Amarilis rojas sobre fondo azul, 1937 |
Christian Rohlfs
es, junto a Emil Nolde, el pintor que con más hondura y mejor mano ha pintado
flores de toda la pintura alemana del siglo XX. Pese a ello, y al contrario de
lo que pasa con Nolde, su obra es mucho menos conocida.
Pintor de larga
trayectoria, son las témperas y acuarelas de su fértil etapa final las que van
a hacer de él uno de los artistas más singulares e interesantes del paisajismo
y bodegón nórdicos. De joven y por mediación del crítico de arte y pintor
Ludwig Pietsch, Rohlfs marcha a Weimar (1870) para estudiar en la Escuela de
Arte de la ciudad, una formación que será interrumpida por largos periodos de
reposo en hospitales como consecuencia de un grave accidente de montaña por
culpa del cual pierde su pierna derecha. En esa época estaba fascinado aún por
los pintores de Barbizon y hacia
finales de los años 80 adoptará el estilo impresionista, a la manera de un
Pissarro o un Monet, para aplicarlo a su primeros paisajes. A través de Henry
van de Velde entabla amistad con Karl E. Osthaus, con el tiempo persona
fundamental en su vida. Gracias a él consigue instalarse en Hagen, disfrutando
de un estudio alojado en el mismo Museo Folkwang,
del que Osthaus era su principal patrono. Allí, por ejemplo, pudo acceder
directamente a un importante conjunto de obras de la vanguardia europea que el
museo iba adquiriendo con envidiable dinamismo. Son años cargados de
experiencias y conocimientos novedosos que no tardarán en traducirse en nuevas
influencias en su obra que evoluciona, sin solución de continuidad, hacia un
expresionismo sin estridencias y siempre esquivo de su aspecto más ácido.
Después de la
abrumadora experiencia vivida durante la Gran Guerra –años de sequía artística
en los que pasó por un profundo trauma- Rohlfs opta por llevar una existencia
nómada hasta que en 1927, ya con 78 años, recala en la pintoresca ciudad suiza
de Ascona, a orillas del Lago Mayor, en busca de un rincón saludable, bello y
artísticamente estimulante (recomiendo, en este último sentido, consultar lo
que supuso en aquella época el círculo artístico de “Monte Veritá” de Ascona).
Pero volvamos a las
flores. A partir de 1918 Rohlfs aprendió a pensar a través del color y a crear
a partir del mismo. Sus bouquets de
flores y sus bodegones florales son obras maestras de la transparencia y la
ligereza, trabajadas una y otra vez en función de la luz. Si los frecuentó
tanto en estos años de absolutas madurez y libertad probablemente fue porque
suponían el motivo idóneo como emblema del poder reparador de la naturaleza, de
su virtualidad sensual y lírica y, en definitiva, de su propia reconciliación
con el mundo.
Es también
significativo que el pintor prefiriera representar flores aisladas o pequeños
ramos antes que parques ajardinados o floridos pensiles en los que el motivo de
la flor pasara más desapercibido. Esta sujeción al detalle le ofrecía la
posibilidad de transferir a las formas naturales modelos artísticos de carácter
más abstracto, más mental que satisfacían, sin duda, su necesidad moderna de
experimentación de una manera mucho más adecuada que la mera transcripción
mimética o emotiva. El rojo vibrante de estas amarilis y el azul intenso de su
fondo creemos que ejemplifican magistralmente su estilo.
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