miércoles, 30 de noviembre de 2016

BELLORI, EL OJO CRÍTICO DE POUSSIN

Bacanal, 1628, Le Louvre


Poussin, con ser uno de los grandes pintores del siglo XVII, es también un auténtico “caso”. No solo porque su inmenso prestigio se sustenta sobre poco más de la mitad de su producción (el resto, como dijo Sandrart, uno de sus primeros biógrafos, es obra para el mercado, colmada de “bacanales, ninfas y sátiros prestados de Ovidio y colocados entre ruinas y paisajes”), sino muy especialmente por el hecho de ser el más italiano de los pintores franceses de su tiempo sin, por ello, perder un ápice del genuino carácter francés.
El erudito abad Gian Pietro Bellori (1615-1696) en sus célebres “Vite de´ pittori, scultori et architetti moderni” (1672) se ocupó de no muchos artistas pero no quiso descuidar la figura de Poussin. El rigor informativo de Bellori llama bastante la atención y es admirable su intento de relacionar las obras con las ideas, pergeñando de esta manera uno de los primeros ensayos serios de crítica de arte. Su instinto estético va contra el naturalismo de un Caravaggio al tiempo que reprueba el manierismo que él identifica con un pintor como el Cavalier d´Arpino, probablemente el titular del taller de pintura más famoso de su tiempo en Roma y que, sin embargo, hoy pasa por ser un artista poco menos que intrascendente. Para Bellori el restaurador de la pintura como una ciencia distintiva de los sabios, que se fundamenta en la razón, la verdad, la elegancia y la perfección formal (es decir, en la Idea) es Annibale Carracci, digno heredero de lo que supuso Rafael 70 años antes.
Resumiendo mucho, el programa artístico de la “Accademia” de los Carracci consistía en conjugar el dibujo de un Miguel Ángel o un Rafael con la sofisticada atmósfera de luces y sombras de un Tiziano o un Giorgione, así como con la pureza del color de un Correggio y, por extensión, de toda la escuela de Parma. Y el mejor dotado para el mantenimiento de ese programa ecléctico era, según Bellori, Nicolás Poussin.

Elizer y Rebeca, 1648, Le Louvre

Bellori, gran admirador del clasicismo de Poussin, que cuaja como estilo propio en la década de los 30, se siente algo confuso con su producción romana anterior (1624-1634) de la cual no se atreve a hacer un juicio exacto. En cualquier caso, lo más interesante de este erudito italiano es el haber sido el primero en establecer las bases teóricas para el juicio crítico de la obra de Poussin según un verdadero programa ideológico: la forma debe reducirse a la expresión, mientras que el color no debe ser tratado más que como un recurso ilusionista para persuadir al ojo. Así, para que el pintor pueda adquirir la “manera magnífica” el tema elegido precisa de cierta heroicidad y debe estar representado sin excesivo detalle, renunciando a todo motivo vulgar y buscando la esencia aún a riesgo de rozar la severidad en la composición por mor de una excesiva geometría del espacio.

Esa “manera magnífica” tan característica de Poussin será lo que con el tiempo recibirá el nombre de “grand goût”.

lunes, 28 de noviembre de 2016

Casa Taller de Ozenfant en París. Le Corbusier, 1922




Es muy probable que se autobautizara como Le Corbusier (hasta 1920 se llamaba Jeanneret) cuando interiorizó que su “misión” en la vida iba a ser “purificar” la arquitectura occidental, librándola del nefasto historicismo ecléctico que, según él, intoxicaba el caserío de las grandes ciudades desde mediados del siglo XIX. Y se puso manos a la obra como solo los conversos saben hacerlo, desplegando una actividad y un apostolado sin desmayo ni contemplaciones, especialmente en su llamada “etapa heroica”, de 1917 hasta los primeros años treinta. Años en los que, instalado en París, frecuenta el círculo de la vanguardia postcubista y hasta se atreve, respaldado por su amigo el pintor y fotógrafo Ozenfant, a incursionar en el mundo de la pintura. De hecho, exponen juntos en 1918 bajo el rótulo de “puristas” (una suerte de postcubismo de formas abstractas y motivos figurativos regido por un fuerte orden compositivo de raíz matemática). Años, también, en los que vuelca sus experiencias, lecturas y observaciones en un libro, “Vers une architecture” (1923), que con el paso del tiempo llegará a convertirse en lectura de cabecera de todo arquitecto con voluntad de ortodoxo moderno. Pero a diferencia de la República de Weimar, en la Francia de los años veinte del pasado siglo no había muchas oportunidades para los arquitectos que, como Le Corbusier, pretendían cambiar los usos y costumbres populares a la hora de habitar una vivienda pública. Así, nuestro protagonista tuvo que renunciar -de momento- a su magna empresa de transformación del entorno urbano y conformarse solo con proyectar unas pocas viviendas unifamiliares para su estrecho y exquisito círculo de amistades, ese sector social parisino que Wyndham Lewis llamó, no sin cierto retintín, “la pseudobohemia adinerada”.

