Soy un obstinado
lector de cartas de escritores y artistas. Especialmente si los admiro. Me
entretienen y me iluminan un sinfín de zonas oscuras que terminan por aportarme
datos preciosos a la hora de disfrutar con conocimiento de sus obras de arte. Y
tengo comprobado que en las cartas bullen agazapadas muchas de las claves que
mejor desentrañan la verdadera personalidad de sus autores, al menos en
bastantes más ocasiones que en sus propias novelas, cuadros o esculturas.
Los viajes son
siempre un buen momento para escribir cartas. Por un lado, por lo que tienen de
aventura, por otro, por la necesidad de compartirla con el amigo que falta y al que hasta que no se la describe no termina uno de gozarla del todo. Flaubert, como hijo curioso de su siglo, hizo algunos viajes y de ellos el más lejano e intenso
–una especia de Grand Tour- fue el que realizó a Oriente Medio, Grecia e Italia
justo cuando su siglo llegaba a la mitad. Entre julio de 1850 y abril del 51
recorre Jerusalén, Siria, Líbano, Turquía –territorios todos ellos otomanos en
aquella época- y, luego, de vuelta, pasa por Grecia y por Italia. Casi un año
de emociones fuertes, situaciones insólitas y pruebas superadas que van a dejar
en él una huella muy provechosa en tanto que escritor y buen burgués de
Francia. Como dijo él, mejor que nadie, al acabar su periplo: “lo que he visto
me ha convertido en exigente”.
Flaubert, en efecto,
vio y vivió muchas cosas, pero yo solo quiero fijarme hoy en una, el Murillo
que descubrió a principios de abril brujuleando por Roma.
Roma y Pompeya eran
su final de viaje y en la ciudad de los césares iba a verse con su madre que
llegaría unas semanas después. Y será precisamente a su madre a quien primero
le cuente, en carta fechada el 8 de abril de 1851, tan placentero encuentro:
“vi el otro día una Virgen de Murillo por la que perder la cabeza, como diría
el tío Parain”. Pero no queda aquí la cosa. En otra misiva del día siguiente,
en esta ocasión, a su íntimo amigo Louis Bouilhet vuelve a la carga: “he visto
una Virgen de Murillo que me persigue como una alucinación perpetua”. Flaubert
llevaba unos quince días en Roma cuando se decide a hacer un somero relato,
primero a su madre y más tarde a su amigo, de las joyas artísticas más
sobresalientes que ha podido ver “en el museo más espléndido que haya en el
mundo en cuanto a siglo dieciséis” como define a la ciudad. Y de todas las
pinturas maravillosas que vio –“¡Qué cantidad de obras de arte hay en esta
ciudad, es deslumbrante!”- se queda con el Juicio
Final de Miguel Ángel, El rapto de Europa
del Veronés y… la Virgen de Murillo.
La gitana, Murillo |
A estas alturas del
librito –“Cartas de Viaje (Oriente
Medio, Grecia, Italia)” se titula- ya se imaginarán que empecé a
preguntarme por la Virgen en cuestión. En ese momento no recordaba cuál de las
muchas de Murillo podía encontrarse en Roma a mediados del siglo XIX. Sí sabía,
en cambio, que la reputación internacional de Murillo gozaba de sus horas más
altas y que príncipes, familias nobles y ricos burgueses de media Europa
pugnaban por hacerse con algún cuadro del
sevillano, mucho más solicitado por entonces que su paisano Velázquez. Me puse
a investigar en mi biblioteca y encontré en el catálogo razonado que le
dedicara hace algunas décadas Diego Angulo la que me pareció tenía que ser la
Virgen que tanto turbara a Flaubert, la conocida como La Gitana. Una Virgen con el niño que se encuentra en la Galleria
Nazionale d´Arte Antica de Roma. Cuando ya la tenía localizada y le había, por
tanto, puesto rostro y carne volví al libro para terminarlo. Y en la última
página de la última carta, de nuevo enviada a su amigo Bouilhet, Flaubert
insiste en su arrebatado flechazo y ahora es algo más concreto: “me he
enamorado de la Virgen de Murillo, en la galería Corsini. Su rostro me persigue
y sus ojos pasan y pasan de nuevo ante mí como linternas danzarinas”. Estaba en
lo cierto, era la misma Virgen que había encontrado en el catálogo. La
colección de la familia Corsini, el único repertorio de obras de arte del
setecientos que se ha mantenido intacto en Roma hasta nuestros días, sigue
constituyendo hoy la principal fuente de abastecimiento artístico de la Galería
Nacional de Arte Antiguo, sita en el propio Palazzo
Corsini, a cinco minutos a pie de la Plaza Santa María in Trastevere, el
mismo edificio que visitara Flaubert y que dos siglos antes sirviera de
residencia romana a la reina Cristina de Suecia después de renunciar al trono
para convertirse al catolicismo. Una colección que los Corsini (noble familia
de origen florentino) fueron atesorando a lo largo de tres siglos hasta que en
1883 la venden junto con el palacio al Reino de Italia con la obligación de
abrir al público las puertas de su antigua residencia.
Palazzo Corsini, Roma |
De modo que Flaubert
aun puede admirar tanta belleza cuando todavía los Andrea del Sarto y los
Salvatore Rosa y los Guido Reni y los Caravaggio y los Fra Bartolomeo y los
Rubens pertenecían a los Corsini. Y bien mirado, no me extraña que entre tanto
cuerpo glorioso y tantos rostros homéricos y gestos aprendidos le conquistaran
esos ojos “como linternas danzarinas” que brillan con demasiada humanidad. En
realidad, había visto a una mujer hermosa y se había enamorado de ella. Una
mujer que, para colmo, enseña un pecho blanco y turgente como una dalia
mientras su mirada ineludible atraviesa tu presencia para seguir mirándote por
dentro. La menos madonna de todas las
vírgenes de Roma y que acaso solo el niño y sus vestidos sigan manteniéndola en
el género de Virgen con el niño.
Probablemente la Virgen más graciosa de
Murillo. Y eso, simplemente, es haber tocado el cielo con la mano.
Muy bella...
ResponderEliminarEn otro tiempo, en otro estilo y sin la grandeza de Murillo, pero fascinante también:
http://www.artrenewal.org/pages/artwork.php?artworkid=1079&size=large
Bonito artículo.
ResponderEliminarEs magnífico tu comentario, Fran, ¡Enhorabuena!
ResponderEliminarJosé Luna Borge
Me alegra que te guste. Un saludo y feliz año.
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