Hay y no hay. Pintar lo
que hay para ver lo que no hay. Así, la habitación de Hammershoi, una neutra
estancia burguesa, se transfigura en un espacio encantado pleno de numinosidad.
Y entonces hasta el aire toma cuerpo. En esa transfiguración es precisamente
donde el pintor hace que el arte palpite. El artista nos transmite su capacidad visionaria,
esa segunda visión que le permite registrar la riqueza de sentidos que
proliferan en cualquier situación real o imaginaria. La habitación existe o
bien podría no existir pues la habitación pasa a ser en el cuadro un pretexto, algo más trascendente que un espacio doméstico: es una presencia viva, que siente, que observa (nos observa) y que calla. La puerta está medio
abierta y uno no sabe si quien la ha abierto lo ha hecho para salir o para
entrar. O si solo es un recurso expresivo para dar realce al motivo vegetal. Lo
cierto es que todo parece estar en su sitio y, a la vez, cada uno de los
objetos, por separado, ocupa su lugar exacto en austera soledad, lo que apela a la imaginación del espectador que se siente atraída por la
misma incertidumbre que generan. Y es en esa ambigüedad donde se resuelve el símbolo. A una composición artística compleja se la reconoce porque nos obliga, como espectadores, a replantearnos con más cuidado qué es aquello que vemos. En este caso, la aparente banalidad de un secreto sencillo pero que sorprende: el profundo amor volcado en la intimidad doméstica. Una auténtica poesía de lo cotidiano de doble naturaleza: moral y sentimental.
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