Giacometti
íntimo
Alberto Giacometti
fue un hombre extraño, misterioso y obsesivo. Y un artista excepcionalmente
dotado para extraer del interior de la herida humana emocionantes restos de
belleza. Sus esculturas escuálidas y desoladas –humanidades de una extrema
severidad formal- componen la colección de imágenes más fielmente simbólicas
del atribulado siglo XX. Figuras, todas ellas, transidas por una especie de
dolor moral y como autistas.
homme qui marche, 1960. |
Creo que fue Jean
Genet quien en un texto luminoso sobre el artista suizo, L´atelier d´Alberto Giacometti, dijo aquello de “los guardianes de
los muertos”. Y, en efecto, toda la imaginería de Giacometti parece tener algo
de funerario, un fatum fatal que
emparenta a sus criaturas con el fantasma y el muerto viviente y cuya
representación más consumada es L´homme qui marche de su período de madurez,
cuando alcanza los sesenta, pero cuyo germen está ya en los cuerpos truncados
de los primeros años treinta. Figuras que a mí siempre me han hecho recordar
cierta estatuaria etrusca de carácter votivo de la que L´Ombra della Sera (título
sugerido por el poeta Gabriele D´Annunzio) es la pieza quizá más significativa.
Ombra della Sera, s. II a. C. |
En todo caso, la
personalidad de Giacometti nos resulta hoy casi tan fascinante como su obra. Un
hombre que hizo religión de su oficio y para el que todo lo demás quedaba
supeditado a la realización de su destino como artista. Un hombre para el que
su familia más cercana (así su hermano Diego como, algo después, su mujer
Annette Arn) cobra importancia en tanto que colaboradores necesarios de su
trabajo. Y un hombre, al cabo, que jamás quiso proyectar su carrera en términos
de éxito social o ascendente en el medio artístico y para el que su taller de
la rue Hippolyte- Maindron fue su
mejor refugio y su auténtico sancta sanctorum.
Sin embargo, a
pesar de su timidez y proverbial humildad Giacometti poseía un don especial
para atraer a sus semejantes, de los que cierto tipo de mujer era incapaz de
sustraerse. No sabemos si Marlene Dietrich era de ese tipo de mujer pero de lo
que no cabe duda alguna es de que durante algunas semanas del invierno de 1959
ambos se protegieron del frío parisino compartiendo unas veces la estrecha y
modesta cama del estudio del artista y otras, una mesita del café de la rue Didot al que la actriz llegaba lo
más discretamente posible para no ser reconocida. Según parece la ocasión llegó
cuando, después de haberse conocido años atrás en Nueva York con motivo de una
exposición del escultor en la que la protagonista de “El ángel azul” le
confiesa su interés por hacerse con su escultura del perro flaco y melancólico,
la actriz llega a París para actuar en el Théâtre
de l´Etoile. A Giacometti, que es un cinéfilo confeso y un admirador de la
diva teutona, le resulta encantador que ésta se encaprichara de su perro flaco
y melancólico con el que, en el fondo, se siente tan identificado que lo
considera uno de sus mejores autorretratos y en seguida la invita a visitar su
destartalado taller. Por las cartas conservadas –y luego subastadas a precio de
oro en Sothebys en 2010- sabemos que
Giacometti no solo le abre las puertas de su casa sino que se rinde en cuerpo y
alma. Y hasta tal punto que provoca los airados celos de su amante oficial, una
prostituta conocida por el nombre de Carolina. Como dice su biógrafo James
Lord, el artista no supo resistirse a “un ídolo, un objeto de arte, una
creación visual y una persona de carne y hueso”.
Perro, 1951. |
No conozco el
contenido íntegro de las cartas que la Dietrich recibió – y lo lamento- pero en
las memorias de ésta he encontrado una sucinta y conmovedora mención a aquellos
encuentros: “Trabajaba entonces en unas estatuas de mujer tan grandes que tenía
que subirse a una escalera para llegar a lo más alto. El taller era frío y
desangelado. Él estaba allí, encaramado en su escalera, y yo agachada al pie,
mirándole y esperando que bajara o que dijera algo. Habló. Pero lo que dijo era
tan triste que me habría echado a llorar, si hubiese sabido llorar en el
momento adecuado. Cuando volvió a estar a mi altura, nos abrazamos”.
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