(una visita al Kröller-Müller)
La
felicidad que sentí al cruzar en bicicleta los bosques de coníferas y arenales
del parque de Hoge Veluwe, en la zona
central de Holanda, un día del pasado mes de agosto todavía vibra en mi
recuerdo y hace que mi deseo de fundirme con la naturaleza y el arte se
vigorice con más razón si cabe.
entrada al parque |
La
mañana se había levantado de un azul intenso y la lluvia del día anterior había
dejado el aire limpio y transparente, con esa nitidez de perfiles que sólo en
los climas del norte se percibe tan cumplidamente. Primero cogimos un tren
hasta Apeldoorn y desde su estación, un autobús que nos dejó a las puertas del
parque natural, muy cerca de la pequeña ciudad de Otterlo. El viaje desde
Amsterdam con las pequeñas dificultades de horarios, enlaces y consultas
acrecentaba aun más nuestro interés y le daba un aire de aventura a la jornada.
Para
mí el motivo principal de la excursión era, sin duda, el museo Kröller-Müller, uno de mis lugares
míticos del arte, pero todavía no podía imaginar cuán emocionante iba a ser el
continente que envolvía el contenido. Una vez franqueada la entrada y pagados
los 14€ que te dan derecho a visitar museo y parque uno entra en una especie de
lugar encantado donde todo transcurre más lento, desde la velocidad de los
coches que se cruzan contigo hasta el mecimiento de las hojas en las arboledas.
Más de mil quinientas bicicletas blancas se ofrecen para que puedas recorrer a
tu aire los cincuenta y cuatro kilómetros cuadrados del parque por estrechas
carreteras y senderos desde los que, si tienes suerte y llegas en los meses
oportunos, puedes toparte con ciervos, corzos, muflones o jabalíes. Nosotros llegamos
a mediodía y a esas horas es difícil atisbar alguno, aún así tuvimos la fortuna
de encontrarnos con un zorro de pelaje rojizo como el fuego que sobre un tocón
del bosque nos observaba con cautela desde mucho antes de que reparáramos en
él. No hace falta decir que todo el
trayecto lo hacíamos pedaleando con una sonrisa en el rostro y una leve
excitación en el ánimo.
pabellón caza s. hubertus |
Yo
había leído algo acerca de un pabellón de caza que el señor Anton Kröller, un
rico hombre de negocios muy aficionado a abatir venados, había encargado
construir en 1914 al probablemente más afamado arquitecto holandés de la época,
H. P. Berlage, y tenía gran interés en verlo. Lo que aún no sabía es que ese pabellón de caza
pudiera tener las trazas de una fortaleza de aire candorosamente megalómano,
como si de una potente aparición pétrea en plena naturaleza se tratara. Y, en
verdad, algo de eso había. Por lo visto, Berlage concibió todo su proyecto
arquitectónico según el relato de la conocida leyenda de San Huberto, un joven
cazador furtivo que con el tiempo llegaría a convertirse en obispo de Lieja y
Maastricht. Persiguiendo a un ciervo, el joven Huberto sufrió una visión divina
en la que contempló una enorme y luminosa cruz dispuesta entre los cuernos del
animal; se acercó a él y después de librarlo de la cruz y cargarla a sus
espaldas decidió retirarse a un monasterio y purgar todos sus pecados. Así, la
planta del edificio de Berlage representa los cuernos del ciervo y la espigada
torre, la cruz sobre su testa. Como programa constructivo para un cazador con
conciencia ecológica, que si bien añadía cada vez más hectáreas para satisfacer
su afición cinegética también preservaba esos terrenos del afán predatorio del
desarrollismo industrial, no parece demasiado descaminado. Lo cierto es que el
conjunto funciona y cuando llegas a él y lo contemplas desde la orilla del gran
estanque repleto de nenúfares la sensación visual tiene algo de mística
aparición. En su tiempo Berlage era considerado un arquitecto moderno, adscrito
a la Nueva Objetividad, y el interior
del edificio, creación también suya, está repleto de novedades técnicas como
calefacción central, sistema centralizado de aspiración, elevadores eléctricos
o ventanas aislantes.
Recuerdo
que hicimos un descanso en un banco frente al estanque y me llamó la atención
el cuidado con que un buen número de jardineros reponían y podaban los setos y
macizos de flores de los jardines y cultivaban las huertecillas que flanqueaban
el enorme pabellón.
museo Kröller Müller, |
Y
por fin llegamos al museo, a los dominios de la señora Helene Müller, una
enamorada de la obra de Van Gogh, que llegó a atesorar la colección privada de
arte más grande de su tiempo en Europa. Mujer de carácter y con una visión
social de su papel como coleccionista –“yo no colecciono pensando en poseer
para mi presente, siempre he pensado que mi colección tiene que tener una
proyección en el futuro, en el sentido de hasta dónde son capaces las obras de
resistir el examen del futuro” escribió en 1912- para prevenir el
desmembramiento de su legado artístico cuando la crisis económica de finales de
los veinte empezó a golpear su patrimonio familiar creó la Kröller-Müller Foundation en 1928. A ella se vino a sumar la Hoge Veluwe National Park Foundation
siete años más tarde y ambas fueron vendidas al estado holandés con la
condición de que éste levantara un museo que debería ser diseñado por el
arquitecto belga Henry van de Velde que terminó de construirlo en 1938, apenas
unos meses antes de la muerte de la señora Müller que, al menos, se fue con el
consuelo de ver cumplida su misión.
Entrar
en el alargado y discreto racionalismo espacial de van de Velde, perfectamente
integrado en el entorno natural, y empezar a contemplar decenas de telas y
dibujos de Van Gogh, algunos de ellos tan universales como “los comedores de
patatas”, “el sembrador” o “terraza de café de noche”, exquisitos retratos y
bodegones de Fantin Latour, una de las más fascinantes composiciones de Seurat
como es “la chahut”, súmmum del cartel caricaturesco, emblemáticos paisajes de
Cézanne y Monet o el elegantísimo payaso con violín de Renoir o el tierno
cíclope de Odilon Redon y tantos Picasso y Juan Gris y Mondrian es una experiencia realmente alucinatoria, un
escape del mundo real, una inmersión total en una dimensión desconocida que tanto
debe a la perfecta armonía entre arte y naturaleza.
jardín, a. maillol |
Y como último regalo para
los sentidos, ya devueltos al aire libre, el maravilloso jardín de las
esculturas en el que se puede hacer uno de los paseos mejor acompañados de Europa. Deambular entre las sombras de un bosque
salpicado de obras de Rodin, Maillol, Moore, Serra, Dubuffet, Barbara Hepworth,
Arp, Oldenburg, Carl André y un abrumador etcétera y, además, poder tocarlas,
acariciarlas y hasta jugar en ellas como ocurre con el Jardin d´hiver de Dubuffet es un lujo que ya no se puede disfrutar
casi en ningún rincón del mundo civilizado.
Aunque
sólo fuera porque existe este lugar mágico y milagroso en Holanda ya merecería
la pena un viaje a este país. Yo, sueño con volver.
jardín esculturas Kröller Müller |
es
Pero qué bien escribe mi niño¡
ResponderEliminarDe verdad, me ha encantado tu relato.
y es envidia, sana envidia lo que siento.
Se hará lo que se pueda y algún día iremos a verlo.
Saludos con un fuerte abrazo
Antonio Molina Flores
Querido Antonio,
Eliminarestoy seguro que te emocionará como a mí, cuando vayas.
Un abrazo.