Me dijiste que no se lo contara a nadie y a nadie se lo he
contado si, como sospecho, por nadie entendías a alguien en particular. Si
ahora escribo todo esto no es tanto porque ya no estés para leerlo sino más
bien porque al escribirlo quizá logre alcanzar la razón última, el verdadero
motivo de tu decisión fatal. Y porque, además, escribiéndolo tampoco se lo
estoy contando a nadie sino a todo el mundo, es decir, a quien quiera leerlo
sin necesidad de haberte conocido.
La verdad es que últimamente andaba preocupado. Te mentiría
si te digo que cuando te llamaba al móvil a horas inusuales era porque tenía
alguna historia que contarte, alguna novedad interesante o algo que quisiera
compartir contigo y no pudiera esperar. Te llamaba para quedarme tranquilo, igual
que haría una madre cuando se levanta en la noche a vigilar la respiración trabada
de un hijo enfermo. Y oír tu voz era como sentir la respiración de ese hijo, la
prueba de que estabas ahí, herido pero vivo. Y a pesar de que me esforzaba en
resultar natural y en buscar excusas convincentes no descarto que terminaras
por descubrir mi preocupación. Si fue así, al menos tuviste el detalle de no
decírmelo.
Por teléfono intentaba evitar el tema, incluso en los días
anteriores a la fecha del desahucio, cuando la amenaza, como una enorme y
sombría nube de tormenta, ya podía vislumbrarse a lo lejos. Para hablar
teníamos las tardes, y las noches en que yo me quedaba solo con mi hija porque
María tenía guardia en el hospital. Te costaba venir a casa y, al final, yo no
insistía. Cogía el móvil, la bufanda, el tabaco, el abrigo y al ir a darle un
beso a mi hija siempre tenía que oír las mismas palabras, “papá, no tardes
mucho que no me gusta quedarme dormida sola en casa”. Alguna vez, al regresar
de madrugada, aun había luz en su cuarto y yo sabía que aprovechaba para
chatear con sus amigas, tan trasnochadoras y locuaces como tú y yo en esos
días, aunque sus asuntos fueran anodinos y los tuyos no te dejaran conciliar el
sueño.
En realidad, tú nunca fuiste de mucho hablar y yo creía que
no estaba hecho para la compasión. No se me olvida que el día que te dejó tu
mujer ni siquiera cogiste el teléfono para comunicármelo. Esperaste más de
cuarenta y ocho horas para venir a verme al despacho a la hora de comer –algo
raro en ti- y en la primera cerveza me lo contaste. Aparenté desconcierto,
“¡qué me dices!” te dije y frases hechas como esa simulando perplejidad, pero
realmente no me cogió de sorpresa. Si no
te lo confesé entonces fue porque no sabía cómo explicarte lo que María me
había comentado hacía algún tiempo, algo acerca de unos chismes que se habían
vertido en una cena de amigas. Ya sabes, rumores que se van deformando de boca
en boca y que según fulanita eran más que rumores porque en una ciudad tan
pequeña como esta no es conveniente fiar la intimidad a la suerte. Y te dejé
hablar. Tú parecías aturdido y más por tu expresión que por tus palabras
percibí por primera vez que empezabas a hundirte.
“Es todo endiabladamente perverso –me dijiste- No solo me ha
estado engañando sino que me deja por un cliente moroso, por alguien que me
debe más de 3000 euros, ahora que la agencia está a punto de irse a la mierda”.
Ya me habías confiado tu precaria situación financiera, tus dificultades para
cobrar deudas incluso a clientes fiables y conocidos y los esfuerzos baldíos
que hacías para captar nuevos clientes. “En tiempos de crisis –se me ocurrió
decirte- ya se sabe: si no se vende, no se anuncia”. Por la severidad con que
me miraste y el mohín de desagrado que se dibujó en tu boca supe que no ibas a
tardar en contrariar mi improvisado argumento. “Las agencias de publicidad
están precisamente para invertir esa ecuación: si no se anuncia, no se vende
–me respondiste ligero- Lo que pasa es que la crisis nos ha pillado cuando
estábamos arrancando y no puedo competir con los más fuertes. Y esto tiene mala
pinta, viene para largo”.
