Hay obras
cuyo impacto visual la primera vez que las vemos es tan violento que su marca
se queda indeleble durante años en nuestro interior. Se suman así a ese selecto
grupo de compañías que va atesorando nuestra memoria sensible conforme nos
hacemos mayores. De mi último viaje a la Toscana el cuadro que más hondamente
me impresionó –y mira que vi muchos- fue, sin duda, El Descendimiento de Rosso Fiorentino que guarda la Pinacoteca
Comunale de Volterra.
Conocía la
obra por reproducciones y había, desde luego, leído algo sobre ella pues el
llamado manierismo italiano es una de
las fases artísticas del Renacimiento que más me interesa junto con el
protorrenacimiento. Sobre su composición, iconografía, estilo, colorido e
iluminación han corrido ríos de tinta en diversos idiomas y desde hace siglos y
en algunos de ellos he ido a beber cuando mi sed me apremiaba. Pero cuando, por
fin, vi la obra in situ, hace de esto
apenas año y medio, reparé en un detalle que, por lo demás, me suele venir a la
mente en ocasiones similares, delante de ciertas obras que por su idiosincrasia
se nota que no se sienten cómodas en un museo.
Si en algo
coinciden la mayoría de los estudiosos de este singular cuadro de Rosso
Fiorentino –aparte de catalogarlo como su trabajo más logrado- es en la extraña
manera que el artista emplea para iluminar
su abigarrada composición. Una extraña
manera que me llevó a preguntarme por los motivos reales, si es que los
había, de su proceder artístico ya que me costaba aceptar que se debiera
simplemente a una audacia de artista díscolo y desobediente.
Aprovechando
que estaba en Volterra y con el día por delante resolví ir hasta la capilla
donde sabía que la obra había estado colgada desde su principio hasta que la
trasladaron a la catedral de la ciudad. Una capilla, la de la Cruz del Día (Croce di Giorno), que se encuentra unida
por su lado sur a la iglesia de San Francisco desde principios del siglo XIV y
que pese a sus reducidas trazas me pareció un ejemplo hermoso y notable de
arquitectura gótica. En su interior todavía se conserva bastante bien la decoración
mural que en 1410 pintara Cenni di Francesco representando una serie de escenas
de la vida de la Virgen y de la historia de la Vera Cruz.
Las heroicas
dimensiones de la tabla de Rosso Fiorentino, 375x196cm, al ocupar gran parte
del muro central del ábside tripartito, debían de reforzar la sensación de
profundo estupor de todo aquel que entrara en el templo y se acercara a verla y
estoy seguro de que su desproporcionada escala con respecto al altar era, en
realidad, un efecto deseado por el pintor que no podía estar ajeno a la
localización que se había dispuesto para su obra. Pero, en el fondo, lo que me
había llevado hasta allí era el deseo de verificar otra cuestión, la cuestión
lumínica.
Intuí desde
un principio que el espléndido aislamiento en que percibimos El Descendimiento en el museo contribuía
de forma explícita a hacerlo aun más extraño a nuestra vista. La
descontextualización que se sufre en toda sala de museo, especialmente para
obras religiosas de estas características, no puede más que conturbar las
condiciones de idoneidad de las que gozarían estas obras en sus emplazamientos
originales. Máxime si entre un sitio y el otro hay radicales diferencias de
iluminación, como ocurre en este caso. Diferencias que afectan tanto a la
calidad de la luz (natural/artificial) cuanto a su distribución y orientación
en el espacio.
altar de la capilla della Croce di Giorno |
De pie,
delante del oratorio de la capilla della
Croce di Giorno comenzaron a desvelarse por fin algunos de los misterios de
la tabla del pelirrojo florentino. Y así, lo que en el museo parecía una
iluminación alucinada y teatralmente ilusionista, en la capilla resultaba mucho
más adecuada y hasta lógica. Por ejemplo, el cielo. De un azul violeta, crudo y
homogéneo, sin matices, que va envolviéndose en sombras a partir del arranque
del arco de medio punto en que acaba la parte superior de la tabla; o las zonas
encendidas en violentos contrastes de las vestimentas de algunos de los actores
principales de la escena; o los pliegues iluminados del manto de San Juan, en
la esquina inferior derecha…
Ahora, al
llegar al ábside y situarme frente al altar y reparar en las distintas fuentes
de luz, dos óculos que la dejan llegar por cada lado en ángulo obtuso justo por
debajo de donde la tabla empezaría a curvarse, y un alto ventanal abierto en el
muro derecho de la nave, entendí por qué el pintor había concebido de esa
manera tan aparentemente caprichosa su ordenación lumínica. Detalles que, de no
habérseme ocurrido pasar por su primer y más apropiado emplazamiento, hoy me
hubieran impedido comprender que esa insólita y un punto trastornada
iluminación que notamos en el museo responde, en realidad, a la verdadera luz
de la capilla para la que esta obra maestra de Rosso Fiorentino fue hecha y en
la que permaneció, como una visión abrumadora e inquietante, hasta que en 1788 alguien resolvió trasladarla a la catedral. Hoy, en su lugar, puede verse una pálida crucifixión del pintor renacentista Vincenzo Tamagni, obra que tampoco está en su sitio.
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