La casa-taller de Ozenfant es la primera de ellas y uno de sus ejemplos más logrados. En estos experimentos de tanteo (que tanto deben al famoso prototipo de la “Casa Citrohan”) Le Corbusier desarrolla una técnica para sacar las cosas de su tradicional contexto y así poder establecer nuevas relaciones de significado: grandes ventanales fabriles o lucernarios industriales en forma de diente de sierra se incorporan al ámbito doméstico produciendo efectos chocantes pero resultados muy efectivos. La obra, en realidad, se basa en un único volumen de marcado carácter plástico en el que destacan, por un lado, la estandarización de las ventanas corridas y a escala humana y, por otro, la ausencia de cornisa, a excepción de la que aparece en la esquina de la planta baja marcando, de manera un tanto abstracta, los accesos. Destacar, asímismo, el tratamiento formal de la esquina en ángulo recto que consigue desmaterializar a través de la luz y la liviandad que produce el gran triedro de vidrio.

El estudio del pintor en la planta superior.


Le Corbusier organiza el alojamiento en tres niveles: la planta baja -sin sus característicos pilotes esta vez-, destinada a garaje y a algunos espacios comunes de la vivienda, la primera planta, en la que, además de la galería, se encuentran los dormitorios y, por último, la planta superior, reservada para el estudio del pintor y, por tanto, con las mejores vistas y la más completa iluminación.

Añadir que, por desgracia, cuando la vivienda pasó a otras manos sufrió una reforma irrespetuosa que cambió por completo su carácter. 

jueves, 24 de noviembre de 2016

COROT & DAUMIER

Corot, Mujer Italiana, c 1870

Corot y Daumier, aunque sus trayectorias como artistas fueran muy distintas, compartieron una misma y curiosa desgracia: la exagerada admiración de un público que ignoraba casi por completo sus más serios e inspirados trabajos.
En los últimos veinte años de su vida y durante, al menos, los cincuenta años posteriores a su muerte la reputación popular de Corot dependió de unos paisajes en los que unos flácidos árboles cercanos a unas riberas en sombra aparecían velados por las nieblas del amanecer o de la tarde. Plateadas, seductoras, tiernamente verdigrises estas escenas desprendían una poesía obvia y sentimental que, una vez desgastada su novedad, se convertiría en la única cualidad exigida a Corot. Y Corot cedió a la demanda.
Más aún que Corot, Daumier sufrió la popularidad de una parte de su obra que él mismo llegó a despreciar, sus litografías. Hacia 1835 se había convertido en uno de los dibujantes políticos más admirados y temidos de Francia. Ya en 1870 había compuesto alrededor de 5000 historietas cómicas, litografías satíricas y xilografías. Estos trabajos constituyeron prácticamente su única fuente de ingresos por mucho que él los considerara simples medios de supervivencia, con el inconveniente añadido de que subestimaban su valor como artista plástico. Y uno puede entender fácilmente su disgusto, pues le mantuvieron alejado de la única disciplina que le interesaba de verdad, la pintura.

Se da la circunstancia de que Corot y Daumier sentían una mutua devoción por la pintura del otro aunque sus vidas y personalidades no podían ser más divergentes. De hecho, el más bello elogio de Daumier fue obra de Corot, y sin necesidad de decir una sola palabra. Nos cuenta el crítico Champfleury: “ El bueno de Corot en su habitación no tenía más que dos cuadros: uno era un retrato de su madre, el otro, el cuadro titulado “Los abogados”, aquella escena de Daumier que tanto le gustaba  a Gambetta. Así, cuando el paisajista se levantaba le ofrecía un rápido pensamiento a su querida vieja madre y un guiño de camarada a la recia escena de su amigo Daumier. Y, luego, comenzaba contento el día”. 


Daumier, Los abogados, c 1865

lunes, 14 de noviembre de 2016

DAVID SALLE, UN CALLEJÓN SIN SALIDA



Por lo que acabamos de ver en Málaga David Salle parece no cansarse de ser David Salle desde hace ya demasiado tiempo. Y la verdad, aburrre.
Si algo viene a corroborar su última cita española (todavía vigente en el CAC malagueño) es que aquella centrifugadora de referencias y maneras (en la que se amalgamaba por igual a Baldessari o Rosenquist con Picasso, Picabia o el mismísimo Pontormo) a la que algunos llamaron, con cierta graciosa precipitación, “postmodernismo” está hoy algo más que averiada y a efectos de creatividad artística es una vía prácticamente estéril, un callejón sin salida.

Si hacemos el ejercicio de comparar las 32 pinturas expuestas en el CAC (fechadas entre 1992 y 2015) no solo con la retrospectiva que le dedicara el Guggenheim de Bilbao en el 2000, sino incluso con las dos exposiciones que a principios y mediados de los noventa (92 y 96) organizó Soledad Lorenzo en su galería madrileña, nos encontramos con que no hay apenas nada significativamente distinto en lo que fijarse. La misma estrategia creativa basada en la cita, la fragmentación, el uso de la fotografía escenificada y hasta del pastiche. Todo de rancio sabor pop. Incluso la misma paleta de color: cruda, agria, velada, ligeramente insultante y tendente a la grisalla (quizá lo más interesante, pese a todo, de este pintor) es la misma a la que nos tiene acostumbrados desde hace varias décadas.
Con resultar todo lo dicho nada estimulante, lo que más nos irrita es su presunto cinismo, una actitud de “chico malo” que insiste en forzar una supuesta provocación de la mirada que termina, ya lo hemos dicho, por aburrir.
En definitiva, una estética postmoderna de corto aliento y ningún futuro, lejos, muy lejos de cualquier posibilidad de poesía o trascendencia.

Siento decirlo, pero David Salle ha terminado por cansarme de no gustarme.