Recuerdo que te pregunté por algunos detalles, si te lo había
dicho ella o tú lo habías descubierto, quién era él y a dónde se iban, si él
asumiría, como hiciste tú, de buen grado la hija de su primer marido, pero no
te pregunté si aun la querías. Al final, después de apurar el café y cuando la
conversación parecía terminada añadiste, “lo peor es que aun la quiero, y la
quiero muchísimo”. Tragué saliva e intenté ganar tiempo mientras me levantaba
para evitar mirarte a los ojos. “Estoy seguro de que sabrás salir de ésta” me
oí decirte. Y te palmeé la espalda con excesiva energía, quizá para poder
asumir con un gesto tan trivial la delicada incomodidad de tu confidencia.
Luego se precipitaron los acontecimientos; yo creo que el
abandono y los agobios económicos empezaron a hacer mella y a roerte por
dentro. Siento mucho decírtelo porque no soy nadie para juzgar un revés de
fortuna tan brusco como el tuyo, pero me pareció que te replegaste antes de
tiempo, que te desbordó tanto fracaso. Ya sé que cerrar la agencia debió de ser
muy duro y liquidar la sociedad, una ruina, tú que nunca habías conocido el
paro, que en pocos años te habías situado y que todo te iba sobre ruedas. A mí
cada vez me faltaban más argumentos sólidos de apoyo, si descontamos mi
permanente disponibilidad y mi respaldo, más moral que financiero porque no me
lo hubieras permitido. Incluso ahora me cuesta un gran esfuerzo admitir –y
permíteme el desahogo- que la noche que te llamé para preguntarte por tus
negociaciones con el banco y me dijiste que te habían cobrado setenta euros por
retrasarte el mes anterior en el pago de tu hipoteca, después de colgar el
teléfono me vino un llanto repentino, no sé si de indignación o de pena, porque
ya sabes que no se llora por dos cosas a la vez.
El día siguiente lo pasamos juntos y aceptaste almorzar con
nosotros. Fue el último día que viniste a casa y la última vez que te vio
María, la niña nos había pedido que la dejáramos ir a comer con sus amigas. Me
habías impuesto no sacar el tema delante de mi mujer, como si de una enfermedad
nefanda se tratara, y la conversación avanzaba torpemente, salpicada de
preguntas vacilantes por parte de María, por mis falsas ocurrencias y por tus
largos silencios cada vez más imprevistos. Cuando te fuiste a media tarde,
después de escuchar un poco de tu música preferida, mi mujer me dio la voz de
alarma, me dijo que ese silencio tuyo, el silencio de la vergüenza y el
escarnio, no auguraba nada bueno. En la cama volví a recordar de nuevo sus
palabras.
Te llamé ese domingo pero no contestaste y en la segunda
llamada te dejé un mensaje en el contestador. A mitad de semana quedamos para
comer cerca del despacho, me costó convencerte de que la Universidad me
facilitaba bonos de descuento en el restaurante. Fue entonces cuando me dijiste
que vendías el coche, que para qué querías un vehículo tan caro ahora que no
salías apenas de casa. No sé por qué alabé tu decisión con tanto ímpetu. Quedarse
sin coche es restringir preocupantemente las posibilidades de acción, limitar
demasiado el campo de maniobras. Sin embargo, imaginé que la necesidad te
obligaba. Hasta ese momento no supe que andabas tan escaso de recursos, no
comprendí la magnitud de tu ruina. “¿Y por qué no haces algo diferente?” te
intenté animar con la pregunta. “¿Diferente a qué? ¿A esta forma de vivir los
días en el mismo sitio y sin nada que hacer?”, y vi ante mí unos ojos vacíos,
de un vacío completamente humano.
Creo haberte dicho que era consciente de la dureza y angustia
de tu situación, solo, lejos y distante de tus dos hermanos, endeudado, sin
trabajo y batallando con el banco la propiedad de tu casa a tus cincuenta y dos
años y sin experiencia en estas lides miserables. Pese a todo, sigo pensando
que los transitorios padecimientos de la vida son preferibles al terrorífico
vacío de la nada. Aunque ahora que lo escribo y, por tanto, que lo pienso, me
ha venido a la mente una frase que dijiste en nuestra última conversación (hace
mañana de ella un mes) a propósito de mis inútiles palabras de aliento, “cuando
no hay donde ir y no te queda nada, qué más da lo que venga”.
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