Cada vez que salgo al centro me tengo que topar con esas boinas tipo ovni de serie B que el diseñador y arquitecto tecnologizado Jürgen Mayer ha tenido a bien plantar en medio de la ciudad para cubrir un simple y municipal mercado de abastos a la espera. Me resultan tan cómicas e inoportunas, tan irritantes para el ojo, que últimamente he decidido dar un rodeo para evitarlas.
Y no solo el recorrido no ha mejorado sino tampoco la sensación visual. El volumen edificado es tan aparatoso, tan desmedido y arrogante que el espacio parece encogerse, como si hubiera menguado por succión.
En realidad, cuando te paras un rato y te quedas observando el edificio no puedes sino preguntarte ¿y todo esto para qué? Ya no hablo del disparate presupuestario, más de 86 millones de euros, y no entremos en detalles... Me refiero a su función. Seis boinas futuristas levantadas en diferentes alturas que parecen cubrir como copas arbóreas una superficie vacía, desestructurada, ilegible y ediliciamente insostenible pero, eso sí, muy vistosas y espectaculares, sobre todo si se ven iluminadas en la noche.
En el subsuelo, y como sosteniendo todo el tinglado con un poco de cultura antigua, el Antiquarium, un apósito arqueológico que unas veces en vitrina y otras a través del metacrilato nos viene a recordar cómo debió de ser la ciudad romana, visigoda y almohade en un totum revolutum a caballo entre el museo y el parque temático levemente etnográfico.
Lo dicho, que ya tenemos nuestro Centre Pompidou, nuestro Guggenheim, sólo que sin nada que mostrar, a la intemperie, excepto en lo alto pues allí, desde sus cubiertas, puede disfrutarse de una panorámica espléndida del muy pintoresco caserío sevillano. Sin duda, lo mejor del edificio que así queda convertido en mirador. Pero, ¿para eso tanto aparato?
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