Dicen que vendrá nieve y los cuervos
de alas torvas graznan. Baten el azul,
escalofrían el silencio, presagian humo.
Las nubes lentas parecen medir el tiempo.
Los transeúntes, en cambio, parecen tener prisa
mientras yo vagabundeo
-el cuello del gabán subido y una gota péndula en la
punta de la nariz-.
Suena una campana y, de repente, me llegan perfumes
de pastura que trae el viento.
Aminoro aun más el paso y me enrosco la bufanda al
cuello.
El guarda del jardín municipal me saluda con una
inclinación
de cabeza que yo devuelvo con otra inclinación
y sin saber muy bien por qué me asaltan viejas
historias
de farolas encendidas en la noche de los cuentos.
Empiezan a caer algunos copos y reparo
en que no llevo los zapatos convenientes.
Me digo que no importa,
Me digo que no importa,
que esto no me va a hacer volver ahora.
Las cejas se me mojan, pero en las manos
conservo el calor del paño de los bolsillos.
La nieve cae con sutilísima tristeza,
cae muy lentamente
y como en un bisbiseo me envuelve
su murmullo. En el suelo y sobre los árboles y los
aleros
ahora todo es blanco. La casa queda lejos.
Está nevando y mis pies –mi alma ya lo hizo- se hunden
en el légamo.
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