Albert Anker fue uno de los más
populares pintores de género en la Suiza del siglo XIX. Hoy su popularidad
sobrevive a duras penas. Prácticamente toda su obra expresa el profundo vínculo
existente entre el terruño patrio y las aspiraciones elementales de su gente y
nos ofrece una visión un tanto idealizada
de un supuesto mundo rural sano y armonioso. Un gran número de sus
escenas de interior nos muestran a unos chiquillos felices y a unos ancianos
satisfechos en su entorno familiar y a menudo rozan –e incluso alcanzan- lo
sentimental.
Las pequeñas tejedoras, 1892 |
Pero si hacemos abstracción de estos
detalles de género y nos fijamos en su talento artístico enseguida convendremos
en que Anker fue un gran pintor, eso sí, de horizontes estrechos. Decidido a
quedarse a vivir en Ins, una aldea agrícola en la región de los lagos de Berna
de la que era oriundo, Anker pudo estudiar sus escogidos motivos de cerca. Pero
nos equivocaríamos si lo catalogáramos de “aldeano”. De 1854 a 1856 estudia
pintura con Charles Gleyre en París y asiste como alumno a los cursos de la
Escuela de Bellas Artes donde obtuvo durante varios años consecutivos medallas
de honor. Durante muchos años estuvo pasando la primavera y el verano en Ins y
los inviernos, sin embargo, en París donde mantuvo un estudio hasta 1890 y
donde expuso con regularidad en el Salón, y con gran éxito por cierto. En su
patria también fue profeta y lo fue bastante temprano. Su creciente prestigio
le hizo aceptar cargos oficiales y así fue nombrado consejero del Gran Consejo
del Cantón de Berna y llegó a convertirse en miembro de la Comisión Federal de
Arte Suizo. El éxito pronto le permitió llevar una vida de artista preocupado
solo por su arte y algunas de sus obras las compraron ricos coleccionistas
norteamericanos que aumentaron su cotización enormemente en el mercado
internacional.
Uno de los motivos preferidos de
Anker, al que dedicó un buen número de obras, fue el de las niñas tejedoras.
Hay que decir que los intereses pedagógicos del pintor lo llevaron a estudiar
los escritos de Pestallozi (un teórico y reformador del sistema educativo
suizo) y a participar activamente en la vida escolar de su aldea natal. En realidad, este
cuadro (“Las pequeñas tejedoras”) escenifica una experiencia de aprendizaje
infantil. Vemos a la mayor de las dos niñas, con una expresión de concentración
que la lleva a presionar el pecho con su mentón, completamente absorta en su
trabajo de calceta. La pequeña, todavía demasiado inexperta para dominar la
técnica, mira con fascinación cómo la lana se transforma, gracias a las hábiles
manos de su compañera, en una intrincada prenda. Y tratando de ayudarla en este
asombroso proceso se dedica a desentrañar la lana de su madeja en la cesta.
Anker observa la escena con amor
pero también con gran precisión psicológica haciendo de este momento
intrascendente una armoniosa composición llena de sensibilidad y encanto que,
paradójicamente, no oculta otras intenciones. Los niñas, en su inocencia, están
siendo introducidas de manera aparentemente lúdica en las condiciones de
trabajo del mundo de los adultos. Lo que nos podría llevar a pensar en el
compromiso de Anker con la ética calvinista del trabajo, a la cual incluso los
niños en edad tan temprana deben someterse.
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