Ajmatova, Gumiliov e hijo |
En el
invierno entre 1941 y 1942 la ciudad de Taskent, capital de Uzbekistán, vivió
una de sus experiencias más traumáticas, la reubicación forzosa de más de
160.000 almas dispuesta por la jerarquía soviética a causa del avance de las
tropas alemanas. Esta movilización general, además de traer a la ciudad un
sinfín de obreros especializados en aeronáutica y armamento pesado, arrastró a
un buen puñado de intelectuales y figuras del mundo literario protegidos por el
régimen como Nadezma Mandelstam, Chukovski o Aleksei Tolstoi. Entre ellos
estaba también la poetisa Ana Ajmatova. A estas alturas del siglo Ajmatova era
ya una extraña superviviente del infierno stalinista. Su otrora belleza de
joven cariátide con los ojos verdosos de un tigre polar debió de haberse ido
ajando en el transcurso de sus penas. Pronto los bolcheviques fusilaron a su
primer marido, el más brillante de los poetas acmeístas, Nikolái Gumiliov por
enemigo del pueblo (1921) y prohibieron a la vez su poesía. Luego, a finales de
los treinta, arrestaron al hijo cuando estudiaba Lenguas Orientales en San
Petersburgo (entonces Leningrado) para deportarlo a una prisión de Siberia
donde seguía estando cuando su madre se consumía en Taskent sin conocer
siquiera el lugar y la razón de su destierro.
Pocos años
más tarde, al perder el amparo del “Gran Timonel”, el Comité Central del
Partido Comunista atacaría con saña acumulada a la propia escritora por
“haberse negado a llevar el paso del pueblo” y condenaría su obra al oprobio y
a la lejanía de la imprenta. Cuando Józef Czapski coincide con ella en la
cómoda casa que el régimen comunista le asigna a su colega Aleksei Tolstoi en
Taskent, Ajmatova ya conocía por sí misma la ruindad moral que el comunismo
practicaba a diario con su pueblo. En su poesía, entonces, acecha el miedo, el
miedo a perder el juicio, a perder para siempre a su hijo, a no saber si
alcanzará a expresar la desesperación sorda y el miedo apenas contenido de
centenares de miles de mujeres que como ella esperan en el frío de las colas de
las oficinas y ventanillas oficiales a que alguien del Partido les aporte
alguna pista, algún indicio de que sus hijos y nietos siguen vivos.
“En los
terribles años de Yezhov pasé diecisiete meses/ en las colas de las cárceles de
Leningrado. En una ocasión alguien, de algún modo, me reconoció./ Entonces una
mujer de labios azules que estaba tras de mí/ quien, por supuesto, nunca había
oído mi nombre/ despertó del sopor en el que estábamos y me preguntó/ al oído
(allí todas hablábamos en voz muy baja):/ Y esto, ¿puede describirlo?/ Y yo le
dije:/ Sí, puedo./ Entonces, algo parecido a una sonrisa asomó por lo que
antes/ había sido un rostro humano”.
Por si
tanta desgracia no fuera suficiente, su íntimo amigo el poeta judío Osip
Mandelstan muere en 1938 en un campo de trabajo forzoso y su admirada Marina
Tsvetáieva, la otra gran poetisa rusa del XX, se ahorca tres años después
desesperada por el asesinato de su marido y el encarcelamiento de su hija en
una de las purgas de Stalin. Una historia demasiado parecida a la suya, demasiado
parecida a la de multitud de compatriotas sin nombre conocido a lo largo y
ancho de un país sin límites para el dolor. Con este bagaje la halló Czapski en
Taskent en el verano del 42. Ya había escrito lo esencial de Réquiem, su obra más universal, un largo poema del que más arriba he
seleccionado el prefacio. Poesía seca y lapidaria dedicada al rescate de su hijo
y a la memoria de miles de madres que, como ella, esperaban inútilmente en las
colas de las cárceles noticias de la suerte de sus hijos secuestrados por el
régimen, madres que no comprendían lo que pasaba, madres del pueblo de "la inocente Rusia que se retorcía bajo unas botas manchadas de sangre".
“No olvido
el sudor de muerte en tus cejas./ Como las viudas de los Streltsy pregono/ bajo
las torres del Kremlin mi alarido”. Por su primer marido, por su hijo, por su amante arrestado al alba.desnudo, Modigliani |
Pero no
todo fue ruina y comunismo en la vida de Ajmatova. Como buena hija inquieta de
su tiempo ella también se fue a París por una temporada y allí, en 1910, de
viaje de novios, conoce a Modigliani. Ella era una extranjera rusa recién
casada y ambiciosa, y con toda la vida por delante. Él, un extranjero italiano,
tuberculoso y vividor, consciente de tener más éxito entre las jovencitas
rebeldes que entre los marchantes de la vanguardia. Cuando hablaban se
comunicaban siempre en francés. Pero Modigliani lo hizo también, y
repetidamente, con el lápiz, la tinta y la acuarela. De ella dejó un buen
número de dibujos (se sabe que más de dieciseis) muchos de los cuales
terminarían por pudrirse entre las nieves del cerco de Leningrado. Parece que
hubo un flechazo y fueron, por unas semanas, algo más que compañeros de
conversación. El pintor la abocetó desnuda entre sus gatos y hoy en otro dibujo
a tinta, en el que aparece sentada y también sin ropa, el único que se conserva
de ella en toda Rusia y que en su día perteneció a Paul Alexandre, la vemos un
tanto egipcia, sin duda porque Modigliani soñaba en aquellos años con Egipto.
Se empeñó en que conociera la sección egipcia del Louvre y fueron una tarde a
verla juntos. Paseaban casi todos los días por el Jardín de Luxemburgo, leían
poesía y recitaban a dos voces a Verlaine.
París era
la ciudad donde los primeros aeroplanos se divertían en dar vueltas alrededor
de la torre Eiffel y un obrero italiano podía robar sin demasiados artificios
la Gioconda para devolverla a su
país. Un París, en palabras de Ajmatova, donde hacía tiempo que “la pintura
había devorado a la poesía” aunque Modigliani no supiera cómo arreglárselas
para vivir.
“En la
oscura neblina de París/ quizá otra vez Modigliani/ camine sigiloso tras de
mí./ Su triste naturaleza/ incluso en sueños me inquieta/ de ser culpable de
tantas desdichas./ Pero para mí –su mujer egipcia- él es/ la música que toca el
viejo en el organillo/ y todo el rumor de París queda al abrigo de esa música,/
como el rumor de un mar profundo/ que ha bebido del dolor/ el Mal y la
Vergüenza”.
Ajmatova, Modigliani |
Modigliani
murió nueve años después sin oponer mucha resistencia, Ajmatova tuvo que vivir
hasta los 77 años en un país que fue una estepa de ruinas tal vez porque quiso
ser solidaria con la vida por encima de su propio sentido.
Muy interesante. Dos de mis artistas favoritos, que desconocía hubieran sido amantes... Así que existe la comunión de las almas, después de todo.
ResponderEliminarSe conocieron en circunstancias poco propicias, sobre todo para Ajmatova, recién casada. Modigliani quedó impresionado por ella, se confesó "obsesionado", aunque el italiano era de naturaleza excesivamente "impresionable", me temo.
ResponderEliminarGracias por compartir conmigo sus comentarios.
!Cuánto dolor y belleza juntos! gracias por compartirlos.
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