al
estilo “novecento”. Sus figuras retienen siempre algo de ese hieratismo
monumental que con tanta maestría practicó Sironi. Aunque, luego, en su
pincelada y en su paleta pudiera estar mucho más cerca de un pintor francés
como André Lhote.
En 1924 pinta una serie de grandes
lienzos centrados en el fútbol en los que este deporte parece actuar como
catalizador de una suerte de mística de la acción de carácter popular en las
que todos –hombres y mujeres, mayores y niños, blancos y negros- asumen los
valores de la voluntad, la disciplina, el espíritu de equipo y la nueva moda
del culto al cuerpo.
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