Aunque sé que en el gran libro del arte buscar a
Braque es encontrar cubismo hoy me gustaría añadir unas notas sobre George
Braque sin tener que abundar en el cubismo, ese estilo que él diseñó en 1907.
Ocurre más a menudo de lo deseable que un
hallazgo o una idea felices marquen tan profundamente el destino de una obra
que el resto pase casi desapercibido. Aunque el resto sea también sustancial.
Algo parecido les pasó a otros colegas contemporáneos de Braque como Giorgio de
Chirico o Piet Mondrian que no han podido deshacerse de sus respectivas
etiquetas de surrealista metafísico y abstracto planimétrico.
braque en su atelier |
No sé si muchos aficionados al arte moderno saben
que Braque, antes de sus primeros ensayos cubistas, fue un arrebatado pintor fauve, uno de los pioneros junto a
Vlaminck, Derain o Matisse, aunque la pasión le duró bien poco, apenas año y
medio. En cualquier caso, no fue el cubismo la forma de expresión plástica que
cubrió el periodo más largo –y yo diría que fructífero- de su trayectoria como
artista. Braque lo supera a principios de los años veinte para adentrarse en lo
que se ha dado en llamar su “periodo temático”, que le ocupará por cuatro
décadas y en el que perseverará casi hasta su muerte, en 1963. Y digo casi
porque durante los dos últimos años de su vida el pintor, en un giro inesperado
y fascinante, se va a entregar al objeto, a la tercera dimensión.
Quizá estimulado por la publicación en 1960 de un
libro de Christian Zervos sobre sus escasas esculturas y planchas grabadas,
Braque empieza a buscar la manera de reproducir en tres dimensiones sus obras
más representativas. Pretende esculturizar
su pintura. Y es así como entra en contacto con el barón Heger de Loewenfeld,
uno de los maestros joyeros más reputados de la vieja Europa. Precisamente de
este encuentro nacerá la serie “Las Metamorfosis”, su canto del cisne, su
broche de oro como artista.
broche gaea circe |
Heger de Loewenfeld recuerda la tarde húmeda de
septiembre de 1961 en que se conocieron: “en el transcurso de aquella memorable
conversación que mantuvimos durante cuatro horas él apenas habló de pintura
sino, sobre todo, de piedras preciosas, no tanto por su valor venal cuanto por
su esencia. Me reveló que ya no tenía otro interés que peregrinar al Louvre para
disfrutar de los pequeños tesoros griegos y egipcios. Braque reverenciaba el
objeto porque según él era al espacio lo que la música al silencio (…) Para él
un cuadro no estaba acabado hasta que no diera forma a la idea de la que
surgió. Y al no poder alcanzarse el objeto en dos dimensiones, me pedía que lo
tradujera a una tercera dimensión porque la felicidad táctil completa a la
felicidad visual”.
Esa necesidad vital de poder tocar aquello que se
ha pintado y que nació en un papel o una tela fue lo que lanzó al anciano
pintor a una actividad frenética y a producir 110 gouaches en los que
sintetiza, para su posterior metamorfosis objetual (esculturas, broches,
anillos, gemelos o collares), los cuadros que considera mejores de toda su
prolífica carrera, especialmente los de su periodo “temático” (1923-1960).
Utilizando el oro y el bronce como base metálica
y piedras preciosas y semipreciosas como la esmeralda, el brillante, el ónix o
el jaspe rojo Heger de Loewenfeld logra crear una de las colecciones de joyas
más originales y deslumbrantes de todo el siglo XX a partir de los gouaches del
pintor. Una colección cuyas piezas se siguen buscando hoy por coleccionistas y
amantes de la alta joyería en las salas de subasta más conocidas del mundo
porque en las joyerías del lujo a precios imposibles sencillamente no se pueden encontrar.
Collar Alcyone |
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